noviembre 01, 2013

Escaleras, Escaletas y Esqueletos

ESCALERAS, ESCALETAS Y ESQUELETOS
Por Manuel Pereira
Nostalgia, de Tarkovsky.

Por la Escalera de Jacob (Génesis, 28, 12) suben y bajan los ángeles que el patriarca vio durante un sueño. El cine satanizó ese puente entre la tierra y el cielo dando lugar a una genealogía de los peldaños que ya forma parte de la mitología del celuloide.

En El gabinete del doctor Caligari (1920) se insinúan algunas escaleras distorsionadas, pero todavía sin gran protagonismo. Dos años después Murnau nos muestra en Nosferatu la primera escalera realmente escalofriante. El vampiro sube hacia la alcoba de su víctima mientras su silueta de alargadas garras se solidariza con la sombra expresionista de la balaustrada.

En 1925 Eisenstein inventa el montaje de atracciones en la famosa “escalinata
de Odesa” donde las fuerzas del Mal descienden peldaño tras peldaño masacrando a la multitud mientras el cochecito con el bebé cae por los escalones. Ese cochecito se transformará más tarde en un elemento asociado a estas escaleras tenebrosas: la silla de ruedas.

En 1931 Tod Browning estrena Drácula, donde Béla Lugosi baja una majestuosa escalera en ruinas, rodeado de telarañas y aullidos de lobos. Descontando Los 39 escalones -sólo un Macguffin-, la obsesión de Hitchcock con las escaleras viene desde Rebeca, Sospecha y La sombra de una duda para cristalizar en la escalera del campanario de Vértigo (1958) y en las tres de Psicosis (1960). Aparte de la tortuosa escalera que sube desde el motel hasta la casa de Norman Bates, tenemos la principal de madera, donde el hotelero cambia de personalidad, y también la que baja al sótano. Sería imposible entender las múltiples identidades de Norman sin estas escaleras que articulan sus trastornos.

La escalera es a la casa lo que el esqueleto a la anatomía y la escaleta al cine: la columna vertebral que sostiene y organiza secuencialmente una estructura, donde cada peldaño equivale a una vértebra. La palabra “escaleta” -al igual que escalera- proviene del latín scala, y de ahí al esqueleto no hay más que un paso. En The Skeleton Key (“La llave del Mal” o “La llave Maestra”) la escalera conduce a la buhardilla donde se guardan los esqueletos. La llave es muy antigua y su forma recuerda un esqueleto estilizado. Por otra parte, un escalofrío es un frío que escala por nuestro espinazo hasta ponernos los pelos de punta.

En ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962) Joan Crowford abandona su silla de ruedas y baja la escalera arrastrándose para llegar al teléfono. La alegoría del personaje escapando, reptando o cayendo de su silla de ruedas, ya la habíamos visto en el enyesado James Stewart de La ventana indiscreta (1954), y se multiplicará en el James Caan de Misery (1990) y en el John Hurt de La Llave Maestra (2005). Heredera del cochecito de Eisenstein, la silla de ruedas representa un infierno particular del que hay que escapar. Si el mueble rodante reduce a la impotencia, los peldaños devienen intransitables.

Todo esto se anunciaba en 1945 en El ladrón de cadáveres, cuya trama se despliega alrededor de una niña en silla de ruedas. Hitchcock quiso romper ese maleficio en su cameo más jocoso (Topaz, 1969) cuando aparece en una silla de ruedas empujada por una enfermera para de pronto levantarse, saludar a alguien y seguir caminando sin necesidad de la silla, ni de la enfermera. La malvada silla convertida en gag.

La escena más recordada de Al final de la escalera (The Changeling, 1980) es la pelota que cae rebotando hasta la planta baja, pero no menos impresionante es la silla de ruedas infantil que cobra vida persiguiendo a la protagonista hasta rodar escaleras abajo.


En 1982, hacia la mitad de Poltergeist, desfilan por la escalera de la casa embrujada unos fantasmas luminosos que se desenroscan suavemente en el aire. En The Haunting (1963) Robert Wise nos enfrenta a una siniestra escalera de caracol donde se ahorca una criada. En El resplandor (1980) la aterrorizada Wendy sube retrocediendo la escalera del hotel mientras rechaza con un bate al marido poseso que la persigue. En el reestreno de El exorcista (2000) Regan baja por la escalera boca arriba como una araña, de hecho, es la Aracne concebida por Gustavo Doré para ilustrar La Divina Comedia, de Dante. La casa de Regan tiene otras escaleras: la plegable que accede al desván donde supuestamente se oyen ruidos de ratas, y la exterior, debajo de la ventana de la niña, donde hallarán la muerte dos defenestrados. El mecanismo de estas tres escaleras es similar a las tres que vimos en Psicosis

La escalera original -la bíblica- parecía haber caído en el olvido hasta que en 1990 Adrian Lyne estrenó La escalera de Jacob. Al final, el hijo del protagonista aparece sentado al pie de una escalera. Es Gabe, diminutivo del arcángel Gabriel. Con su cara seráfica, Macaulay Culkin lleva de la mano a su padre (Tim Robbins) por la escalera hacia la luz. Hacía falta algo así para resarcirnos de tanta maldad acumulada en este inventario de escaleras escatológicas.


