julio 22, 2016

Ruleta rusa con cerezas

RULETA RUSA CON CEREZAS
Por Manuel Pereira

Fotograma de El cazador, de Michael Cimino.


Recientemente fallecieron, casi al mismo tiempo, dos gigantes del Séptimo Arte: el norteamericano Michael Cimino y el iraní Abbas Kiarostami.

En 1979 yo formaba parte de la delegación cubana en el Festival de Berlín donde proyectaron la película de Cimino The Deer Hunter (El cazador), la cual provocó un gran revuelo porque retrataba las torturas (físicas y psíquicas) que los guerrilleros vietnamitas infligían a los soldados americanos prisioneros, la peor de las cuales consistía en obligarlos a “jugar” a la ruleta rusa. En una de esas brutales escenas, aparecía al fondo de la cabaña de bambú un retrato de Ho Chí Min. 

En ese preciso instante, la delegación de cineastas vietnamitas -a dos filas de butacas por delante de la nuestra- se levantó y salió de la sala oscura. En efecto dominó, más solemnes que airados, las delegaciones de los países comunistas hicieron lo mismo. Soviéticos, germano-orientales, búlgaros, checoslovacos y polacos se retiraron de la sala en protesta contra las imágenes que se sucedían en la pantalla. Ritual de anatema practicado quisquillosamente por los países del campo socialista durante la Guerra Fría.

El cineasta Pastor Vega -jefe de nuestra delegación- no tardó en pedirnos que saliéramos en fila india. La orden venía de “arriba”, dijo apuntando con el índice al techo, pero en rigor el ucase no procedía de La Habana, sino por carambola desde Moscú. A partir de ese momento los medios alemanes e internacionales no hablaban de otra cosa: la crisis política provocada por el filme de Cimino.

El escándalo que se armó fue tan colosal que al día siguiente las autoridades de Berlín (o las del Festival) nos “invitaron cordialmente” a abandonar el hotel Kempinski. Tuvimos que hacer maletas a toda prisa y salir, casi corriendo, de la ciudad cruzando hacia Berlín Oriental a través de la Puerta de Brandeburgo. Los soldados norteamericanos allí apostados nos miraban con una mezcla de perplejidad y curiosidad, mientras que, al otro lado, los guardias de frontera soviéticos, nos recibían como “invitados especiales” con saludos militares. Con ocho grados bajo cero, aquello parecía la clásica secuencia de una película de intercambio de espías.

Yo lamentaba haberme perdido una película que prometía tanto. Durante muchos años soñé con verla completa hasta que, ya en mi exilio europeo, pude cumplir ese deseo y comprobar que es una obra maestra. No podía ser de otro modo contando con una exquisita banda sonora y las brillantes actuaciones de Robert De Niro, Christopher Walken, Meryl Streep, John Cazale, John Savage…

Los detractores de Cimino lo acusaron de “fascista” y “reaccionario”, llegaron a definir su filme como la “versión del Pentágono sobre la guerra de Vietnam”. Pero El cazador no es un filme bélico sino más bien antibélico, que habla de la amistad y de cómo el dolor la incrementa. Lo esencial -lo que no supieron o no quisieron ver los críticos superficiales- es el tema del amor al terruño y a los amigos.

Muy ajeno a lo anterior parece ser el cine de Kiarostami, quien elabora poemas visuales con el argumento recurrente de la búsqueda de alguien, ya sean actores, un condiscípulo o cualquiera capaz de enterrar a un inminente suicida…

Su cine es bello como un azulejo de Isfahan. En ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987) el azul se extiende como la sombra elástica de los gatos persas llamados “azules”. Es una seña de identidad que irradia desde las minas de lapislázuli de Persia.

Ya desde el primer fotograma vemos una puerta azul, el pantalón del niño es azul. La ropa tendida, azul. Diversos tonos de azules convierten la pantalla en paleta de pintor. Como dijo el cineasta: “nunca he estudiado cine, sí pintura en Bellas Artes”. Así destila Kiarostami un lenguaje cromático que va bordando una intrincada alfombra persa.

En El sabor de las cerezas (1997) los colores cambian a la gama cálida. El aspirante a suicida recorre en su camioneta las afueras de Teherán donde el polvo rojizo de las canteras flota sobre montes de escasa vegetación. La ropa del protagonista es carmelita, y habla de la tierra constantemente, casi como si pudiera comerse, o ella comernos a nosotros. Cuando un taxidermista turco exhorta al suicida en potencia a desistir recurre al sabor de las cerezas, y entonces pareciera que saboreamos con los ojos la sinestesia de un poema de Omar  Khayyam.

La conexión secreta entre esta película del iraní y la del estadounidense es que se trata de dos candidatos al suicidio: uno rechazando el sabor de las cerezas y otro jugando al azar con un revólver cargado con una sola bala. Ruleta rusa con cerezas.



Un cubano en México (entrevista)

UN CUBANO EN MÉXICO
Entrevista a Manuel Pereira
Por Jorge Plata

La obra de Pereira es rica en ambiente y narrativa. Cada uno de sus personajes es situado en una posición de cambio inminente, en donde todo su alrededor parece saber algo que él desconoce. Su trabajo empezó en Cuba, su país natal, pero en 1991 tomó las maletas para no regresar nunca más. Desde entonces ha vivido en varios lugares, pero ahora es en México donde radica desde hace ya varios años. En Textofilia han estado publicando su obra de narrativa y ensayo, pero es sobre sus novelas (Mataperros, Un viejo viaje, El beso esquimal) la entrevista que me atreví a hacerle a este importante escritor.

JP: Naciste en Cuba, ¿pero sigues siendo cubano?

MP: Claro, aunque he vivido experiencias en otros países que me han enriquecido, uno nunca deja de ser de donde nació. Ese cordón umbilical se alarga elásticamente a lo largo y ancho del mundo, haciéndose cada vez más delgado, hasta casi desaparecer, pero en rigor nunca se extingue del todo.

JP: ¿Por qué escribes?

