septiembre 21, 2011

MÉXICO Y FRANCIA



MÉXICO Y FRANCIA
Por Manuel Pereira
El Emperador Maximiliano de Habsburgo y la Emperatriz Carlota.

Entre las muchas sorpresas que atesora México está la persistencia de la huella francesa en la vida cotidiana. Estas reminiscencias se perciben sobre todo en la arquitectura y en algunos trazados urbanos, pero también en otros ámbitos no tan evidentes, pero no por ello menos relevantes.

Toda esta influencia empezó a tomar cuerpo con el austriaco Maximiliano y con las tropas de Napoleón III. Sin embargo, tres años de dominación francesa no bastan para explicar unos vestigios tan tenaces que llegan hasta nuestros días. En realidad, el apogeo de lo francés tuvo lugar durante el “porfiriato”.

Si bien fue Maximiliano quien abrió la “Calzada del Emperador” —ahora Paseo de la Reforma—, el verdadero esplendor de ese bulevar se debe a Porfirio Díaz, a quien algunos siguen llamando desdeñosamente “el afrancesado”. De hecho, no son pocos los que todavía le reprochan que haya elegido morir en París antes que en España.

El “porfiriato” (1876-1911) fue la época de mayor afrancesamiento en México llegando incluso hasta los intelectuales y poetas de ese período —los modernistas mexicanos—, quienes devoraban las obras de simbolistas, parnasianos y positivistas.

El Ángel de la Independencia en el Paseo de la Reforma.
El Paseo de la Reforma está inspirado en los Campos Elíseos de París. Si nos situamos en el Museo del Louvre, vemos esa perspectiva que arranca en el Arco de Carrousel y se prolonga por el jardín de las Tullerías pasando por el obelisco egipcio de la Plaza de la Concordia hasta llegar al Arco de Triunfo de l’Étoile.

En el Paseo mexicano no hay arcos triunfales, ni monolitos faraónicos, pero sí una serie de monumentos, vistos también en perspectiva, como el Castillo de Chapultepec y el Ángel de la Independencia. El trazo del Paseo de la Reforma reproduce la fórmula común en la Francia del Barón Haussmann. El urbanismo, la apertura de monumentales calles rectilíneas, el ordenamiento del paisaje urbano… todo eso viene del racionalismo, del cartesianismo.

Por otra parte, la Columna de la Independencia guarda cierto parecido con la Columna de Juillet que se levanta en la Plaza de la Bastilla. Ambas pilastras están rematadas por sendos ángeles dorados.

Evidentemente, el Castillo de Chapultepec —remodelado por arquitectos franceses en tiempos de Maximiliano— es un trasunto de Versalles. Quizá la mejor vista del Paseo de la Reforma es la que se aprecia desde el balcón del castillo donde se asomaba Carlota para ver venir a Maximiliano procedente del Zócalo, fatigado tras una larga jornada de trabajo imperial. Carlota y Maximiliano, toda una historia de amor, fuente inagotable de ficciones escritas y cinematográficas.

Castillo de Chapultepec, Ciudad de México.
Más tarde Porfirio Díaz viviría en aquel castillo y fue él quien lo amuebló con el lujo decorativo francés, el estilo Napoleón III, eso que también llaman neo-rococó: una escenografía digna de los personajes de un Watteau, un Fragonard o un Boucher.

Durante mis paseos por el DF, no me canso de descubrir vislumbres franceses por aquí y por allá. De pronto, una noche, me quedé boquiabierto junto al Palacio de Bellas Artes. ¿Dónde diablos estaba yo? ¿A dos pasos de la Casa de los Azulejos o en algún quartier parisino de dudosa reputación?

Ante mí se alzaba una boca de metro al más puro estilo Guimard. Sin dar crédito a mis ojos, me acerqué a esa estructura de hierro y cristal. Aquella sintaxis decorativa de curvas sinuosas, flanqueada por dos farolas como estambres o pistilos, esos latigazos vegetales metálicamente verdes, me remitían al art nouveau en estado puro.