(*) Publicado en Letras Libres, número de septiembre 2013, página 88. 

julio 28, 2013

El Ornitorrinco al descubierto

EL ORNITORRINCO Y OTROS ENSAYOS
ENTREVISTA A MANUEL PEREIRA

Click en la imagen para escuchar. La entrevista comienza en el minuto 21.25
Radio Educación, 16 de Julio del 2013.

julio 03, 2013

Con Julio en Montparnasse

  
CON JULIO EN MONTPARNASSE
Por Manuel Pereira
Desde la puerta entreabierta te vi dormir. Todo empenumbrado. Hundido en la almohada. Eras más barba que cara, durmiendo cuan largo eras. Entonces recordé lo que en una ocasión me dijo Lezama: "Julio padece una envidiable enfermedad llamada “efebicia” que lo mantiene joven al precio de que sus huesos crecen desmesuradamente."

Cuando te lo conté, sonreíste con esos dientes separados que te daban un aire de niño malévolo. "Ése es otro de los mitos del gordo cósmico", dijiste, ya no recuerdo si en la Bodeguita del Medio o viajando al centro de la tierra en las minas de oro de Siuna, o en algún café del Quartier Latin. 
Pensando en la anorexia de Gide- me habían dicho que no tenías apetito, que no querías probar nada que tuviera sabores- salí del hospital de Saint-Lazare. Descendí por el faubourg hasta llegar a un arco y desembocar en una calle estrecha como una cuchillada. Calle de carteristas y alunados, en cuyas esquinas hay mujeres con cadenitas en los tobillos enseñando los muslos con ligas rojas o negras, que son los colores de moda para este invierno. Tristes cariátides en venta, en ese París que tu Rayuela me enseñó a adivinar. La bofetada de la pianista. Las escaleras que huelen a cebolla. Los paraguas negros. Los puentes sobre el Sena. El humo azul de los Gauloises.

Paris estaba ahí, vibrando, aunque tú durmieras en el hospital, o más bien por eso mismo, pues ya para siempre esa ciudad será la más acabada escenografía de tu mejor sueño. Queso gruyère, hay un Paris subterráneo, el que más tú amabas. Delirante dédalo de los metros, vertiginosa rayuela. Se mete uno por un agujero y sale por otro. Así me perdí la tarde en que supe la noticia de tu muerte, y me encaminé a tu apartamento de la rue Martel donde estabas tendido. Un ataúd en medio de tu alcoba. Muchos amigos sentados en la sala. No sabía yo que en París velaban a los difuntos en sus casas.

Entrando, a derecha y a izquierda, tus libreros trepando por las paredes. El I 'Ching y algunos libros sobre boxeo. Y un anaquel dedicado a Cuba donde conviven, entre otros, Paradiso de Lezama Lima, Calibán de Retamar, Las mil vidas del caminante, de Luis Rogelio Nogueras, De peña pobre, de Cintio Vitier... En la sala está la discoteca (hay en tu casa más discos que libros) y al lado de tu sillón de cuero, un ejemplar sin abrir de la última edición de Marelle.

Tus últimos momentos parecían sacados de uno de esos cuentos tuyos en los que siempre reconociste la huella necrofílica de Poe. Entonces la ciudad soñada por ti empezó a fluir hacia el cementerio de Montparnasse en lo que fue la mañana más fría de esta temporada. El primero en aparecer fue Oliveira, seguido de Charlie Parker, que llega arrastrando un saxo. El Señor de los Anillos salió de debajo de un sauce llorón. Sheridán Le Fanú aterrizó en su dragón volador. Melmoth, el Errabundo, se desenroscó de la flecha de la Sainte-Chapelle trayendo en hombros al bebé Rocamadour.

Mientras tanto, a orillas del Quai des Grands Augustins, casi debajo del Puente Nuevo (aunque es el más viejo) emergió el Nautilus chorreando agua, y el capitán Nemo saltó a tierra para acudir a tu entierro. Del submarino salieron también Arthur Gordon Pym y Robison Crusoe con su Viernes, su papagayo y su arcabuz. Corrieron, buscando el sur, por tus calles favoritas (la rue de l'Hirondelle y Git-le-coeur) sin oír las versiones disparatadas de los "bouquinistes" que -de tanto libro viejo que leen- creyeron que la Ile de la Cité se había transformado en el Barco Ebrio, siendo así que el Square du Vert-Galant semejaba una proa cubierta de algas y Notre-Dame, una popa cuyos arbotantes eran remos fenicios.

Algo más emerge del Sena para asombro de turistas: es Alejandro Dumas escribiendo en una bañera alrededor de la cual los tres mosqueteros cruzan sus aceros con Nemo, Pym, Crusoe y Viernes, porque quieren llegar antes a la cita contigo. Detrás viene una mujer despacio, una mujer que no proyecta sombra, y se llama Nadja.

Todos van hacia Montparnasse. Y ese “todos” son tantos que se embotella el tráfico y la ciudad deviene un estruendo de bocinazos y silbatos. Dos automóviles chocan, de uno se apea Monzón y del otro, Boutier -ambos en pantalones cortos y con guantes- intercambiando trompadas. Un locutor de radio se queja de que el mestizo estropee la cara tan bella del francés. Todos los teléfonos empiezan a sonar. Los perros a ladrar. Los gatos a maullar. Las palomas a zurear. Las gaviotas a chillar.

Los cronopios siempre duermen la mañana, pegados a las sábanas. Es por eso que sólo con semejante escándalo han comenzado a desperezarse, asomándose a las claraboyas, trepándose en los techos abovedados, contemplando el fascinante espectáculo de diez mil automóviles inmovilizados, y es tanta la gente que desesperada se mete en el metro que también estos acaban por atascarse y todo París se paraliza. Hasta el humo de las chimeneas se cristaliza en el aire; los cronopios más listos -entre los que están los clochards- se han percatado enseguida de que algo ocurre en el sur, hacia Montparnasse. Tus dos boxeadores predilectos han dejado de pelear y ahora corren hacia donde tú estás.