MP: Mi padre era grafómano, escribía en todas partes: paredes, papelitos, en las portadas y las tripas de los libros que leía, etc… Tal vez por ahí me llegó algo genético o más bien mimético. No lo sé. En realidad escribo para entender el misterio de la vida. La literatura, para mí, es una forma de conocimiento, no sólo entretenimiento. Ya sé que eso no es muy comercial, pero mi mayor ambición no es volverme millonario, ni acumular montones de premios, todo lo cual es una vulgaridad.

JP: ¿Quiénes son tus influencias a la hora de escribir?

MP: Ya estoy muy lejos de las influencias del primerizo. Cuando empecé a escribir narrativa, allá por 1972, tenía influencias de García Márquez y de Alejo Carpentier… Que luego fueron mezclándose con los estilos de otros autores europeos muy poderosos hasta desvanecerse todo, como en un remolino borroso de donde surgió finalmente mi voz. Fue un proceso lento y largo, que incluyó barbechos o zonas de silencio. También influyen en mí la buena música, la mejor pintura, el gran cine, los museos, un gato estirándose, la siniestra sombra de un campanario, el silencio de la noche, el vuelo de una lechuza, la brisa del mar que nos cuenta la historia universal…


JP: El nombre de Manuel Pereira es en sí un misterio en tus novelas. En Un Viejo Viaje es el novelista que lee tu personaje de pintor para distraerse de sus ideas de persecución a través de su último viaje, y en El Beso Esquimal es un escultor portugués, ¿por qué este afán de crear dualidad entre tu nombre de escritor y la vida del personaje que retratas en cada novela?

MP: Es un recurso literario llamado “mise en abyme”, o “puesta en abismo”, donde multiplico el álter ego del personaje protagónico, o sus dobles, o sus heterónimos. Siempre me han gustado esos juegos de espejo donde aparece un sosías. Finalmente, como dijo Rimbaud: “yo es otro”. No es nada nuevo, sólo que yo trato de hacerlo desde un ángulo un poco diferente. Por cierto, el escultor portugués existió realmente, y me gusta pensar que fue algún ancestro mío, aunque no he podido comprobarlo. Pío Baroja decía: «todo lo que no es autobiografía, es plagio».

JP: Con qué protagonista de estas novelas editadas por Textofilia te identificas más ahora: ¿El inocente que está tratando de comprender la vida a su alrededor, el temeroso pero radical que siente que le deben una vida mejor, o aquel que anhela que las cosas hubieran sido diferentes para su familia sin poder hacer mucho al respecto?

MP: Me identifico a medias con mis personajes que, en realidad, si se examina el conjunto de mi obra, son tres. Esos tres han ido creciendo a lo largo de diversas novelas. No tengo preferencias por ninguno en particular. Parafraseando a Rimbaud me gusta afirmar que: yo soy otros. Lo que al principio iba a ser una trilogía se convirtió en tetralogía y, luego, en pentalogía. Aunque cada una de mis novelas puede leerse por separado, mi plan es que algún día configuren una continuidad, formando una suerte de retablo historiado, o un gran fresco mural de mi país y de la época que a mi generación le ha tocado vivir.

JP: ¿Por qué decidiste vivir en México tras tu exilio?

MP: Mi exilio empezó en Alemania, luego siguió en Francia, más tarde en España y finalmente aterricé en México donde amigos cubanos y familiares insistieron en invitarme. Necesitaba estar más cerca de la isla natal, más cerca de mis fantasmas; también quería cambiar de aires. Europa ya me tenía harto, ya había aprendido todo lo que había que aprender allá. Por otra parte, buenos amigos mexicanos me  ofrecieron dar clases en la Iberoamericana y en el Instituto Cultural Helénico. Así que volví a hacer maletas y emprendí mi segundo destierro. Exilio dentro de otros exilios, como las matriuskas rusas. Cuando uno ya está muerto, se puede volver a morir varias veces sin mayores problemas.

JP: ¿Podemos esperar en el futuro una novela tuya que esté situada en México?

MP: Es muy probable, pero de momento estoy enfrascado en otra novela con escenario cubano. Tal vez después de esa venga México, al que he dedicado ensayos que me gustan mucho.

Tampoco te pierdas Mataperros, otro de sus libros editado por Textofilia.



julio 03, 2016

Nidos de Águila

NIDOS DE ÁGUILAS
Por Manuel Pereira

Algunos países, pequeños y pobres, despliegan más celebridades literarias que ciertas potencias con economías más pujantes. Esas naciones no sólo atesoran más personalidades, sino que, en ocasiones, éstas superan en brillantez a sus pariguales en las metrópolis.

Tal es el caso de Cuba y también el de otra isla: Irlanda, cuyo preludio es la asombrosa filosofía del inmaterialismo del obispo Berkeley (1685-1753). Le sigue Laurence Sterne con su Tristram Shandy (1767), novela fundacional que rompió los rígidos moldes del género en su época. 

Aparte de elevar la primera estrella irlandesa hasta el firmamento de las letras universales, Sterne anunció a su coterráneo James Joyce en el tratamiento del tiempo interior, el humor paródico, la sátira y el experimentalismo. A su vez, con la novela Ulises (1922), Joyce protagonizó (junto con Proust y Kafka) la copernicana revolución narrativa en Occidente. 

Otros inmortales de la Isla Esmeralda son Jonathan Swift (Los viajes de Gulliver, 1726), Oliver Goldsmith (El vicario de Wakefield, 1766), Charles Maturin (Melmoth el errabundo, 1820); Sheridan Le Fanu (Carmilla, 1872), Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray, 1891), Bram Stoker (Drácula, 1897), George Bernard Shaw (Pigmalión, 1914), William Butler Yeats (La Torre, 1928), Samuel Beckett (Esperando a Godot, 1952) …

¿Por qué allí han tenido lugar tantas hazañas literarias? ¿Será por la cerveza negra Guinness o por sus desayunos con salchichas, beicon, huevos fritos y pan de papa? ¿Será por la mítica canción de Molly Mallone, por San Patricio y el trébol de tres hojas? ¿Acaso influyeron los acantilados, las frecuentes lluvias, las torres circulares medievales? ¿Será porque según Freud: “los irlandeses son la única raza impermeable al psicoanálisis”? ¿Tendrá algo que ver la tradición popular del Limerick, esa forma poética chistosa, a veces obscena, siempre descabellada?