El también llamado “modernismo” llegó a México por vía francesa. Pero mi hallazgo no era —ni podía ser— original. Se trata de una réplica de las entradas de metro que hacia 1900 construía el arquitecto Hector Guimard en París, ahora trasplantada a la estación “Bellas Artes”.

Como reza la placa allí colocada, no es más que un obsequio que el Metro de París le hizo al Metro de México, en reciprocidad por el Mural Huichol que éste obsequiara a aquel en octubre de 1997.

A pesar de no ser vestigio significativo, sino eco apócrifo, esa boca de metro revela que la mutua atracción entre Francia y México sigue vigente más de cien años después de Maximiliano.

Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México.
El Palacio de Bellas Artes mexicano está inspirado en la Ópera de París. Las semejanzas con el edificio de Garnier no se limitan a la grandilocuente fachada, abarcan también los grupos escultóricos de la explanada. El bailarín que salta con los brazos abiertos nos remite a La danza que en 1867 hizo Carpeaux para la Ópera de París.

Una vez dentro del Palacio, en el vestíbulo, nos asalta esa geometrización de las formas llamada “Art Déco” aderezada con elementos autóctonos: mascarones mayas en acero y cactáceas de bronce que conviven con lámparas de inspiración futurista. Todo allí rezuma estilo Secesión.

En Latinoamérica a todo esto suelen llamarle “colonialismo cultural”, “cipayismo” o “complejo de inferioridad”, como estableció el escritor Samuel Ramos, cuya lucidez, no obstante, alertaba contra el peligro que entraña huir de la “imitación europea” para caer en un “falso nacionalismo… el del charro y la china poblana”.

Por mi parte, considero estupendo que México sea un país tan poderoso que pueda reproducir, aquí y allá, fragmentos de París, todo ello en medio de serpientes emplumadas, pirámides truncadas, mariachis, fachadas barrocas y retablos profusamente dorados. Toda esa acumulación responde a un afán de universalidad. En cierta forma, México es un Aleph borgiano donde confluyen realidades y morfologías no sólo distintas sino aun chocantes.

La fascinación mexicana por lo francés se expresa en los edificios art-nouveau de la Zona Rosa, así como en el barrio La Roma y en la Avenida Álvaro Obregón, que es la calle más europeizada de México donde predomina el neoclásico francés, con sus estatuas del Discóbolo de Mirón o sus Venus de Milo. En algunos pasadizos comerciales, los techos de cristal abovedado nos trasladan a otros pasajes parisinos repletos de boutiques. Todo eso mezclado con elementos góticos y otros extraídos de la heráldica medieval.

Pero el triunfo del art-nouveau resplandece en el Gran Hotel de México, a un costado de la Plaza del Zócalo. Pareciera que allí está toda la fantasía francesa resumida. El lobby es completamente modernista, incluyendo las jaulas de los pájaros, los herrajes, los ascensores, y, sobre todo, el deslumbrante techo de vidrio emplomado, engastado en unas pedrerías que parecen sacadas de un sueño de Moreau.

Museo del Chopo, Ciudad de México.
Por si fuera poco, el DF tiene su “torre Eiffel”. Es el Museo del Chopo, cuyos planos, según dicen, los hizo nada menos que el mismísimo Eiffel, si bien se trata de una leyenda sin confirmar. En cualquier caso, toda esa arquitectura de la era industrial con sus dos torres, evoca sin duda la estructura de hierro devenida seña de identidad de París.

