junio 18, 2016

La Patria Acústica

LA PATRIA ACÚSTICA
Por Manuel Pereira
Mapa de países en los que se habla español.
La patria (al menos para los escritores) es mucho más que un trozo de tierra, es también la lengua, sobre todo, el lenguaje. Eso lo descubrí en 1978, tras un viaje a la Unión Soviética. Al cabo de un par de semanas chapurreando y desempolvando los dos años de ruso que estudié de niño, volé de regreso a Cuba con una escala en Madrid. Llevaba tantos días sin oír mi propio idioma que al escuchar a todos hablando español en Barajas experimenté una especie de iluminación auditiva. Pasar de la lengua de Pushkin a la de Cervantes en cinco horas de vuelo fue una epifanía en la Trompa de Eustaquio. Acababa de aterrizar en la Patria Acústica.
Cuando oí a los camareros en la cafetería del aeropuerto, o a los guardias civiles con sus tricornios negros, sentí una alegría tan indecible que estuve a punto de abrazarlos. Recuperar la lengua materna, sumergirme de nuevo en el castellano, fue una experiencia casi metafísica, como si el avión que despegó de Moscú, en vez de transportarme por los cielos babélicos de las Europas, me hubiera catapultado hacia la reminiscencia en una inefable transmigración de las palabras.
Pasaron los años y vino el destierro: me fui a vivir a España. Y entonces empecé a descubrir las diferencias entre el español insular y el peninsular. Por mi trabajo de traductor, tuve que adaptarme al castellano castizo y renunciar, en parte, a mi léxico saturado de cubanismos. Fue una conmoción semántica. Por ejemplo, en vez de “jugo” tuve que acostumbrarme a decir “zumo”, o de lo contrario me miraban como si yo fuera un extraterrestre y no aceptaban mis traducciones en las editoriales. Si decía o escribía “máquina” o “carro”, también me miraban perplejos; había que decir “coche” (aunque me sonara a carruaje tirado por caballos). No podía decir “botar”, sino “tirar” o “arrojar”. Prohibido decir “¿ustedes quieren café?”, pues se imponía “vosotros queréis café?”... y así sucesivamente con un sinfín de giros, frases, modismos, palabras, que fueron invadiendo mi vocabulario (no la dicción ni el dejo habanero) a lo largo de trece años de exilio en España.
Pero todo eso cambió cuando a finales de 2004 llegué a México, donde empecé a rescatar del olvido ciertas palabras. Por ejemplo aquí dicen “plomero” -igual que en Cuba- y no “fontanero”, como en Madrid, ni mucho menos “lampista”, como en Barcelona.
Obviamente, al acercarme geográficamente a mi tierra natal, me aproximaba también a mi primera patria acústica. Aquí por fin podía volver a decir “jugo” recobrando un fragmento fonético de infancia. Por eso, cada vez que pronuncio esa palabra, la saboreo con más fruición que el jugo en sí. Comemos y bebemos recuerdos de la niñez en una restitución culinaria. De hecho, aquí consumo más jugos de naranja de los que se me antojan, acaso porque soy incapaz de diferenciar el apetito físico del espiritual, tal vez para desquitarme de todos los años que estuve obligado a decir y escribir “zumo”. Aquí, por fin, regresé al “ustedes” y me liberé del arcaico “vosotros” que me hacía pensar que estaba castigado en secundaria recitando a Zorrilla o protagonizando una obra de Lope de Vega.
En México felizmente puedo decir “botar” en vez de tirar. Aquí exhumé vocablos y giros entrañables, medio olvidados, recolectándolos como perlas extraviadas en el fondo del mar. Así, cambié el exótico “chaval” por el más consabido y jovial “chamaco”. Prescindí de la secuencia preposicional “a por” que tan anómala me parecía y me sigue pareciendo. En vez de “voy a por pan” ahora podía decir “voy por pan” o “a comprar pan”. Aquí puedo decir “carro” sin ningún problema. Sobre todo me encanta haber reconquistado el delicioso verbo “jalar”, que me recibe rotulado en  muchas puertas, lo mismo en los supermercados que en los bancos. Jalar: verbo náutico, al igual que “botar”, porque las Antillas fueron colonizadas por navegantes, piratas, bucaneros, filibusteros, negreros, contrabandistas y otras gentes de mar, razón por la cual la jerga marinera impregna nuestras formas de expresión orales y escritas. No se trata solamente de variantes coloquiales, no es mera cuestión gramatical, porque la lengua, el lenguaje, es el alma. Por algo será que el Verbo es la segunda persona de la Santísima Trinidad, y no en vano dijo Juan: “En el principio era el Verbo”.