Los irlandeses se rebelaban contra la lengua de los ingleses, pero no ignorándola, sino recreándola o reinventándola. Esa rebeldía fue creadora, pues se tradujo en laboratorio literario, en experimentación, en desenfado, en osadía. 

Por su parte, los ingleses parecen reverenciar tanto su lengua que la encorsetaron. Algo similar sucedió en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo pasado con el Boom latinoamericano. Los hispanoamericanos somos a España lo que los irlandeses a Inglaterra. Hemos enriquecido la lengua modificando las nociones de novela y de poema. Hemos flexibilizado, agilizado y modernizado el castellano. 

Joyce decía: “yo no escribo en inglés, sino en anti-inglés”, lo cual explica su revolución del lenguaje, su irreverencia ante la lengua dominante, sus juegos de palabras casi intraducibles.

Otro país que genera talentos a manos llenas es Rumanía, la nación más pobre de Europa, después de Bulgaria. Por ejemplo, el poeta Tristan Tzara, fundador del Dadaísmo; Brancusi, el escultor que logró la síntesis de las formas, Paul Celan, el poeta de la lengua adánica; el audaz pensador Emil Cioran, el dramaturgo del absurdo Eugène Ionesco, el insondable Mircea Eliade…

Todos estos creadores en estado de gracia triunfaron fuera de ese país tan vampirizado por la Historia, huyeron del ambiente pueblerino en el que les tocó nacer. 

¿Por qué, sin dejar de ser rumanos, se volvieron internacionales? La respuesta más conocida la dio el escritor brasileño Oswald de Andrade en 1928 con su Manifiesto Antropófago: una apología del salvaje que devora la cultura del colonizador. El colonizado -o primitivo- deglute y digiere la cultura europea incorporándola a su fuerza telúrica y ancestral, con lo cual su poderío -elevado al cuadrado- se universaliza. 

Lejos de ser privativo de Brasil, este canibalismo del espíritu es global, como se vio a partir del período Heian cuando Japón adquirió su personalidad literaria escribiendo ya en japonés (silabarios) y no en chino. 

Estos metabolismos culturales se extienden a otras partes de nuestro continente. Ilustres antropófagos: Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Lezama Lima, Alejo Carpentier… 
Cincuenta años antes de la pantagruélica metáfora brasileña, ya nuestro caníbal mayor, José Martí, analizaba esa voracidad intelectual en una carta a José Joaquín Palma: “Es nuestra tierra (...) un nido de águilas; y como no hay aire allí para las águilas (...) tendemos, apenas nacidos, el vuelo impaciente a los peñascos de Heidelberg, a los frisos del Partenón, a la casa de Plinio, a la altiva Sorbona, a la agrietada y muerta Salamanca. Hambrientos de cultura, la tomamos donde la hallamos más brillante. Como nos vedan lo nuestro, nos empapamos en lo ajeno. Así, cubanos, henos trocados, por nuestra forzada educación viciosa, en griegos, romanos, españoles, franceses, alemanes.”



junio 18, 2016

La Patria Acústica

LA PATRIA ACÚSTICA
Por Manuel Pereira
Mapa de países en los que se habla español.
La patria (al menos para los escritores) es mucho más que un trozo de tierra, es también la lengua, sobre todo, el lenguaje. Eso lo descubrí en 1978, tras un viaje a la Unión Soviética. Al cabo de un par de semanas chapurreando y desempolvando los dos años de ruso que estudié de niño, volé de regreso a Cuba con una escala en Madrid. Llevaba tantos días sin oír mi propio idioma que al escuchar a todos hablando español en Barajas experimenté una especie de iluminación auditiva. Pasar de la lengua de Pushkin a la de Cervantes en cinco horas de vuelo fue una epifanía en la Trompa de Eustaquio. Acababa de aterrizar en la Patria Acústica.
Cuando oí a los camareros en la cafetería del aeropuerto, o a los guardias civiles con sus tricornios negros, sentí una alegría tan indecible que estuve a punto de abrazarlos. Recuperar la lengua materna, sumergirme de nuevo en el castellano, fue una experiencia casi metafísica, como si el avión que despegó de Moscú, en vez de transportarme por los cielos babélicos de las Europas, me hubiera catapultado hacia la reminiscencia en una inefable transmigración de las palabras.
Pasaron los años y vino el destierro: me fui a vivir a España. Y entonces empecé a descubrir las diferencias entre el español insular y el peninsular. Por mi trabajo de traductor, tuve que adaptarme al castellano castizo y renunciar, en parte, a mi léxico saturado de cubanismos. Fue una conmoción semántica. Por ejemplo, en vez de “jugo” tuve que acostumbrarme a decir “zumo”, o de lo contrario me miraban como si yo fuera un extraterrestre y no aceptaban mis traducciones en las editoriales. Si decía o escribía “máquina” o “carro”, también me miraban perplejos; había que decir “coche” (aunque me sonara a carruaje tirado por caballos). No podía decir “botar”, sino “tirar” o “arrojar”. Prohibido decir “¿ustedes quieren café?”, pues se imponía “vosotros queréis café?”... y así sucesivamente con un sinfín de giros, frases, modismos, palabras, que fueron invadiendo mi vocabulario (no la dicción ni el dejo habanero) a lo largo de trece años de exilio en España.
Pero todo eso cambió cuando a finales de 2004 llegué a México, donde empecé a rescatar del olvido ciertas palabras. Por ejemplo aquí dicen “plomero” -igual que en Cuba- y no “fontanero”, como en Madrid, ni mucho menos “lampista”, como en Barcelona.
Obviamente, al acercarme geográficamente a mi tierra natal, me aproximaba también a mi primera patria acústica. Aquí por fin podía volver a decir “jugo” recobrando un fragmento fonético de infancia. Por eso, cada vez que pronuncio esa palabra, la saboreo con más fruición que el jugo en sí. Comemos y bebemos recuerdos de la niñez en una restitución culinaria. De hecho, aquí consumo más jugos de naranja de los que se me antojan, acaso porque soy incapaz de diferenciar el apetito físico del espiritual, tal vez para desquitarme de todos los años que estuve obligado a decir y escribir “zumo”. Aquí, por fin, regresé al “ustedes” y me liberé del arcaico “vosotros” que me hacía pensar que estaba castigado en secundaria recitando a Zorrilla o protagonizando una obra de Lope de Vega.
En México felizmente puedo decir “botar” en vez de tirar. Aquí exhumé vocablos y giros entrañables, medio olvidados, recolectándolos como perlas extraviadas en el fondo del mar. Así, cambié el exótico “chaval” por el más consabido y jovial “chamaco”. Prescindí de la secuencia preposicional “a por” que tan anómala me parecía y me sigue pareciendo. En vez de “voy a por pan” ahora podía decir “voy por pan” o “a comprar pan”. Aquí puedo decir “carro” sin ningún problema. Sobre todo me encanta haber reconquistado el delicioso verbo “jalar”, que me recibe rotulado en  muchas puertas, lo mismo en los supermercados que en los bancos. Jalar: verbo náutico, al igual que “botar”, porque las Antillas fueron colonizadas por navegantes, piratas, bucaneros, filibusteros, negreros, contrabandistas y otras gentes de mar, razón por la cual la jerga marinera impregna nuestras formas de expresión orales y escritas. No se trata solamente de variantes coloquiales, no es mera cuestión gramatical, porque la lengua, el lenguaje, es el alma. Por algo será que el Verbo es la segunda persona de la Santísima Trinidad, y no en vano dijo Juan: “En el principio era el Verbo”.