La influencia francesa en este país también se advierte en la gastronomía, sobre todo en panaderías y dulcerías, en los croissants (o cuernitos), en los éclairs y en la baguette. Muchos soldados franceses se quedaron aquí convirtiéndose en panaderos, y de ahí nace ese fenómeno culinario único en toda América Latina, que también se aprecia en las “creperías” del barrio de la Roma, donde lo mismo podemos paladear una crepe de chocolate que una crepe de cuitlacoche, o en esas cafeterías del vecindario de la Condesa con sus toldos rojos a guisa de marquesinas. Terrazas al aire libre, cuya apariencia parisina queda subrayada por los nombres de algunos establecimientos: “Creperie de la Paix”, “La Raclette”…

La importancia de la repostería francesa quedó registrada incluso en la historia en la llamada “Guerra de los Pasteles” (1837-38), que empezó con lo que parecía una escena cómica de cine mudo —con lanzamientos de tortas—, para terminar provocando la primera intervención francesa en México, y todo porque un pastelero francés de Tacubaya reclamó que le pagaran lo que le adeudaban.

Un ejemplo clásico de mestizaje gastronómico son los escamoles (larvas de hormiga): manjar exquisito que se comía en México sólo con tortilla hasta que llegaron los franceses y le incorporaron hierbas aromáticas y mantequilla.

Los españoles seguramente experimentaron repugnancia ante ese platillo azteca, pero los franceses —comedores de caracoles— no hicieron ascos a esa especie de caviar mexicano.

La influencia francesa dejó su rastro también en el léxico. Por ejemplo, la palabra “mariachi” —que tan mexicana nos suena— deriva de “mariage” (“boda” en francés), porque los soldados franceses aquí destacados dieron en llamar así a las serenatas, y a los músicos que las tocaban, en las bodas o mariages.

Los estudiantes llaman gis a la tiza, un galicismo derivado de gypse=yeso. Lo más curioso es que siendo tiza una voz de origen náhuatl, aquí apenas se oye en las aulas.

La hibridación en las comidas alcanza su apogeo en la cocina franco-poblana, por ejemplo en los chiles en nogada, a los que los franceses añadieron ese batido de nuez con crema, que es la misma fórmula de la Chantilly.

Ingredientes como la crema y la leche para las sopas se integraron a la gastronomía de este país y por eso los mexicanos les ponen mucha crema a sus tacos, incluso a los espaguetis. El filete de pescado a la veracruzana se prepara igual que en el sur de Francia, en Marsella. Otra contribución procedente de París concierne al chocolate, que aquí se tomaba con agua. La costumbre de mezclarlo con leche es un invento francés que data del Imperio de Maximiliano.

La huella de la invasión francesa se detecta también en muchos nombres, como Didier, y en apellidos como Madelor, Dubarrail, Blanchot, Petit, Lefranc, Fournier… El asunto de las relaciones entre los militares franceses y las mexicanas ha sido ampliamente documentado por el historiador Jean Meyer.

Lamentablemente, hoy la presencia cultural francesa no es tan poderosa como en otros tiempos, a pesar de lo cual en el DF hay un Liceo Francés, está el Club France (deportivo), la librería Francesa Bouquinería en San Ángel, la Alianza Francesa, el IFAL (Instituto Francés de América Latina), y la Casa de Francia en la Zona Rosa.

Antaño hubo hasta periódicos escritos en francés: L’Indépendant (1834), L’Universel (1837), Le Courrier du Mexique (1838), Le Trait d’Union… Hacia 1890 había en la Ciudad de México 16 grandes almacenes franceses que vendían al mayoreo o al menudeo. Se podían adquirir telas y artículos importados desde París, había sombrererías, papelerías, una fábrica de aceite, panaderías, cafeterías, carpinterías.
Gran Hotel de la Ciudad de México.

Para explicar este impetuoso comercio, tendríamos que hablar de los barcelonnettes que llegaron en 1830 a México procedentes de un valle al sur de Francia, en los Alpes de Provenza. Pero ese tema es tan vasto que escapa al espacio de esta columna.

De todo aquello hoy queda más bien poco en lo estrictamente cultural. La influencia norteamericana, a partir de la segunda mitad del siglo XX, hizo que el idioma francés quedara relegado. Lo que se ha impuesto entre los mexicanos cultos es el inglés. No es que sea una mala influencia, pero sería deseable que lo anglosajón coexistiera con la latinidad que vive en la lengua de la Ȋle-de-France.

