enero 30, 2012

DERRUMBES

DERRUMBES
 Por Manuel Pereira
A los tantos edificios que se caen en La Habana, se ha sumado el Cine Campoamor. Un fragmento de la memoria física de mi juventud acaba de extinguirse. He aquí un pasaje del capítulo 28 de mi novela Insolación (Editorial Diana, México, 2006) donde lo evoco.

La Wong y Joaquín iban al cine Campoamor para matearse, enroscaban sus lenguas hasta casi asfixiarse en la última fila de butacas, que era la más oscura. Mientras tanto, en la pantalla, los enemigos del pueblo masacraban a balazos a un bolchevique. Ya le habían metido unos treinta tiros en el cuerpo, pero el tipo seguía caminando hacia sus enemigos de clase, gritándoles consignas edificantes. Era la versión proletaria de Supermán. La película era soviética y se titulaba El Comunista. Hacía como un año que permanecía en cartelera. Joaquín se la sabía de memoria.

Cuando él estudiaba ruso en el Capitolio, iba a verla solamente para recibir un baño lingüístico. Aprendió más ruso con esa película que con Nina Potapova. Pero ahora ya no veía ni oía la película, estaba demasiado entretenido mateándose con la China. Los cines ya no eran ni la sombra de lo que eran tres años atrás. Ya no había vendedores de maní garapiñado, tampoco se podía fumar... ya casi nadie gritaba aquello de “¡Cojoooooo, suelta la botella!” cuando alguna escena se interrumpía bruscamente por culpa del proyeccionista. Joaquín recordaba con nostalgia la atmósfera delirante de los cines antes de la revolución. “¡Vayaaaaa, traigo caramelos, galleticas, peters, bombones, maní garapiñaoooooo... coooooca-cola, cooocaína, mariguanaaaaaaaa!”, exclamaba el vendedor de golosinas del Majestic cuando recorría la platea haciendo bocina con la mano, con una linterna bajo el brazo y un quepis verde de medio lado. La gente estallaba en carcajadas con lo de “mariguanaaaaa”. Ese risoteo se había acabado.

Desde la puerta del cine Campoamor, mientras esperaba a la China, contemplaba los jardines del Capitolio abandonados, enyerbados. En el frontispicio de mármol empezaban a crecer las hierbas y en algunos capiteles dóricos se advertían raíces aéreas. De seguir así, dentro de poco allí estarían pastando las vacas. Los cristales de los altos ventanales estaban polvorientos, o rotos a pedradas. Por dentro, las telarañas tapizaban las banquetas de los hemiciclos. Primero convirtieron el Capitolio en Escuela de Idiomas y, más recientemente, en Academia de Ciencias, a pesar de lo cual, el Capitolio -más grande que el de Washington- estaba cada vez más descuidado. Incluso las placas de oro de su cúpula habían desaparecido misteriosamente. Pareciera como si los guerrilleros -orientales en su mayoría- que habían tomado el poder cinco años atrás estuvieran castigando a la ciudad, humillando sus símbolos, privándola de sus encantos.

Joaquín nunca había dado un beso en la boca, pero entre Salutaris y el Cawy le habían llenado la cabeza de fantasías bucales donde pululaban las lenguas enroscadas como serpientes. Salutaris le había regalado una cajita de chicles “Adams”, producto de sus andanzas con los marineros griegos por los muelles. Antes de hacerle el obsequio, le habló de la técnica del “chicle permutable”.

La “permuta” era la última invención de los Reyes Magos en materia de gestión inmobiliaria. Ya no se alquilaban, ni se vendían, ni se compraban, casas ni apartamentos ni cuartos. Ahora, si alguien quería mudarse, tenía que permutar a través de un organismo estatal. La gente cambiaba un apartamento por dos cuartos, o tres cuartos por un apartamento... las variantes eran infinitas tomando en cuenta ubicación, cantidad de metros habitables, acceso a medios de transporte, condiciones de la vivienda, etcétera.

Así que la técnica del “chicle permutable” también consistía en un intercambio. Había que masticarlo un poco nada más entrar en el cine. Cuando empezara a matearse con la China tenía que meterle por sorpresa el chicle en la boca empujándolo con la lengua. Lo ideal era que luego lo intercambiaran, como en una permuta bucal.

Tener un chicle era por entonces casi como poseer un crédito bancario, porque las pepillas adoraban el aliento perfumado de un beso “Adams”, pero también era un arma de doble filo, porque si la policía te cogía masticándolo podías ir a parar a una granja donde había que trabajar de sol a sol.

Joaquín introdujo el chicle en la boca de la China y ella reaccionó como si conociera esa técnica de toda la vida. A veces ella escondía el chicle y Joaquín tenía que buscarlo con la punta de la lengua entre las muelas y en las encías. Antes él iba a ese cine a practicar idioma con el “Manual de Lengua Rusa” bajo el brazo, ahora iba a ejercitarse en lecciones de lenguas nada muertas.

Mientras al bolchevique seguían metiéndole tiros en la pantalla, el “chewing gum” -como decía Salutaris dándose aires de políglota- iba de una boca a la otra, ya sin sabor, pero creando una extraña sensación de unión entre los dos, como en el ritual de ciertos reyes africanos que suelen demostrarse afecto escupiendo uno dentro de la boca del otro.