junio 08, 2016

Glorias de Cuba

GLORIAS DE CUBA
Por Manuel Pereira
El cubano José Raúl Capablanca jugando partidas simultáneas de ajedrez, Londres, 1911.
Durante muchos años he oído en el extranjero la cantinela de que en Cuba no había educación ni cultura antes de 1959. Lo dicen académicos, intelectuales y artistas desinformados, o cínicos, en Europa, en EE UU y en América Latina. Es el fruto –tan mendaz como eficaz– de la propaganda oficial que los tontos útiles en diversos rincones del mundo corean como un mantra hasta la náusea. Más de cinco décadas de bombardeo mediático y autobombo sistemático por fuerza dejan su huella.
Nada nuevo bajo el sol. Desde Goebbels, Stalin, Gorki y Gronski la publicidad totalitaria consiste en mezclar fragmentos de verdades con mentiras a granel y repetirlos machaconamente.
Sabemos de los escritores –incluso clásicos– y los artistas "degenerados" proscritos por los nazis. Un proceso similar tuvo lugar en la Unión Soviética estalinista: autores borrados de libros de texto, excluidos de bibliotecas públicas. Pintores relegados al olvido. Retoques o montajes fotográficos de donde desaparecían destacados bolcheviques tras caer en desgracia. Geniales compositores prohibidos, etcétera.
Todos los utopistas radicales padecen esa vanidad patológica de reescribir el pasado, desacreditándolo como mínimo, borrando episodios o suprimiendo personalidades, para que la historia comience con ellos. Da lo mismo si se hace en nombre del proletariado o de la raza aria. El que más lejos llegó haciendo tabla rasa con el ayer, fue el camboyano Pol Pot.
Todos los utopistas radicales padecen esa vanidad patológica de reescribir el pasado, desacreditándolo como mínimo, borrando episodios o suprimiendo personalidades, para que la historia comience con ellos
Digan lo que digan, la cultura cubana ya atesoraba abundantes fulgores antes del 59. Por razones de espacio, estoy obligado a ser muy parco en la selección. En el siglo XIX: Félix Varela, "el primero que nos enseñó a pensar", como dijo su discípulo José de la Luz y Caballero. Otros pensadores criollos: Arango y Parreño, José Antonio Saco, Domingo del Monte, Bachiller y Morales, José Martí, Enrique José Varona. En poesía los talentos se multiplican: Zequeira con su Oda a la Piña, Rubalcava con Silva cubana, José María Heredia con su Himno del desterrado ¡tan vigente!, José Jacinto Milanés, el poeta esclavo Juan Francisco Manzano, el mulato humilde Plácido, Juan Clemente Zenea, Julián del Casal, Juana Borrero, el brillante José Martí... No podemos dejar de mencionar a dos geniales violinistas: Brindis de Salas y José White.
Más escritores importantes en el siglo XX: Mariano Brull con La casa del silencio (1916), José Zacarías Tallet con La rumba (1928), Nicolás Guillén, Emilio Ballagas, Eugenio Florit, José Lezama Lima, Gastón Baquero, Eliseo Diego, Fina García Marruz, el crítico Cintio Vitier, el poeta, narrador y dramaturgo Virgilio Piñera...
En ciencias ya tuvimos entre el XVIII y el XIX al médico Tomás Romay, al que siguieron el sabio y naturalista Tranquilino Sandalio de Noda, el investigador Felipe Poey, el doctor Carlos J. Finlay y el malacólogo Carlos de la Torre.
Las altas calidades se incrementan: el ensayista Jorge Mañach con su Indagación del Choteo (1928), el antropólogo Fernando Ortiz (Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, 1940), su discípula Lydia Cabrera con su obra maestra El Monte (1954).
¿Cómo es posible que una república "mediatizada", con una burguesía tan detestable y vendida al imperialismo, pudiera generar tantas lumbreras?
¿Cómo es posible que una república "mediatizada", con una burguesía tan detestable y vendida al imperialismo, pudiera generar tantas lumbreras? Y la lista continúa con el novelista Carlos Loveira (Generales y doctores, de 1920, y Juan Criollo, de 1927); Enrique Serpa con Contrabando (1938); Carlos Montenegro con Hombre sin mujer (1938); Lino Novás Calvo con Pedro Blanco, el negrero (1933), precursora de lo que se ha dado en llamar "realismo mágico" o "lo real maravilloso". Las mejores prosas de Alejo Carpentier ya se habían publicado antes de 1959: Viaje a la semilla (1944), El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953). En el costumbrismo humorístico tenemos a Eladio Secades con sus Estampas (1940). Aunque El Ingenio se publicó en 1964, Moreno Fraginals ya ganaba premios como historiador desde 1942. Tomás Gutiérrez Alea ya había estudiado cine en Roma hacia 1951 y su documental El Mégano es de 1955.
En las artes plásticas desfilan Fidelio Ponce, Víctor Manuel, Eduardo Abela, Carlos Enríquez, Mariano Rodríguez, Gina Pellón, Wifredo Lam, Guido Llinás, Agustín Cárdenas, René Portocarrero, Amelia Peláez, Acosta León, Antonia Eiríz, Raúl Martínez... Y no olvidemos al campeón mundial de ajedrez José Raúl Capablanca.
¿Puede la Isla, en los últimos 56 años, mostrar una pléyade como la del período republicano? Y todo eso sin Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), ni Ministerio de Cultura, sino más bien gracias al misterio de la cultura.


mayo 31, 2016

Selfie

SELFIE
Por Manuel Pereira
Autorretrato en espejo convexo, de Parmigianino, 1524.