Lo demás, son residuos. De la guerra contra Maximiliano queda la recurrente “batalla” diplomática en torno a la Isla de Clipperton en el centro del Pacífico, mientras que en Texas permanecen instalados los fantasmas de dos mil soldados bonapartistas que se preparaban para ir a rescatar a Napoleón en Santa Elena.


(*) Publicado en Cubaencuentro el 21 de Septiembre de 2011.
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septiembre 07, 2011

HISTORIA DEL OJO




HISTORIA DEL OJO
Por Manuel Pereira
Fotograma de Un perro andaluz, de Buñuel.

En su película de 1902 Georges Méliès incrusta un cohete en el ojo de la Luna. Empieza así no sólo la historia del cine como gran espectáculo, sino también la biografía de los efectos especiales y el estreno en pantalla del género de ciencia ficción.

La Luna tuerta del francés reaparecerá 23 años después en El acorazado Potemkin. Durante la represión zarista en Odessa, una vieja grita horrorizada al ver el cochecito con un bebé precipitándose escaleras abajo. En medio del “montaje de atracciones” inventado por Eisenstein, la abuela recibe un balazo en el ojo y el lente ensangrentado de sus quevedos queda hecho añicos.

El vidrio astillado de la tuerta de Eisenstein resurge 45 años después en las gafas rotas de Dustin Hoffman en Perros de paja (Straw dogs). De la violencia zarista en la escalinata de Odessa pasamos al lente desbaratado de un intelectual acosado por la brutalidad rural. Todo lo cual nos remite de nuevo a la Luna tuerta de Méliès.

Estos vidrios estallando en la ficción alcanzarán su peor correlato en la realidad histórica durante la “Noche de los cristales rotos” (Alemania y Austria, 1938).

La imagen obsesiva del ojo -siempre ligada a la violencia- recorre la historia del Séptimo Arte. La vemos durante la secuencia de la ducha en Psicosis. Tras ser apuñalada, Marion Crane (Janet Leigh) rompe la cortina al caer. Súbitamente Hitchcock nos muestra la regadera, que es en sí misma un imponente ojo de agua. Aquí se desarrolla todo un juego entre el ojo de la muerta y el ojo del desagüe de la bañera que succiona velozmente el agua sanguinolenta.

Fotograma de Psicosis, de Hitchcock.
Ese orificio nos arrastra en un torbellino de insondables oscuridades, pero resulta que ese mismo remolino ya lo habíamos visto en otra película de Hitchcock: Vértigo. Con su pelo platinado recogido en un moño en forma de espiral, Kim Novak luce el mismo peinado que vemos en el retrato de Carlotta colgado en el museo. Esa voluta -sea de pelo o de agua- es una de las claves más inquietantes de la poética cinematográfica de Hitchcock.

Estos regodeos con los ojos también se remontan al Buñuel de Un perro andaluz cuando la navaja le corta el ojo a una mujer en reciprocidad con la luna cortada por una delgada nube afilada. Otra vez tenemos al ojo asociado con la luna. De nuevo la retina y nuestro satélite yacen cegados y segados, como en el filme de Méliès.

Buñuel reincide en esta obsesión ocular en La Edad de Oro cuando descubrimos que el protagonista (Gaston Modot) tiene un ojo ensangrentado. Aunque se ha dicho que es una alusión a los ojos arrancados de Edipo, yo sé que ese ojo herido es un guiño al ojo cortado de Un perro andaluz. Al igual que Hitchcock con sus cameos, Buñuel se cita a sí mismo en una mise en abyme.

En otra película del Maestro del Suspense (Spellbound traducido como Recuerda), una enorme tijera corta un ojo pintado en una cortina. Esa escenografía onírica es de Dalí, así que el homenaje a la Luna cortada de Buñuel -y por carambola a la Luna tuerta de Méliès- no puede ser más explícito.