Todo fluye hacia ti, la ciudad entera ha invertido su diseño radiado y ahora todas las rues conducen a Montparnasse. Hasta las ráfagas de viento van en ese rumbo, arrastrando consigo a las gaviotas del Sena, y a las palomas de la Place de la Concorde. Algunos cronopios, perezosos o ingeniosos -que es casi lo mismo- en vez de bajarse de los tejados prefieren tender tablones de ventana a ventana, y así van pasando de un edificio a otro, hasta llegar a Montparnasse.

Todavía hay un metro que funciona: la línea 6, dirección Nation. Funciona porque pasa por Montparnasse Bienvenue. En la estación de Trocadero entran Cemí, Foción y Fronesis -cual de los tres más gordos-; pero están tan trocados -en Blanco y Trocadero- que en vez de ir directo hacen correspondencia en La Motte-Picquet, yendo a parar a Odeon, en la línea 10 dirección Gare D’Orléans-Austerlitz. El más sabio de los tres, que es José Cemí, decide tomar la línea 4, dirección Porte D’Orléans General-Leclerc (“¡otra vez Orléans!”, protestan Foción y Fronesis. “No es lo mismo Porte que Gare”, aclara erudito Cemí). Así lo hacen y salen a la superficie por la boca de metro de Raspail. Los tres resollando llegan al mismo tiempo que Dumas en su bañera pensativa, los dos boxeadores, los tres mosqueteros y los náufragos del Nautilus.
Manuel Pereira y Julio Cortázar. La Habana, 1980
En ese momento ocurre lo inesperado. Llegan les siete locos disputándose navaja en mano un juguete rabioso. Hay un hombre mirándolos, desde una esquina rosada, su mejilla decorada por una cicatriz rencorosa. El juguete rabioso tiene vida, y salta entre los contendientes, escapándoseles entre las piernas, toda vez que los siete locos miran boquiabiertos al cielo de donde desciende un globo que se posa crujiendo y desinflándose sobre unos plátanos deshojados. De la barquilla se descuelga Phileas Fogg cargando dos gatos, uno que habla alemán y se llama Teodoro W. Adorno; y otro que habla griego y se llama Demóstenes. El juguete rabioso -que carece de contornos precisos- se dilata hasta transfigurarse en un gordo coronado. Todos lo miran perplejos y exclaman algo así como “Hubo un rey” o “Ubu Rey”.

Otra mujer, “sola solita”, deambula por el Boulevard Saint Germain. Se le cae el bolso, se le cae la piel del zorro que cazó su abuelo en Lituania en el siglo XIX, se le cae la fosforera, todo se le cae; es un milagro ambulante. Se sienta a libar un whisky en el Deux-Magots. Es tan maga la Maga que nadie se explica todavía cómo estando tomándose un whisky en el Deux-Magots puede estar al mismo tiempo en Montparnasse, dando paseos ensimismados entre las tumbas.

Hay otra mujer apartada, que se apoya en un ángel de mármol con ganas de sollozar, ¿será Glenda, a quien tanto queremos?

Siguen llegando las criaturas de tu sueño interminable, tus más íntimos amigos, entre los que se mezclan autores y personajes en esta especie de huelga contra la muerte. Alguien (o alguienes) que anda(n) por ahí, son Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Llega en la máquina del tiempo Wells con una flor en la mano. Llega, en una máquina negra -que parece un murciélago-, Fantomás. Llega en otra maquinaria aún más inverosímil -porque es sutilmente inútil- Raymond Roussel con el afán de contarte sus impresiones de África.

Otros no tuvieron que venir de tan lejos, porque ya estaban allí esperándote desde años atrás: Maupassant -que no era santo de tu devoción- se aleja con su Bola de Sebo y un corito de famas. Huysmans se para de cabeza, es decir, al revés. Pero, sobre todo, están allí Tzara con su cara de hombre aproximativo y Baudelaire con su albatros.

Al lado de este último -competencia de raras avis- está Poe con su cuervo, haciendo muecas de epiléptico. De pronto aparece César Vallejo, cuya lápida reza: “Nací un día que Dios estuvo enfermo”. Un tal Lucas se desliza al fondo de este grupo. Cocteau llega tarde, envuelto en una nube de humo indescifrable, el gabán desflecado. Desde Nicaragua llega Rubén Darío vestido de mariscal.

Entre los que no han tenido que venir a verte -porque ya estaban allí- aparece la frágil silueta de Carol Dunlop -cámara en mano-, compañera de tu última aventura en la cosmopista que conduce a Marsella, que conduce a la vida, donde ahora estás, Julio, con todos tus invitados, en la gran fiesta de la imaginación. Otros irán llegando…
(*) Escrito en París, después del entierro de Julio Cortázar, el 29 de febrero de 1984.
Publicado en la Revista mexicana Día Siete (número 456), suplemento de
 El Universal, 17 mayo 2009.
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Encuentro casual, no casual
(Breve historia de una fotografía encontrada en Rayuela) 
Por Gabriel Mtz
Manuel Pereira en el entierro de su amigo Julio Cortázar.
 "El azar concurrente": fotografía encontrada en la edición de Cátedra
de Rayuela.