El selfie está de moda, como si fuera algo muy moderno, cuando no es más que un antiguo recurso autobiográfico.

En El Matrimonio Arnolfini Jan van Eyck se autorretrató en uno de los personajes reflejados en el espejo de la pared del fondo, como confirma su firma encima del cristal convexo: Johannes de Eyck fuit hic 1434.  

A los trece años Alberto Durero se dibujaba a sí mismo. En 1498 lo vemos elegantemente vestido junto a una ventana, en otra tela aparece como Ecce Homo, incluso llegó a representarse desnudo: gran audacia para su tiempo.

Tras diez siglos de oscurantismo feudal, el autorretrato floreció impetuosamente, dejando atrás la Edad Media, época en la cual -salvo alguna excepción- los artistas no firmaban sus obras, reducidos a meros artesanos consagrados a ilustrar episodios bíblicos.

Este ninguneo gremial se extinguió con el Renacimiento, cuando el hombre ocupó la posición central cósmica antes reservada a Dios. Sea por vanidad o afán de inmortalidad, estas confesiones pictóricas potenciaron el individualismo, uno de los principales atributos de la modernidad.

Hacia 1500 El Bosco nos mira desde El jardín de las Delicias. En la tabla derecha -El Infierno Musical- su rostro surge debajo de un plato con una gaita. El Bosco transitaba ya hacia el espíritu renacentista y sus visiones oníricas se anticipaban 420 años al surrealismo.

Los creadores aprovecharon este subgénero pictórico para ahorrarse contratar un modelo y, también, para mostrar su evolución estilística así como sus abismos psicológicos, o simplemente para registrar los estragos del tiempo en la carne.

En 1513 Leonardo da Vinci nos regala su autorretrato: un minucioso dibujo a la sanguina donde descubrimos las arrugas, cada cabello y cada pelo de la barba de un sabio de 60 años.

A la sazón, Rafael Sanzio se incluía en un retrato colectivo rodeado de filósofos y científicos en La escuela de Atenas. A la derecha de este primer selfie grupal con celebridades, entre Zoroastro y Ptolomeo, el joven pintor nos mira fijamente.

En 1524, el Parmigianino emplea un espejo convexo -como el de Van Eyck- para revelarnos su rostro aniñado y la exagerada mano manierista en primer plano.

En1541 Miguel Ángel se autorretrata en El Juicio Final, el fresco pintado en la pared del altar de la Capilla Sixtina. San Bartolomé sostiene su piel desollada que cuelga con el rostro del pintor: un guiñapo humano en la parusía.

En 1600 el Greco se autorretrata en Toledo y 28 años después Rembrandt empieza a pintarse a sí mismo hasta acumular 90 autorretratos: lo vemos muy joven riendo, haciendo muecas en la tradición del tronie, sin bigote, con atuendo oriental y, al final, canoso y con boina.

Velázquez asoma en Las Meninas (1656) exhibiendo orgulloso la cruz de la Orden de Santiago que lleva en su pecho. La lista de los “selfies” inmortales sigue con Fragonard, William Blake, Ingres y David cuando se incluye en La coronación de Napoleón. Goya también nos dejó autorretratos, el más impresionante: “Goya atendido por el doctor Arrieta” (1820). En 1840 Delacroix se pintó con un chaleco verde y, dos años después, vemos a Courbet con un perro negro o, en otra imagen, gesticulando desesperado.

Van Gogh exploró su rostro en treinta telas: con sombrero de paja, con la oreja vendada y fumando pipa, con el sombrero de fieltro gris y un sol de pinceladas irradiando desde su puente nasal.

A finales del siglo XIX, Gauguin se representó con un Cristo Amarillo, con un ídolo maorí, con una aureola… poco después también Picasso cultivó este subgénero atesorando noventa autorretratos, igual que Rembrandt. Por entonces, los expresionistas también nos dejaron sus selfies: Kokoschka, Munch, Kirchner, Schiele… y el inclasificable Chagall se pintó con siete dedos.

El género siguió diversificándose y multiplicándose, desde Escher reflejado en una esfera de cristal, pasando por Frida Kahlo con La columna rota, hasta Francis Bacon cuyo rostro deformado nos sumerge en su estilo perturbador.

Cuando el daguerrotipo empezó a desplazar al caballete, el primero que se retrató ante un espejo fue Robert Cornelius en 1839. En 1865 Nadar se autorretrató en un globo aerostático, con prismáticos y sombrero de copa. El escritor Émile Zola, deslumbrado por la fotografía, nos dejó sus autorretratos. Selfies son también los simpáticos cameos de Hitchcock.

Hoy todo es más rápido y masivo, o sea, más superficial. Razón tiene el Eclesiastés: “vanidad de vanidades, todo es vanidad” y “no hay nada nuevo bajo el sol”.

(*) Publicado en LETRAS LIBRES, p.88, mayo 2016.