Jean-Luc Godard retoma ese leitmotiv en las gafas de sol sin unc ristal que porta Jean-Paul Belmondo en una de las últimas secuencias de A bout de souffle. Una vez más ese cristal ausente significa violencia y parece anunciarnos la tragedia final que se avecina. Lo mismo sucede con las lentes astilladas del gordito Piggy en El señor de las moscas, de Peter Brook.

En 2001: Odisea del espacio, Kubrick abunda en ese ojo, sólo que ahora es una pupila panóptica o totalitaria. La mirada de la malvada computadora Hal 9000, ese ojo rojo con su iris amarillo, no sólo es capaz de ver hasta el último rincón de la nave espacial, sino que además puede leer los labios de los astronautas cuando susurran. Kubrick nos revela aquí un avatar del Big Brother orwelliano. En casi todas las portadas de la novela 1984, de George Orwell, aparece un ojo para transmitirnos la idea de vigilancia extrema.

Cuando Dave desconecta la computadora Hal 9000, y ésta canta moribunda “Daisy Bell”, el astronauta está haciendo exactamente lo mismo que hizo Ulises en la cueva del cíclope al quemarle el ojo a Polifemo con el tronco de un árbol afilado. Toda la película es homérica, y no sólo por la inclusión de la palabra “odisea” en su título.

Sin embargo, los cubanos no tenemos que padecer una computadora paranoica, ni estamos obligados a leer a Jeremy Bentham ni a Michel Foucault, para saber qué es el control totalitario. Cuba es una isla polifémica desde hace muchos años. No en balde allí se inauguró una cárcel con panóptico ya en tiempos del dictador Gerardo Machado.

El Presidio -mal llamado “Modelo”- que está en Isla de Pinos es un conjunto de ruinas circulares en cuyos centros se alzan torres de vigilancia. En los últimos cincuenta años, esos ojos ciclópeos han dilatado su ubicua mirada a todo el país.

La idea de una prisión modélica, donde el reo será rehabilitado y devuelto a la sociedad transformado en un “hombre nuevo”, tuvo su apogeo tropical en la provincia de Camagüey entre 1965 y 1968 con las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción): campos de concentración para rocanroleros, homosexuales, religiosos, hippies y todos los jóvenes que no se ajustaban al Lecho de Procusto de los utopistas. Toda utopía no es más que “procustopía”.


Éste será precisamente el tema de otra película de Kubrick. En La naranja mecánica reaparece el ojo en su expresión quizá más pavorosa. En un gran primer plano vemos el rostro de Alex con los ojos desmesuradamente abiertos. Las autoridades carcelarias, mediante unas pinzas, lo obligan a ver

Fotograma La naranja mecánica, de Kubrick.

imágenes con estridente fondo musical de Beethoven. Se trata de una de las muchas y torturantes terapias concebidas por los utopistas para cambiar la conducta de los individuos.

En la ya mencionada ficción orwelliana -desgraciadamente superada por la realidad en demasiados países-, el ojo del Big Brother se hace presente a través de gigantescas tele-pantallas, multiplicándose en la intensa propaganda del partido único y en sucesivos murales. Todo eso lo han vivido en carne propia tres generaciones de cubanos desde que nacen hasta que mueren. Ese ojo insoportable ya lo había profetizado Antonio Machado: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”.

Lamentablemente un programa televisivo de difusión internacional con el mismo nombre (Gran Hermano) ha confundido a muchos eclipsando la noción original de la expresión Big Brother y frivolizando su escalofriante significación política. Estoy convencido de que un Marx resucitado modificaría su célebre frase para decir que el verdadero opio de los pueblos es la televisión.

Tanto en la novela distópica de Orwell como en la versión fílmica de Michael Radford, hay un cuadro en la habitación de Winston detrás del cual Julia sospecha que hay chinches. Pero lo que en verdad allí se oculta es una pantalla con el ojo del Big Brother que ha estado espiando a la pareja en la intimidad.