Comenzaba el sexto capítulo de Rayuela cuando me abordó una extraña curiosidad. Un rumor en mi mente trataba de encontrar a alguien conocido dentro de la historia. Un destello, un reflejo, una sombra. Tuve la sensación de estar sumergido en esas calles parisinas tan escrupulosamente descritas y trazadas. Decidí seguir leyendo en el orden del segundo libro. De pronto, mi compañero de viaje me preguntó si quería salir aquella noche a algún bar de la ciudad. Tuve que suspender la lectura y distraído, cometí la indiscreción de meter un dedo en la página equivocada. Cuando quedó resuelto que saldríamos en media hora a caminar por el centro en busca de cualquier lugar abierto en miércoles, volví al libro. Lo abrí sin sospechar de mi extravío, y fue ese error el que me permitió ver la fotografía del entierro de Julio Cortázar. Se cavaba la tumba en medio de la solemnidad del cementerio de Montparnasse, y al fondo, los finos árboles retorciéndose igual que delgadas manos de ancianas, anunciaban el atroz invierno parisino. Mis ojos regresaron al primer plano de la imagen. A la derecha, la presencia de un hombre alto, parado de perfil, que llevaba las manos en los bolsillos de un viejo gabán, hizo que me interesara en los detalles de su vestimenta. Más espectro que humano, llevaba el cuello levantado a lo James Dean, y el cabello largo ochentero. Era Manuel Pereira, mi maestro, en una foto de hace 26 años. Más tiempo del que yo tengo de vida, y sin embargo, comprendí que era otro juego de Julio Cortázar, era otro brazo que extendía Rayuela sobre la realidad del siglo XXI, otro brinco sobre una pierna en un azaroso 3 ó 5, un improvisado trompetazo de Coleman Hawkins; y me convencí de que este "encuentro casual era lo menos casual [...] y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico". [1] Era el eco de la amistad que no se desvanecía a pesar de la distancia en espiral entre la vida y la muerte, era un guiño –sin papel rayado– entre Julio y Manuel.

[1] Julio Cortázar. Rayuela. Cátedra: Madrid, 2007, p. 120.

abril 24, 2013

Entrevista en Telefórmula a Manuel Pereira


ENTREVISTA EN TELEFÓRMULA A MANUEL PEREIRA 
SOBRE SU VIDA Y SU MÁS RECIENTE PUBLICACIÓN: 
EL ORNITORRINCO Y OTROS ENSAYOS
"Pulso" de Telefórmula. Entrevistó Claudia Corichi. Ciudad de México. Abril 2013.
La entrevista comienza en el minuto 10:40

abril 10, 2013

Ser Cultos para ser Libres


Entrevista a Manuel Pereira:
SER CULTOS PARA SER LIBRES
Por Gabriel Martínez Bucio

En el 2004, el escritor cubano Manuel Pereira llegaba a México tras trece años de peregrinar por Europa y el norte de África. Cargaba únicamente dos maletas. En una llevaba su ropa, y en la otra, sus pertenencias más preciadas: el manuscrito de su novela Insolación, y algunas joyas de la literatura universal: ParadisoRayuelaCien Años de Soledad, y El Reino de este mundo, entre otras, todas dedicadas por sus respectivos autores. Fueron las únicas obras que pudo traer consigo desde España. Había perdido una biblioteca de tres mil volúmenes: “Ya no quiero acumular más bibliotecas. Ya he perdido dos, que es como perder a dos hijos entrañables. No quiero sufrir más a causa de los libros que uno tiene que dejar atrás por las turbulencias de la vida”, sentencia Pereira mientras se le asoma una reminiscencia de rumba en sus dedos que dibujan historias en el aire.
Nueve años después –como una variación de Monsieur Teste–, el escritor solamente atesora algunas obras en su estudio. Destacan los libros que ha escrito en México: Insolación (Diana, 2006), Biografía de un desayuno (Miguel Ángel Porrúa, 2008), Un Viejo Viaje (Textofilia, 2010), Mataperros (Textofilia, 2011) y el más reciente: El Ornitorrinco y otros ensayos (Textofilia, 2013). “En México encontré la alegría de vivir y las ganas de escribir”, dice Manuel mientras, emocionado, abre su nuevo libro y lo huele como si aspirara el alma de su propia creación.

1) ¿Por qué elegir al ornitorrinco (ese animal tan extraño) para el título de tu libro? En el París de agosto de 1986, mientras escribía mi ensayo “La verdad sospechosa”[1], me asaltó por primera vez la imagen literaria y plástica del ornitorrinco. Ese animal representa una misteriosa unidad cósmica: cosas distintas que de pronto se conectan formando una sola cosa. Esa heterogeneidad que se unifica es casi un método poético y mi estilo literario, por esa época, ya se orientaba en ese rumbo estético. 
En el ensayo mencionado está ya mi obsesión con ese animal tan extraordinario, al que, por cierto, nunca he visto en persona. El primer relámpago me vino de Einstein, pues en alguna página suya él compara el espacio-tiempo con un molusco. De la idea del molusco matemático, salté a la del ornitorrinco, animal que por aquel entonces creí descubrir en una curiosa imagen de El Bosco y también en una ilustración de Jean Colombe.
Este animal hubiera podido ser la mascota de Poe y de Baudelaire. Es la excepción de la excepción que Alfred Jarry anteponía a las aburridas reglas del positivismo y del cientificismo.
A partir de entonces he estado viendo o intuyendo ornitorrincos por doquier y a todas horas. Muchos años más tarde, retomé la idea del ornitorrinco combinándola con lo onírico, por asociación fonética y conceptual. Y de ahí surgió este libro de ensayos. 