El Pañuelo de Sarduy

EL PAÑUELO DE SARDUY

Por Manuel Pereira
Conocí a Severo Sarduy en 1985, en una recepción del Centro Cultural de México en París. La calefacción estaba a tope y una masa de máscaras grotescas estilo Ensor me rodeaba. De pronto, Severo emergió entre los convidados y avanzó hacia mí, sudando a mares, para pedirme prestado un pañuelo. Sabía que yo trabajaba en la Delegación Cubana en la Unesco, pero a él no le importó y a mí tampoco.
Ambos teníamos referencias mutuas a través de nuestro amigo común José Lezama Lima, ambos nos habíamos leído sin conocernos personalmente. Ésa es una de las magias más poderosas de la literatura.
Después de secarse la calva de buda risueño, me devolvió el pañuelo empapado: "No te asustes con el pañuelo, porque todavía no tengo SIDA".
Nunca se perdonaría haber evitado a Gastón Baquero por tratarse de un exiliado. "Tener miedo es también un derecho humano", le dije
A pesar de sus muchos años en Francia, conservaba ese humor criollo capaz de reírse hasta de la muerte. Era un camagüeyano universal. De esa noche recuerdo su comentario sobre la posibilidad de visitar la Isla para ver a sus familiares. "Chico, yo soy una boba con miedo a volver, porque... ¿qué pasaría si me enamoro del miliciano de guardia en el aeropuerto y le doy un beso?".
En 1991 lo vi por última vez en persona. Estaba contento con su nuevo apartamento en el undécimo piso de una torre del Boulevard Pasteur. Me enseñó sus chinoiseries, sus muebles de estilo, y de pronto exclamó: "Esto es para que veas que no me olvido de nuestros orishas".
Entonces me descubrió una especie de closet secreto -casi el altar de un santero- donde guardaba con orgullo los fetiches, los dioses del culto afrocubano. Luego, asomándose al ventanal, añadió: "Me mudé a este barrio para estar más cerca del Instituto Pasteur".
Esta obsesión con el fantasma del virus la disimulaba muy bien cambiando de tema entre bromas y veras. Acababa de pasar de Editions du Seuil a Gallimard y estaba lleno de proyectos. Aunque ya circulaban rumores, yo lo veía muy saludable, siempre jaraneando. Mi optimismo se basaba en esa promesa de longevidad que atesoran los mestizos de mulato con chino en la Isla.
Un día le dije por teléfono: "¿Sabes que tienes cierto parecido con Olga Guillot?". "¡Yo soy su doble!", respondió orgulloso.
Siempre le agradeceré, esté donde esté, la frase que dedicó a mi novela cuando salió en Anagrama, en 1993, y que figura en la contraportada: " Toilette pone el acento en lo que ha sido rechazado por los milenaristas de nuestra aséptica civilización, ya que no es sólo un acto literario, sino una provocación al decoro de la higiene y la sanidad, devenido el único valor de nuestra cultura".
Imagino a Severo, muerto de risa, debajo de un sicomoro, compartiendo con Lezama sus pasteles de azafrán
Este náufrago literario escribió muchos buenos libros, entre los cuales yo destaco como su obra maestra: De donde son los cantantes, cuya tercera parte La entrada de Cristo en La Habana es brillante, porque parodia el cuadro de Ensor La entrada de Cristo en Bruselas mezclándolo con el ambiente carnavalesco de la entrada de los barbudos en La Habana en enero de 1959.
Cuando yo me instalé en Madrid, seguimos la amistad por teléfono. Sus carcajadas al otro lado del hilo no dejaban entrever nada de su enfermedad. Sólo una vez lo noté triste: su padre había muerto allá en la Isla, y él acababa de llegar del dentista. Estaba emborrachándose con whisky bajo el impacto de la noticia de su papá. En mayo de 1993 fue nuestra última conversación telefónica y no sentí nada alarmante. Lo único que me sonó un poco a despedida fue su confesión de que nunca se perdonaría haber evitado a Gastón Baquero, cuando él llegó a Madrid como becario, por tratarse de un exiliado. "Tener miedo es también un derecho humano", le dije. Me pidió que le trasmitiera sus disculpas a Baquero.
Al final, me anunció eufórico que ya la agente literaria Carmen Balcells tenía su último libro titulado Pájaros de la playa y soltó una risotada de niño travieso: "Ya sabes lo que significa pájaro en Cuba", agregó.
Fue su último chiste. Severo moría un mes después. Fallecer a los 56 años es prematuro en un escritor. ¿Cuánto más hubiera podido escribir? La muerte es la peor censora. Sigo sin creer que está muerto, porque su muerte es ambigua como su barroco, una especie de trompe-l'œil y porque se inscribe en la tradición de la mejor poesía cubana que empieza con Julián del Casal muerto de un ataque de risa durante un banquete. Por eso siempre imagino a Severo, muerto de risa, debajo de un sicomoro, compartiendo con Lezama sus pasteles de azafrán.

mayo 09, 2016

Guiños de Celuloide

GUIÑOS DE CELULOIDE
Por Manuel Pereira
Fotograma de Blade Runner, de Ridley Scott (1982).