Cada palabra, gesto, suspiro o caricia han sido minuciosamente escudriñados y registrados. Ese ojo escondido los ha descubierto. Ahora el gobierno sabe que son disidentes y pronto irrumpirán los Policías del Pensamiento, vestidos de negro, para llevárselos presos.

Durante décadas, y sin necesidad de tecnología puntera, en Cuba hemos sufrido literalmente no sólo un Big Brother, sino también -últimamente- un Little Brother.

La variante cómica de tanto terror ocular la tenemos en La novia cadáver. En un momento dado, la muchacha muerta empieza a llorar y entonces se le escapa un ojo (¡blup!), que cae al suelo y rueda cual pelota de ping-pong. Al quedar tuerta, la palidez cadavérica de su rostro evoca la Luna de Méliès.

Obsérvese, de paso, cómo el apotegma de Poe -“La muerte de una joven hermosa es, sin duda, el tema más poético del mundo”- retorna a lo largo de las obras comentadas: en Vértigo, en Psicosis y ahora en Tim Burton.

Fotograma Blade Runner, de Ridley Scott.
También en Minority Report a Tom Cruise se le caen sus ojos originales que lleva en una bolsita tras una operación. Blade Runner empieza con un gran ojo que refleja los fulgores de la ciudad, sigue con ingenieros genéticos que fabrican ojos para replicantes, los asesinos matan hundiendo ojos con los pulgares, nos persigue el ojo incandescente de un búho...

Un cohete alucinante aluniza en un disco de plata e inaugura así una poética visual de larga descendencia. El cine se inicia con un cañonazo reventándole un ojo a la Luna y genera todo un linaje de ojos mutilados, lunas cortadas y espejuelos rotos.

Es como si, en un acto fallido colectivo, los cineastas sugirieran que la cámara -ese ojo de vidrio- es superior al ojo humano y, por tanto, éste ha quedado en desventaja a partir de la invención del cine.

Diríase que oímos un grito guerra: ¡abajo el ojo humano, mueran la córnea y el iris, ha llegado un nuevo ojo capaz de captar el mundo con mayor objetividad!

Tal fue justamente la teoría del “Cine-Ojo”, o Kinoki, del documentalista ruso Dziga Vertov. Él pensaba que había surgido una nueva verdad -la verdad cinematográfica- que el ojo humano no podía detectar. Si no la puede captar, ¿entonces por qué no cortar ese inútil ojo, por qué no triturarlo, destrozarlo, infligiéndole así una mutilación digna de la inferioridad de la especie humana en su fase pretecnológica?

El hombre de la cámara, de Vertov.
Nuestro ojo no puede hacer montajes, es incapaz de narrar acciones en paralelo, no puede hacer fundidos, ni ralentizar, ni acelerar. Por eso, para Vertov, la cámara es superior al ojo humano. De hecho, en su obra maestra El hombre de la cámara vemos un ojo dentro del lente como si estuviera prisionero o asfixiado, abrumado al ver tantas cosas al mismo tiempo. Ese ojo está asombrado, se revuelve como un pez desesperado dentro de una angosta pecera de cristal.

Por supuesto, el radicalismo de Vertov despide un tufo futurista, pues recuerda a Marinetti cuando afirmaba que un automóvil rugiente es más bello que la Victoria de Samotracia. Del futurismo se pasó al constructivismo ruso y, de ahí, al Realismo Socialista estalinista.

Este último “estilo”, hermoseado por la sagacidad artística del cubano Rostgaart, le dio otra vuelta de tuerca a todos los postulados anteriores llegando al colmo de la politización en un cartel donde vemos una cámara humeante.

La metáfora futurista-constructivista del ojo encristalado de Vertov adquirió en Cuba sus connotaciones más beligerantes. Fechado en 1969, el afiche de Alfredo Rostgaart muestra una cámara cinematográfica a guisa de cañón con el lente echando humo. La transmutación de la cámara en cañón ilustra al pie de la letra la consigna lanzada por Fidel Castro: “el arte es un arma de la revolución”.