2) ¿Qué temas tocas en El Ornitorrinco y otros ensayos (Textofilia, 2013)?
Los temas que abordo son aparentemente muy diversos, pero en el fondo, si te fijas, siempre estoy hablando de palimpsestos. Un Ornitorrinco es un palimpsesto biológico y, a partir de ahí, en todos mis ensayos, asoma esa noción. Aparte de eso, este libro tiene otra unidad temática, que soy yo. Como decía Montaigne: "yo soy la materia de mi libro".

3) Si tú mismo eres el eje donde giran estos ensayos ¿podrías contarnos cómo te iniciaste en el mundo de las letras?
Me inicié en la literatura de la manera más extraña: con un robo frustrado. Cuando tenía ocho años andaba merodeando por una librería de mi barrio junto con un amigo mataperros. De pronto, vi un libro de Julio Verne: Aventuras de un niño irlandés. Me fascinó la portada. Me lo eché dentro de la camisa y salí corriendo. Me persiguieron por la calle Obispo. Me agarraron y me llevaron al cuartel de la policía. Allí apareció mi padre y soltó ante los uniformados un conmovedor discurso que incluía dos citas de Martí. Una rezaba: “robar un libro no es robar”, cita apócrifa; y “hay que ser cultos para ser libres”, esta vez auténtica. Esas dos frases –mezcla de verdad con mentira– se me quedaron grabadas y desencadenaron toda mi experiencia literaria posterior. Ahí empezó mi ya larga aventura intelectual y espiritual.

4) ¿Cómo reaccionó tu madre ante el suceso?
Mi madre, abochornada porque había intentado robarme un libro en la librería más elegante de la ciudad, decidió poner fin a esas travesuras. Me compró, poco a poco, todos los libros de Verne. Así empecé mi primera biblioteca integrada únicamente por obras de ese autor que me encandiló y que sigo releyendo todavía a mis años. Aquella biblioteca infantil creció con los años hasta alcanzar cuatro mil volúmenes. La perdí cuando me fui de Cuba para siempre. Luego otra biblioteca creció a mi lado allá en Barcelona: tres mil ejemplares. También la perdí cuando me fui de España y vine a México.

5) ¿Cómo se ve reflejada esa infancia en tus cuentos?
Los mataperros. Pereira al centro.
A través de las correrías y peripecias de una pandilla de niños pobres en el barrio de La Loma del Ángel, en La Habana Vieja, donde nací y crecí. Por ejemplo, en mi libro Mataperros (Textofilia, 2012) se describe un mundo que, a ratos, se parece a Los Olvidados, de Buñuel. La forma de hablar de los personajes es la germanía de la Habana Vieja de aquel tiempo; este libro aspira a resumir el espíritu de aquella época...

6) ¿Qué olores evoca La Habana de tu infancia?
Hay dos etapas: antes de 1959, para mí todo olía a fufú de plátano, pero a partir de enero del 59, cuando entran los barbudos en la ciudad, todo olía a pólvora quemada. El océano no olía, probablemente porque naciendo a cien metros del mar, ya uno nace con esos efluvios en los pulmones y en el alma.

7) ¿Cuándo supiste que querías ser escritor?
Estando en el ejército, hacia 1966-67, con 18 años de edad, empecé a escribir cartas para los reclutas de mi campamento. Eran cartas para sus novias, que ellos me pagaban con cigarros. Todos me decían que yo escribía tan bien que las muchachas se enamoraban enseguida. Y por supuesto, tuve que escribir muchas más para aquellas novias que no eran mías, pero en cierta forma sí lo eran. Así fui descubriendo que tenía algún don para la escritura… Empecé a escribir poemas y cuentos. Fueron los primeros géneros que cultivé. Más tarde, ya desmovilizado, ejercí el periodismo mientras estudiaba artes plásticas. Después dejé de pintar, también dejé de escribir poesía, y me dediqué a la novela y al cuento. Posteriormente me inicié en el ensayo.

8) ¿Cómo fue que te hiciste discípulo de Lezama Lima?
Una remota tarde de 1969 me presenté en su casa, que, mira qué casualidad, quedaba muy cerca del apartamento de mi mamá. Yo había intentado leer su novela Paradiso, sin entender casi nada. Yo tenía 20 años y era demasiado inculto todavía para captar sus esencias. Pero eso, lejos de amilanarme, me impulsó a conocer al autor de aquel enigma. Toqué a su puerta. Salió su criada y me dijo que el gran escritor estaba durmiendo la siesta. “¿Es de la parte de quién?”, me preguntó. “Dígale que vino a verlo un joven poeta”. Ya yo me iba y ella estaba cerrando la puerta, cuando se oyó una voz baritonal desde el fondo de la casa que decía: “si es un joven poeta, déjelo pasar”. La criada me cedió el paso haciéndome casi una reverencia. Así empezó mi amistad y mi aprendizaje literario con aquel gran maestro. En mi ensayo “El curso délfico”[2] cuento todo esto y mucho más con lujo de detalles.