junio 08, 2016

Glorias de Cuba

GLORIAS DE CUBA
Por Manuel Pereira
El cubano José Raúl Capablanca jugando partidas simultáneas de ajedrez, Londres, 1911.
Durante muchos años he oído en el extranjero la cantinela de que en Cuba no había educación ni cultura antes de 1959. Lo dicen académicos, intelectuales y artistas desinformados, o cínicos, en Europa, en EE UU y en América Latina. Es el fruto –tan mendaz como eficaz– de la propaganda oficial que los tontos útiles en diversos rincones del mundo corean como un mantra hasta la náusea. Más de cinco décadas de bombardeo mediático y autobombo sistemático por fuerza dejan su huella.
Nada nuevo bajo el sol. Desde Goebbels, Stalin, Gorki y Gronski la publicidad totalitaria consiste en mezclar fragmentos de verdades con mentiras a granel y repetirlos machaconamente.
Sabemos de los escritores –incluso clásicos– y los artistas "degenerados" proscritos por los nazis. Un proceso similar tuvo lugar en la Unión Soviética estalinista: autores borrados de libros de texto, excluidos de bibliotecas públicas. Pintores relegados al olvido. Retoques o montajes fotográficos de donde desaparecían destacados bolcheviques tras caer en desgracia. Geniales compositores prohibidos, etcétera.
Todos los utopistas radicales padecen esa vanidad patológica de reescribir el pasado, desacreditándolo como mínimo, borrando episodios o suprimiendo personalidades, para que la historia comience con ellos. Da lo mismo si se hace en nombre del proletariado o de la raza aria. El que más lejos llegó haciendo tabla rasa con el ayer, fue el camboyano Pol Pot.
Todos los utopistas radicales padecen esa vanidad patológica de reescribir el pasado, desacreditándolo como mínimo, borrando episodios o suprimiendo personalidades, para que la historia comience con ellos
Digan lo que digan, la cultura cubana ya atesoraba abundantes fulgores antes del 59. Por razones de espacio, estoy obligado a ser muy parco en la selección. En el siglo XIX: Félix Varela, "el primero que nos enseñó a pensar", como dijo su discípulo José de la Luz y Caballero. Otros pensadores criollos: Arango y Parreño, José Antonio Saco, Domingo del Monte, Bachiller y Morales, José Martí, Enrique José Varona. En poesía los talentos se multiplican: Zequeira con su Oda a la Piña, Rubalcava con Silva cubana, José María Heredia con su Himno del desterrado ¡tan vigente!, José Jacinto Milanés, el poeta esclavo Juan Francisco Manzano, el mulato humilde Plácido, Juan Clemente Zenea, Julián del Casal, Juana Borrero, el brillante José Martí... No podemos dejar de mencionar a dos geniales violinistas: Brindis de Salas y José White.
Más escritores importantes en el siglo XX: Mariano Brull con La casa del silencio (1916), José Zacarías Tallet con La rumba (1928), Nicolás Guillén, Emilio Ballagas, Eugenio Florit, José Lezama Lima, Gastón Baquero, Eliseo Diego, Fina García Marruz, el crítico Cintio Vitier, el poeta, narrador y dramaturgo Virgilio Piñera...
En ciencias ya tuvimos entre el XVIII y el XIX al médico Tomás Romay, al que siguieron el sabio y naturalista Tranquilino Sandalio de Noda, el investigador Felipe Poey, el doctor Carlos J. Finlay y el malacólogo Carlos de la Torre.
Las altas calidades se incrementan: el ensayista Jorge Mañach con su Indagación del Choteo (1928), el antropólogo Fernando Ortiz (Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, 1940), su discípula Lydia Cabrera con su obra maestra El Monte (1954).
¿Cómo es posible que una república "mediatizada", con una burguesía tan detestable y vendida al imperialismo, pudiera generar tantas lumbreras?
¿Cómo es posible que una república "mediatizada", con una burguesía tan detestable y vendida al imperialismo, pudiera generar tantas lumbreras? Y la lista continúa con el novelista Carlos Loveira (Generales y doctores, de 1920, y Juan Criollo, de 1927); Enrique Serpa con Contrabando (1938); Carlos Montenegro con Hombre sin mujer (1938); Lino Novás Calvo con Pedro Blanco, el negrero (1933), precursora de lo que se ha dado en llamar "realismo mágico" o "lo real maravilloso". Las mejores prosas de Alejo Carpentier ya se habían publicado antes de 1959: Viaje a la semilla (1944), El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953). En el costumbrismo humorístico tenemos a Eladio Secades con sus Estampas (1940). Aunque El Ingenio se publicó en 1964, Moreno Fraginals ya ganaba premios como historiador desde 1942. Tomás Gutiérrez Alea ya había estudiado cine en Roma hacia 1951 y su documental El Mégano es de 1955.
En las artes plásticas desfilan Fidelio Ponce, Víctor Manuel, Eduardo Abela, Carlos Enríquez, Mariano Rodríguez, Gina Pellón, Wifredo Lam, Guido Llinás, Agustín Cárdenas, René Portocarrero, Amelia Peláez, Acosta León, Antonia Eiríz, Raúl Martínez... Y no olvidemos al campeón mundial de ajedrez José Raúl Capablanca.
¿Puede la Isla, en los últimos 56 años, mostrar una pléyade como la del período republicano? Y todo eso sin Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), ni Ministerio de Cultura, sino más bien gracias al misterio de la cultura.