noviembre 15, 2017

El Cristo rumbero

EL CRISTO RUMBERO
Por Manuel Pereira
Al pie de la palma, sudando y de cara al sol, el recluta castigado conectó mentalmente con otro episodio canino donde Titán le ladraba a un militar de primerísimo rango. Fue a mediados de 1959, el primer año de la revolución, el más luminoso. 

Joaquín jugaba a la pelota con los mataperros en un parque frente a la bahía. De pronto se armó un alboroto a la salida del túnel submarino. Doscientos caballos salían del fondo del mar. Los mataperros soltaron bates, guantes y pelotas. Joaquín corrió hacia la boca del túnel. Algo trascendental estaba ocurriendo allí y él no podía perdérselo. Titán lo siguió saltando y ladrando. 
Casi cada día ocurría algo extraordinario en su barrio. Y él tenía la sensación de flotar embelesado en una atmósfera epopéyica. Nacido en el puerto, entre maleantes, navajas y pistolas, pocos meses atrás había visto con sus ojos a titanes mitológicos entrando triunfalmente en la ciudad. 
Ahora corría por el parque hacia el túnel para encontrarse sin saberlo con el más místico de esos colosos. Iba tan embalado que chocó contra la yegua blanca del comandante Camilo Cienfuegos, sonriente y jaranero. No en balde le llamaban el “Cristo Rumbero”. 
Entonces vio el fulgor de su sonrisa iluminando su barba patriarcal. Se inclinaba desde la cabalgadura para estrechar manos. Todo en él era jovialidad y desenfado.
Detrás del Comandante venía una caballería de doscientos campesinos con sombreros de yarey y machetes. Él los traía desde campos remotos precisamente para que conocieran la fastuosa capital. Los ladridos de Titán asustaron a la yegua que empezó a piafar mirando de reojo al perro. Joaquín contemplaba deslumbrado los nervios hinchados en el cuello de la yegua. Con el fusil colgando de un hombro, Camilo miró al perro de Joaquín y le lanzó un par de besos. Titán enseguida se tranquilizó. 
Para Joaquín, ver a Camilo en persona equivalía a asistir al espectáculo de un dios bajando desde las nubes. A todas luces, era el más carismático de los principales jefes de la insurrección.
Pronto acudieron más curiosos. Todos aplaudían al héroe de cien fuegos en cien batallas. Se había cortado la histórica melena y en vez del habitual sombrero alón ahora llevaba uno de yarey para no desentonar con los guajiros que lo seguían desde quien sabe dónde.
De pronto a Camilo se le cayó el tabaco que estaba fumando y entre los presentes alguien entonó una canción de Beny Moré: “Se te cayó el tabaco, Camilo, se te cayó...”. Espontáneamente el gentío empezó a bailar dando palmadas. Todos coreaban el gracioso estribillo con el improvisado cambio de “mi hermano” por “Camilo”. 
Lejos de ofenderse, el Comandante soltó la carcajada y empezó a bailar encima de la montura. Flaco y gesticulante, parecía un esqueleto rumbero vestido de verde olivo. Todo el pueblo se balanceaba rítmicamente en la rumbantela presidida en lo alto por Cristo bailando en su cruz.
Horas más tarde, en el silencio de la noche, Joaquín observaba asombrado unas largas hileras de excrementos de caballos en la avenida del Puerto. Escudriñaba la extraña forma de cada mojón brillando bajo la Luna. 
De pronto, salido de la nada, oyó un guitarreo y esta décima guajira:
“¿Venga acá, señor Jurado,
Cómo es eso que su mulo?
¿Venga acá, señor Jurado,
Cómo es eso que su mulo?
Teniendo redondo el culo
Puede cagar cuadrado?”

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(*) Un cuento sacado del nuevo libro de Manuel Pereira: "La Estrella Perro", de próxima aparición en la editorial Textofilia, México.

Derechos reservados: Manuel Pereira, 2017.

Derechos reservados: Textofilia S.C. México

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