9) En enero de 1991 saliste definitivamente de la isla y unos años más tarde impartiste clases de literatura en una cárcel española ¿Cómo fue esa experiencia? Sucedió durante mi exilio en Barcelona, en 1996. Yo había impartido ya varios cursos de creación literaria en la capital de Cataluña y también en la mítica playa de Cadaqués. Una de mis alumnas era hermana del director de la cárcel de la isla de Mallorca y le habló para que yo impartiera mi taller literario allí a un grupo de reos seleccionados a partir de su interés en la literatura. El director aceptó mi plan, que fue considerado por la prensa española como “un proyecto pionero para la reeducación de presos”. El primer día, mientras yo me acercaba a pie a la cárcel y veía las manos saliendo por las ventanas enrejadas, gente gritando desde abajo, sentí que me iba a meter de cabeza en el infierno. “¿Qué rayos hago aquí?”, me pregunté, pero ya era demasiado tarde, ya estaba en la puerta presentando mis credenciales. Abrieron todas las rejas, pasé a entrevistarme con el director, y luego entré en un calabozo enorme, lleno de presos sentados en sus pupitres. Me miraban curiosos, algunos hacían muecas de desprecio o se reían burlones. Yo podía sentir que algunos me rechazaban, porque me vinculaban a la dirección del Penal: me veían como el enemigo. El director de la cárcel dejó dentro de la celda-aula a un guardia con arma larga parado al fondo. Eran unos treinta presos en total. Más hombres que mujeres. Había traficantes, ladrones, asesinos y hasta corruptores de menores. Yo había leído todos los expedientes 

En Ciudad Rodrigo, España, 1991.

delictivos de mis futuros alumnos un par de horas antes de entrar a la jaula para impartir mi primera clase. Empecé a hablar del poema “El Cuervo”, de Poe. En la mínima biblioteca de la penitenciaría había un solo ejemplar de Poe. Mandé a hacer fotocopias del poema. El guardia armado abría y cerraba el candado de la puerta de barrotes del calabozo-aula. Un reo me gritó desde el fondo: “¡Joder, este tío armado nos pone nerviosos, y así no se puede estudiar!”. Risotadas. Patadas. Puñetazos en los pupitres. Libretas lanzadas de una fila a la otra. Empujones entre ellos, palabrotas, ojos furiosos, amenazas. Yo sonreí. Le pedí al gendarme que saliera. Se negó. Mandé llamar al director, quien me susurró que el guardia era para mi seguridad. Le dije que no iba a pasar nada, aunque por dentro me daba cuenta del peligro a que me exponía. En mi infancia con los mataperros yo había aprendido algo esencial: se puede sentir miedo, pero jamás hay que demostrarlo. El guardia finalmente salió y cerró la puerta tras de sí. Me quedé solo en aquella jaula con aquellos treinta desconocidos. Seguí hablando de Poe como si nada. Cuando renuncié al custodio armado, me gané la confianza, y hasta el cariño, de aquel alumnado tan especial. Pasaron muchas cosas increíbles durante seis meses. Un preso, asesino confeso, tenía una novia, y ella se sentaba junto con él durante mis clases. Era bonita dentro de esa fauna tan vulgar que habita las cárceles. Les dieron un permiso a los dos. Y él la mató a ella durante el permiso. Lo sentí muchísimo, pues ambos me caían muy bien. Es curioso que habiendo empezado yo en la literatura delinquiendo terminara dándoles clases de literatura a delincuentes profesionales. Muchos escribieron cuentos que todavía conservo. Algunos no los firmaban, ponían seudónimos, y dejaban en mi mesa los textos antes de que yo entrara en el aula… en esos cuentos o poemas contaban sus peores fechorías. Yo sabía quiénes eran los autores, pero no lo daba a entender. Nunca le preguntes a un prisionero por qué está preso, mejor espera a que él te lo diga. El último día me hicieron una fiesta, con un cake y refrescos, dentro del calabozo académico. Fue uno de los momentos más emocionantes en mi ya larga experiencia magisterial. El elogio más bello que recibí de ellos fue el siguiente: “las horas que pasamos con usted, sentimos que no estamos presos, sentimos que esas rejas desaparecen y que somos libres”. Ahí comprendí, mejor que nunca, el valor de la cultura, y la importancia de aquella frase de Martí: “ser culto para ser libre”. Siempre los recordaré a todos, uno por uno, sus rostros, sus apodos, sus jergas hampescas, su armamento confeccionado con bolígrafos y cucharas, sus gestos violentos. Ahora que lo pienso: en cierta forma, fueron mis segundos Mataperros, o la reaparición de mis Mataperros en otro tiempo y en otra isla tan lejana de mi isla natal…

10) ¿Me podrías contar cuando Cortázar te llevó con las prostitutas en París?
Ja ja ja… Eso fue en la rue Saint-Denis. Me enseñó toda la calle, sus recovecos, sus sórdidos y tentadores callejones, algunos bares, los peep-shows, los trileros con sus mesitas casi en medio de la calle… aunque debo decir que mi otro Virgilio en esas andanzas infernales fue el pintor cubano Wifredo Lam, quien me descubrió el barrio de Pigalle, el Moulin Rouge, las prostitutas enfundadas en cuero restallando sus látigos en las esquinas… También tuve una Virgilia de lujo: Ugné Karvelis, la compañera sentimental de Cortázar, mujer cultísima que se parecía mucho a la Maga de Rayuela y que disfrutaba haciendo creer que lo era. Fue ella quien me enseñó a callejear por otros barrios más bien intelectuales: el Barrio Latino, la Sorbona, el mítico Café “Les Deux Magots” y el no menos legendario “Café de Flore”, los bouquinistes con sus cofres verdes a orillas del Sena, la librería esencial “Shakespeare and Company”, y la misteriosa calle “Git-le-Coeur”, donde yace su corazón.