El guiño es la recuperación de un fragmento arqueológico digno de recordación, el agasajo de un cineasta a otro, casi una doxografía, como en las antiguas filosofías griegas.
Lo doxográfico en cine consiste en rescatar alguna vieja escena olvidada del todo o a medias. Esta erudición retiniana se multiplica exponencialmente tachonando la mente del espectador con una creciente constelación de mensajes implícitos.
Por ejemplo, en Algunos prefieren quemarse (Some Like It Hot, 1959), Billy Wilder rinde tributo a los hermanos Marx cuando Marilyn Monroe se mete en la litera de Jack Lemmon seguida por las muchachas de la orquesta: alusión al abarrotado camarote de Una noche en la ópera (1935). Cuando Lemmon jala el freno de emergencia y todas salen disparadas cayendo al pasillo del tren es lo mismo que pasa en el camarote cuando se abre la puerta de sopetón y todos salen despedidos al pasillo del barco.
El guiño no es plagio, ni remake, sino admiración por un clásico. Cuando descubrimos alguna de estas muestras de veneración, experimentamos una íntima alegría, como si entráramos en la cueva del tesoro de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Visionar así una película, desde un nuevo ángulo, equivale a recibir un masaje en la retina, es la reinvención del cine dentro del cine.
En La palabra (Dreyer, 1955) tenemos a una bella mujer muerta que resucita. Lo mismo veremos en Bergman (Fresas Salvajes, 1957) cuando otra mujer, que finge estar muerta, abre los ojos soltando una carcajada macabra. El cineasta sueco repetirá este recurso en La hora del lobo (1968).
De nuevo Bergman, en La fuente de la virgen (1959), nos muestra a la criada envidiosa que contempla de lejos la violación de la doncella sin hacer nada. La sirvienta deja caer una piedra que rueda hasta el río. En Mouchette (Robert Bresson,1967) esa piedra se transfigura en otra muchacha violada que juega enrollándose en su vestido mientras rueda cuesta abajo hasta caer, fuera de campo, en el río. Por supuesto, todo esto remite a Ofelia -la enamorada de Hamlet- flotando muerta en el río, una escena a la cual recurrirá también Murnau con la esposa ahogada al final de Amanecer (1927), solo que aquí con happy end.
Esta fertilización cruzada de paráfrasis entre diversos directores crea una fulgurante telaraña, un juego de “imitaciones” que, con sus variaciones enriquecedoras, genera una capacidad de asociación visual superior: la facultad de detectar las más sutiles señales, todo un entrenamiento para la memoria ocular. Aprender a ver cine en profundidad es otra manera de desentrañar el enigma del mundo.
La película que más reverencias ha recibido es el Acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), especialmente la escena del cochecito con el bebé cayendo escalera abajo en Odesa. La evocación más obvia está en Los intocables (Brian de Palma, 1987) cuando en medio de un tiroteo reaparece el cochecito en la escalera de la Union Station de Chicago. Hasta Bergman le hace un homenaje al director ruso eFanny y Alexander (1982) con el cochecito y la muñeca volcados en los peldaños bajo la lluvia.
El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) ha sido un géiser de fuertes contrastes de luces y sombras. Este expresionismo también llamado “caligarismo” impregnó gran parte del Séptimo Arte, desde Casablanca (Curtiz, 1943) hasta El Proceso (1962), de Orson Welles.
La crisálida que extraen de la boca de un cadáver en El silencio de los inocentes (Demme, 1991) es una referencia a la misma mariposa que ya aparecía en Un perro andaluz (Buñuel, 1929). Este mismo insecto que lleva en la espalda una imagen semejante a una calavera humana, reaparecerá en Onegin (Martha Fiennes1999).
Las muestras de admiración se multiplican en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Cuando Harrison Ford entrevista a la replicante que actúa con serpientes pone cara de bobo y habla fañoso parodiando la escena de El sueño eterno (Howard Hawks, 1946) donde Humphrey Bogart hace algo muy parecido para interrogar a una vendedora de libros raros.
Blade Runner es un semillero de citas, por ejemplo, las visionarias vistas aéreas de los Ángeles de 2019 recuerdan las impresionantes maquetas de ciudades futuristas de Metrópolis (Fritz Lang, 1927)
En La soga (1948), Hitchcock rinde culto a la pintura cubana. Hacia los postres, durante una larga secuencia, vemos un cuadro del inconfundible Fidelio Ponce de León colgando al fondo. Se titula Cinco mujeres (1941)pero en verdad son cinco fantasmas que acuden a recibir el alma del estrangulado oculto en el arcón. No puedo menos que sentir sano orgullo ante esta metafísica tan cubana y universal.

abril 15, 2016

Crónica de una crónica no anunciada

CRÓNICA DE UNA CRÓNICA NO ANUNCIADA
Por Manuel Pereira
En 1981 yo impartía en la UNAM unas conferencias sobre cine cubano cuando recibí en mi hotel de la Zona Rosa una llamada de Gabriel García Márquez. Me pidió que acudiera a su casa, en la calle Fuego, en la zona exclusiva del Pedregal. Comimos en un restaurante cercano llamado El perro verde, o algo así. Me pidió que leyera su última novela, tenía prisa, era corta. ¿Cuál era el misterio de tanto apremio? Él sabía que me faltaban un par de días para regresar a La Habana. "Puedo leerla en el avión", le dije. No, tenía que hacerlo en México. Estaba tan apurado por darme el manuscrito que al salir de la fonda olvidó la billetera en la mesa. Se dio cuenta en su casa, y me pidió que fuera a buscarla al Perro Verde. El camarero era decente y la tenía guardada, a pesar de estar bastante abultada, como supongo deben estar las carteras de los escritores famosos. "Está todo", suspiró el Gabo tras contar los billetes.
Me entregó la novela. Empecé a leerla enseguida en su casa, y luego me encerré en el hotel para seguir leyendo. La leí en un par de sentadas, aunque sin saber qué esperaba de mí el famoso escritor. La historia de los dos hermanos que apuñalan a Santiago Nasar estaba bien estructurada, fluía eficazmente, como todo lo del Gabo; con su impecable prosa de orfebre, no faltaba ni sobraba una coma, los adjetivos eran precisos, los personajes, bien dibujados. Al día siguiente nos encontramos de nuevo. Entonces me dijo: "Eres el segundo lector de esta obra, después de Mercedes, por supuesto".
"Es un honor", respondí.
Pero... ¿cuál era el misterio de tanta prisa?
Me confesó que quería que Fidel lo autorizara a publicar este libro.
¿Por qué?
Porque había hecho un juramento público: no volvería a publicar mientras Pinochet siguiera en el poder. "Y el problema es que no se cae", refunfuñó. "Y mientras tanto, escribí esta obra y tengo muchas ganas de publicarla". Pero antes de romper su promesa anunciada debía consultarlo con Fidel.
En efecto, desde El Otoño del Patriarca (1975) el Gabo no había publicado nada de ficción. Demasiado tiempo en silencio para un escritor tan cotizado.
¿Y yo qué tenía que ver con todo eso?
— Quiero que le lleves este libro a Fidel.
— Yo no conozco personalmente a Fidel, no tengo acceso directo.
Dudó un instante y agregó:
— Pero sí conoces a Carlos Rafael Rodríguez, ¿verdad?
— A él sí lo conozco.
— Bueno, se lo das a él para que se lo dé a Fidel.
Luego quiso saber mi opinión sobre la novela, lo cual halagó al treintañero que yo era. Con mucho tacto, le comenté que su relato me recordaba vagamente a Rashomon ‒tanto los dos cuentos de Akutagawa como la película de Kurosawa‒ por aquello de los múltiples testigos o las diversas versiones sobre un crimen, pero él dijo que no, que su fuente de inspiración había sido el asesinato de Julio César. Pensé en los augures, en la fatalidad de la tragedia griega, y concluí que tenía razón, aunque lo japonés no se lo quitaba nadie al Gabo, como se evidenció más tarde con Memoria de mis putas tristes, tan afín a La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, ya desde el epígrafe.
Veinticuatro horas más tarde aterricé en La Habana y le entregué ese texto clandestino (no anunciado) a Carlos Rafael Rodríguez. Poco después Crónica de una muerte anunciada fue publicada simultáneamente en Colombia, en España, en México y en Argentina. Obviamente, el Gabo había obtenido el imprimátur de Fidel Castro, como compete a toda alta autoridad eclesiástica o ideológica. La Edad Media en estado puro.