Ese lema no difiere mucho de los exabruptos de Marinetti, pues significa que la propaganda política es más útil que cualquier obra de arte individualista y burguesa. Para decirlo pronto y mal, implica que un poster del Che es más bello que la Capilla Sixtina o cualquier verso de Rilke.

Ya la cámara no es el ojo que registra cada acontecimiento histórico -como proclamaba Vertov-, ahora es un cañón que dispara imágenes; ya no es un dispositivo pasivo, sino activo, que nos fulmina el ojo ideológico dejándonos intelectualmente tuertos. El ojo de la historia ha sido forzado a convertirse en ese cañón de futuro que supuestamente va matando canallas. De alguna manera, el cañonazo lanzado a la Luna por el Mago del Trucaje ha dado un giro de 180 grados en una especie de suicidio cultural.

En todos los sistemas teocráticos siempre parpadea un ojo vigilante. En Egipto fue el ojo de Horus -por cierto, un dios tuerto-, copiado más tarde por judíos y cristianos. “Los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos”, leemos en Proverbios.

Ese ojo de Dios ha transcurrido por diversas civilizaciones. Los masones también lo replicaron, como podemos ver en el billete de un dólar donde aparece estampada una pirámide con un ojo. Ese ojo arquitectónico es un panóptico que todo lo ve y nos devuelve al Egipto faraónico con su dios Horus.
El cíclope, de Odilon Redon.

Entre los nórdicos hay otro dios tuerto: nada menos que Odín, quien con su único ojo podía ver el destino de los hombres y el futuro de la humanidad. Algunos mitógrafos afirman que Hefesto (Vulcano) era tuerto o tenía un defecto en un ojo, quizá bizquera.

En Nepal hay santuarios con enormes ojos de Buda pintados. En la India muchos se marcan las frentes con arcilla representando así el tercer ojo de Buda. Los huicholes creen que el hijo de la Luna es un niño cojo y tuerto. La iconografía mochica en Perú nos depara una diosa tuerta asociada con la Luna.

En la imaginería religiosa de Cuba hay un ojo anterior a la revolución. En medio de la parafernalia de los altares caseros, ese ojo a veces sacaba una lengua atravesada por un puñal goteando sangre. De niño, yo veía esa imagen atroz por todas partes. Llegué a pensar que me perseguía. Talismán para evitar el mal de ojo o resguardo contra las malas lenguas, podía verse en las bodegas, en las viviendas, en los puestos de verdura, en las barberías...

Ese ojo aparece en la mejor película cubana (Memorias del Subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea) cuando una pareja de inspectores de la Reforma Urbana llega a casa del protagonista supuestamente para hacer una encuesta, o un inventario, que en realidad es un interrogatorio saturado de rencor clasista.

Ojo santería cubana.
Ante tantas preguntas, el protagonista empieza a preocuparse: “¿Y todo esto para qué es?”. En ese momento el ojo de la santería llena la pantalla con un letrero: “estoy cazándote”. Es la traducción cubana del “Big Brother is watching you”.

El ojo de la santería desapareció en los sesenta para transfigurarse en el emblema de los CDR (Comités de Defensa de la Revolución), como bien supo verlo Yoani Sánchez cuando de pequeña confundía ese logotipo con un enorme ojo vigilante situado en cada cuadra. En efecto, visto desde arriba, el sombrero ovalado del muñeco diabólico sería el ojo mientras que el machete en alto haría las veces de ceja.

¿Será que la vista nos engaña con estos efectos visuales? ¿O será que -como en una anamorfosis- nos revela un mensaje subliminar?

Después de la invención del cine, nuestra civilización tan frenéticamente óptica ha suplantado el ojo de Dios por el ojo de la cámara y, en el peor de los casos, por el ojo tenaz de las dictaduras.


(*) Publicado en Cubaencuentro, el 7 de Septiembre del 2011.
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