11) ¿Tienes alguna anécdota sobre tu obsesión de buscar lugares sagrados de la literatura mundial en tus viajes? Buscando la casa de Proust en París descubrí que era un banco y no había ni una sola placa conmemorativa. ¡Qué horror! Y eso que estaba nada más y nada menos que en París.
En la playa de Lido andaba yo tras los pasos de Thomas Mann. Fui al Gran Hotel des Bains, donde él se alojó y concibió Muerte en Venecia. Pasé por la terraza, no vi ninguna placa ni nada que aludiera a él. Fui a ver al recepcionista, le pregunté si había alguna habitación dedicada al escritor alemán, pues suponía que debía haber una habitación que lo recordara (como sí ocurre con el hotel donde murió Oscar Wilde en la calle de Beaux Arts, en París); entonces el recepcionista muy elegante de guantes blancos, botones dorados, etc., cogió un gran libro, checó una larga lista de nombres y me dijo: “lo siento mucho, el señor Thomas Mann no está alojado aquí”. ¡Increíble! Salí de allí perplejo y me senté en la arena a contemplar el mar.

12) ¿Cómo fue tu relación con García Márquez?
A pesar de sus inclinaciones políticas, que respeto pero no comparto, el Gabo fue un maestro para mí, alguien que además me ayudó a difundir mi primera novela (El Comandante Veneno) en Italia, y siempre le estaré agradecido por eso. Hace poco lo encontré en su cumpleaños. Después de muchos años sin vernos fue un encuentro muy afectuoso. Nos pasamos parte de la velada juntos comiendo un cake de chocolate. Él me robaba pedazos, como un niño travieso. En un momento dado, le recordé que él me había recomendado un libro que me impactó mucho. “¿Qué libro?”, me preguntó. “El primer viaje en torno al globo, de Pigafetta”, le contesté. “¿Pigafetta? No lo recuerdo. ¿De qué trata ese libro? ¿Me lo puedes prestar?”. En ese instante comprendí que el tiempo había experimentado un brusco giro poniéndome a mí en la situación de revelarle a él algo que él me había enseñado treinta años atrás. ¡Alucinante!

En París, escenario de su novela Toilette.
13) Antes de sufrir el exilio definitivo, trabajaste como agregado cultural de Cuba ante la UNESCO. Pero ¿por qué renunciaste a tu cargo en 1988?
La perestroika y la glasnost fueron dos procesos que me ilusionaron mucho, a diferencia de la posición oficial cubana, opuesta a introducir la más mínima reforma en la isla. Estas fueron las principales discrepancias ideológicas con mis superiores por las que renuncié.

14) ¿Qué repercusiones tuvo esa renuncia en tu vida?
En vez de quedarme en París, volví a Cuba. Casi todos me dijeron que estaba loco. Mi padre estaba muy enfermo y yo quería estar cerca de él en sus últimos días y asistir a su entierro. Esta fue la razón emocional más poderosa de mi “locura”.
Pero también regresé a la isla pensando, ingenuamente, que el gobierno cubano, pese a sus alergias a las reformas, acabaría adoptando alguna variante tropical de la perestroika y de la glásnost. Sin embargo, descubrí con una mezcla de dolor y estupor que el estalinismo no era algo que le hubieran impuesto a Fidel Castro en una de las encrucijadas de la Guerra Fría, sino una forma de gobierno que le venía como anillo al dedo para satisfacer su infinita sed de poder total. Pasé dos años en el ostracismo interior, ninguneado, sin empleo, al final incluso amenazado. Tras la muerte de mi padre y en cuanto se presentó la ocasión, hice las maletas y me fui a Alemania con el firme propósito de no regresar nunca más.

15) ¿Cómo ha afectado la censura en Cuba a tu obra?
Hace más de veinticinco años que en la isla no se publica ni un solo renglón de mi autoría. Estoy en la famosa lista negra, soy un fantasma en mi país natal. Pero con ese ninguneo tan prolongado, me han convertido en una leyenda. La censura suele ser la mejor forma de publicidad para un escritor, y además es gratuita. Hace poco supe que mis libros se fotocopiaban en la isla, pasando clandestinamente de mano en mano. Ahora, con las nuevas tecnologías, muchas más personas me leen, o saben que existo, ya sea por internet, por facebook, por twiter, etc.

16) Si pudieras definir brevemente a Fidel Castro, ¿qué dirías?
Fue un hombre al que yo admiré mucho en mi niñez. Fue mi héroe, y el de millones de cubanos. Alguien que finalmente prefirió ser temido a ser amado. Y por eso nos ha defraudado a tantos. Casi todo lo que hizo bien al principio con su cabeza y con su corazón, lo destrozó después con sus botas. A veces siento lástima por él, por la manera en que estropeó sus mejores posibilidades dando al traste, de paso, con las del país. Lo más patético es que ha vivido lo suficiente para ver cómo otros desmantelan el tinglado que él armó.

17) ¿Y al Che, cómo lo definirías?
El Che es la honestidad en el error. Él creyó en su error, que fue múltiple: ideológico, económico, geopolítico, estratégico… pero por lo menos fue consecuente con sus convicciones y murió por ellas, lo cual no quiere decir que sea un ejemplo a imitar. Porque alguien que está dispuesto a matar por sus ideales, puede también matarnos si descubre que no pensamos exactamente como él. Y eso es un crimen político. Por otra parte, es una ironía de la historia que siendo él tan anticapitalista haya terminado decorando camisetas o playeras, tazas, mecheros, pantalones vaqueros, o sea, convertido en un ícono más del consumismo. Del comunismo al consumismo, no hay más que un paso.