abril 03, 2016

La increíble historia del triste Gabo y mi abuela bienamada

La increíble historia del triste Gabo y mi abuela bienamada
Por Manuel Pereira
Gabriel García Márquez con Fidel Castro y Carmen Balcells en los años 80 en La Habana. 

Un día cualquiera de 1983 llevé al Gabo adonde mi abuela, que vivía en un solar de La Habana Vieja, en la calle Aguiar número 105 esquina con Cuarteles. Era una gallega que había llegado a la Isla en 1926: año del devastador ciclón, año en que nació otro ciclón llamado Fidel Castro.
Yo quería que Gabriel García Márquez conociera a los pobres, que descubriera la otra cara de la luna, porque sabía que lo tenían siempre entretenido entre hoteles y casas de protocolo, en Miramar, en Cubanacán...
Al pie la Loma del Ángel, le mostré la carnicería de un paisano de mi abuela, expropiada y convertida en tugurio; también le enseñé varios negocios confiscados desde años atrás: la Guarapera de Cheo, transmutada en Comité de Defensa de la Revolución; la bodega de un asturiano transformada en accesoria de una cuartería, la panadería de un catalán cerrada a cal y canto, el puesto de frutas y verduras del chino, transfigurado en otro cuchitril. Por doquier, improvisadas paredes de bloques de hormigón sin repellar y antipoéticas rejas en las ventanas. Lo único pintoresco que quedaba en el barrio eran las tendederas en los balcones.
Los ojos de mi admirado escritor -ejercitados por su largo oficio de periodista- no perdían detalle. Subimos al primer piso de la casa de vecindad y fuimos hasta el fondo, entre galerías donde alguna vez hubo vitrales policromados de medio punto ya extinguidos.
¿Quién lo iba a decir? Un Premio Nobel en un solar habanero, pero mi abuela no sabía qué era la Academia Sueca, ni siquiera sabía dónde quedaba Suecia
¿Quién lo iba a decir? Un Premio Nobel en un solar habanero, pero mi abuela no sabía qué era la Academia Sueca, ni siquiera sabía dónde quedaba Suecia. Años atrás confundía a Carpentier con un famoso carpintero y, a Sartre, con algún célebre sastre de visita en la Isla. Era una aldeana casi analfabeta que, al desembarcar en La Habana con alpargatas y pañuelo a la cabeza, tuvo que sacar adelante a tres niños limpiando suelos y baños en promiscuos solares.
Entramos en su vivienda sin baño: un comedor, el dormitorio y una cocina pequeña. Mi invitado de honor lo miraba todo. Ella ofreció sus sillas destartaladas y un sillón con el mimbre roto. Nos sentamos a la mesa. Por vergüenza, no le enseñé al Gabo los malolientes inodoros y las duchas colectivas, que ella nunca usaba, pues prefería servirse de una palangana en su cocina tiznada, detrás una cortina de plástico.
Mi abuela enseguida sacó agua fría del trepidante refrigerador que ella llamaba "General Eléctrico", del 58, ya con algún desconchado en el esmalte blanco. Se puso a colar café. De las vigas de madera del techo caían piedrecitas cuando los niños de los altos correteaban. El Gabo miraba de reojo las paredes descascaradas. Preguntaba sobre asuntos de la vida cotidiana.
Mi abuela le enseñó la libreta de racionamiento y también su cajita mágica. En los frecuentes períodos de escasez de tabaco, ella -al igual que muchos otros- recogía en la calle colillas que luego destripaba para sacarles la picadura y con ella confeccionar sus "Tupamaros".
"¿Por qué Tupamaros?", preguntó el Gabo.
"Porque son clandestinos", respondí yo, y el autor de Cien años de soledad sonrió.
Ella le explicó el complicado mecanismo de la "maquinita", que era como una caja de dominó, en la que introducía la picadura, y luego jalaba hacia ella un palito a guisa de rodillo, como si fuera una ballesta, alargando una lengüeta de caucho, que hacía saltar un cigarrito recién enrollado y engomado con almidón.
A falta de papel para liar cigarrillos, usaba páginas casi transparentes del folleto Carta de España que le mandaban de la embajada. Pero como éstas eran pocas, también arrancaba hojas de una Biblia que no leía, pero que atesoraba como un talismán en su altar poblado de santos. Lo mismo se fumaba un versículo de San Juan que una sentencia del Eclesiastés.
"Me gustaría hablar del bloqueo y sus consecuencias, contando la imaginación de los cubanos para vencer las dificultades, pero no quisiera molestar a Fidel", dijo el escritor
Al salir, ya en la calle, el Gabo me confesó: "Me gustaría mucho escribir un libro sobre la escasez de los cubanos, tu abuela haciendo sus Tupamaros, la falta de dicha doméstica".
"Sería un libro magnífico", exclamé.
Se puso triste y agregó: "Me gustaría escribirlo, hablar del bloqueo y sus consecuencias, contando la imaginación de los cubanos para vencer las dificultades, pero no quisiera molestar a Fidel. No lo puedo escribir, porque es un libro que Fidel va a sentir como un ataque, y no quiero contrariarlo".
Después de eso, ya no insistí. Cada escritor elige su destino. En lo alto, mientras oscurecía, mi abuela se fumaba un capítulo del Levítico y el humo bíblico salía por su balconcito hacia la luna.