18) ¿Para ti qué es el exilio?
El exilio es la muerte, pero también puede ser la resurrección. El mío comenzó en 1991 y ha sido un duro renacer. Mueres y renaces, en una dolorosa palingenesia.

19) ¿Piensas volver algún día a Cuba?
Cuando aquello cambie real y profundamente, tal vez entonces volveré.

20) ¿Qué sería lo primero que harías al regresar?
Presentación El Ornitorrinco y otros ensayos.
Ante todo, visitar las tumbas de mis seres queridos. Después, si me alcanzan las fuerzas, volver a subir la montaña de El Veneno, en la Sierra Maestra, donde alfabeticé a cinco campesinos a los 12 años de edad.
21) ¿Qué encontraste en México?
Aquí recuperé las ganas de escribir. Descubrí la alegría de vivir, un pueblo muy noble, donde hasta los más humildes son muy educados, en el sentido de urbanidad; encontré una verdadera economía de mercado libre en los tianguis que descienden de aquel mercado de Tenochtitlán que tanto fascinó a Hernán Cortés y a Bernal Díaz del Castillo. Aquí encontré la picaresca, un sentido del humor muy próximo al cubano, los albures, la simpática costumbre de ponerle apodos geniales a todo el mundo, los manjares más fascinantes, los desayunos más pantagruélicos, el surrealismo a cada paso, las mujeres más bonitas, risueñas y apapachadoras del mundo.

22) ¿Qué década de tu vida recuerdas con más cariño?
Mi época favorita es cuando yo tenía 21 años. Mis padres estaban vivos. Yo comía con mi abuela todos los días. Era periodista en una revista de mucho prestigio dentro de la grisura oficial predominante en la prensa cubana. Tenía novias muy bonitas. Tenía al mejor maestro de literatura del mundo: José Lezama Lima. Viajaba mucho por las provincias descubriendo centímetro a centímetro mi país. Tenía excelentes amigos en la revista donde trabajaba, todos poetas, músicos y locos, todos brillantes. ¿Qué más podía pedir?

23) ¿Cómo es tu proceso de creación?
Trabajo mucho con la intuición, casi en estado de trance, pero también programo más o menos toda la estructura de la novela, capítulo tras capítulo. Algunas situaciones cambian mucho entre lo planeado y lo finalmente publicado. Lo más importante es tener bien claro, desde el primer momento, cuál será el final. Lo demás es refinar el lenguaje, dotarlo de calidad poética, para que la novela no sea tan solo un simple pasatiempo para leer en el tren o en el avión, sino también una forma del conocimiento, un destello en la oscuridad, capaz de enriquecer espiritual e intelectualmente a los lectores.

24) ¿Qué ha cambiado en Manuel Pereira a lo largo de los años?
Me he quedado calvo, las nieves del exilio me han tumbado la techumbre. Lo que no he perdido es la capacidad de reírme de todo, incluso de mí mismo.

25) ¿Qué tiene de especial tu vida en estos momentos?
Soy un volcán en erupción, escribo sin cesar. Soy un géiser de creatividad. Estoy lleno de proyectos: literarios, académicos, culturales. ¡Ojalá Dios me dé tiempo para cumplir con todo eso!

26) ¿Qué es lo que más extrañas de Cuba?
Después de tantos años de desarraigo, ya casi no extraño nada. Yo perdí a Cuba, pero gané al mundo. Vivo según la sentencia de José Martí: “sin patria, pero sin amo”.

27) ¿La vida como escritor?
Una maldición divina, un castigo de los dioses.


Literatura: un espejo astillado que reinventa la realidad.
Felicidad: ¿qué es eso?
Lezama Lima: el Buda de la calle Trocadero 162 que me enseñó a ver lo invisible iniciándome en las lecturas profundas.
Borges: el otro Buda latinoamericano, esta vez en el Cono Sur, y al que lamentablemente no pude conocer.
Louis Ferdinand Céline: escritor siempre muy controvertido, literariamente es sin duda tan grande como Marcel Proust. Para mí Viaje al fin de la noche fue una lectura fundamental.
Franz Kafka: el genio de las atmósferas, un escritor expresionista que siempre logra envolvernos sin que sepamos cómo ni cuándo. Junto con Joyce y con Proust, es uno de los tres pináculos literarios del siglo XX.
Fernando Pessoa: el poeta que se multiplicó a través de sus heterónimos enriqueciéndonos a todos.
Jorge Cuesta: alquimista genial injustamente olvidado. Deberían poner su estatua en el Paseo de la Reforma.
Alfonso Reyes: Es Sócrates extraviado en un tianguis, o Platón ante la Visión de Anáhuac. Es el embajador del Helenismo en México.
Harold Bloom: El mejor crítico y teórico literario norteamericano vivo, sin pelos en la lengua, políticamente incorrecto.
Lautréamont: uno de mis demonios más recurrentes, que me persigue desde hace 43 años.
Platón: Siempre hay que releerlo. Fue uno de los heterónimos de Sócrates.
El amor: ¿a cuál de las tres o cuatro formas de amor te refieres?
La muerte: es vía, no término.
Los padres: lo más sagrado.
París: la ciudad donde aprendí a pensar.
Ciudad de México: Patria del Surrealismo y el lugar donde probablemente me toque morir.

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[1] Biografía de un Desayuno. Miguel Ángel Porrúa. Ciudad de México: 2008.
[2] Este ensayo forma parte del libro Biografía de un desayuno, Editorial Miguel Ángel Porrúa, México.