Una tarde la China no asistió a la cita. Joaquín se fumó una cajetilla de “Dorados” esperándola en la puerta del Campoamor. Tampoco contestaba al teléfono, o bien salía una prima mentirosa que siempre inventaba alguna excusa: “no está”, “salió a ver a su abuela”...
La China lo había dejado. Tal vez se había buscado otro novio. Joaquín lloró un poco. “No sufras por ninguna mujer, mi almita. No paga la pena”, volvió a decirle Numancia cuando lo vio tristón.

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enero 11, 2012

EL RATÓN UTOPISTA


EL RATÓN UTOPISTA
 Por Manuel Pereira
Un ratón recorre el mundo: el ratón de la Utopía. Aparece en El aprendiz de brujo, de Walt Disney. El origen de esta secuencia se remonta a un relato de Luciano de Samosata escrito hace dieciocho siglos. En su obra titulada Philopseudés, un mago egipcio se muestra capaz de dar vida a los objetos inanimados para ponerlos a su servicio. Inspirándose en esa sátira, Goethe escribió a finales del siglo XVIII su poema Der Zauberlehrling, magistralmente musicalizado cien años después por el compositor francés Paul Dukas.

En 1940 Walt Disney sintetizó toda esa herencia regalándonos lo que, a primera vista, parece un divertimento destinado al público infantil. Sin embargo, El aprendiz de brujo atesora mucho más que eso, pues detrás de la entretenida fábula descubrimos otros significados, una segunda lectura, como en un palimpsesto.

En realidad, lo que vemos en pantalla es el rotundo fracaso de la utopía. En rigor, se trata de una distopía. Recordemos y glosemos esta historia contada por Disney en Fantasía.

Un viejo brujo parecido a Merlín hace hechicerías en su castillo. El ratón Miquito —que es su sirviente o ayudante— lo observa de reojo, temeroso, mientras acarrea agua. El druida bosteza y se retira a dormir no sin antes quitarse el sombrero mágico. El ratón enseguida corre a ponerse el sombrero. Quiere imitar a su amo, pero ignora que no basta para ello con ponerse un sombrero.

Aquí vemos el afán de igualdad, que es el tópico utópico más típico. La búsqueda obsesiva de la igualdad nace de la envidia social. Por ese camino se llega pronto a un igualitarismo por decreto que pretende igualarnos a la baja, como en el Lecho de Procusto, donde todos tienen que encajar en la misma medida. A la corta o a la larga, toda utopía deviene “procustopía”.

En Cuba, durante más de medio siglo, el Gobierno ha proclamado grandes éxitos en materia de igualitarismo. ¿Cuál ha sido el resultado? ¿Adónde ha conducido todo eso? A desigualdades cada vez más escandalosas. Baste un ejemplo, el de la doble moneda, que establece un apartheid, convirtiendo a los cubanos en ciudadanos de segunda.

En realidad, lo único que puede igualarnos es la muerte, de manera que todo lo que aspire a emparejarnos es preludio de muerte. De ahí que la consigna “Socialismo o Muerte” sea una redundancia.

En otra fábula distópica (Rebelión en la granja), Orwell sentenciaba: “Todos somos iguales, pero unos somos más iguales que otros”.

Ahí radica el mayor error de los utopistas. No quieren admitir las asimetrías que saltan a la vista por doquier en la naturaleza, niegan la diversidad en los seres humanos y promueven la aniquilación del individualismo, todo lo cual, tarde o temprano, los lleva a estrellarse contra el muro de la realidad.

La promesa de abolir las desigualdades sociales es la hoguera donde arde la lucha de clases que los utopistas atizan echándole más leña al fuego.

Ni corto ni perezoso, Mickey Mouse empieza a ejercer la telequinesia sobre una escoba, que enseguida cobra vida. Entonces le ordena que cargue unos baldes y haga su trabajo por él. La escoba va y viene desde la fuente del patio hasta un estanque dentro del castillo, donde descarga los cubos.

Ahora el ratón se siente tan poderoso como su amo. Hasta aquí todo ha salido a pedir de boca. Se arrellana en un butacón desde donde, moviendo los dedos, sigue impartiendo órdenes a la escoba esclava. De pronto, se queda dormido.

El ratón Miquito empieza a soñar, que es lo que mejor saben hacer los utopistas. Se eleva impartiendo órdenes a las estrellas. Congrega y moviliza los cuerpos celestes: meteoritos, cometas, soles, planetas. El cosmos se rinde ante su ímpetu fáustico. Chocan los astros, caen lluvias de polvo estelar, se encrespan las olas, estallan rayos y tormentas. El ratón está jugando a ser dios, ya domina el universo.

Lo que vemos aquí es la arrogancia y la megalomanía de los dirigentes comunistas. Después de tantos años en el poder, sin que nadie los critique, sin prensa libre ni opositores, solo rodeados de adulones que les arrullan lo que ellos quieren oír, hasta cierto punto es lógico que terminen endiosándose.

Mientras sueña, Mickey Mouse no advierte que ha provocado una inundación. Su silla empieza a flotar en medio del aluvión. Se cae de la butaca y casi se ahoga. Solo entonces despierta. Empapado y perplejo, descubre que la escoba ha seguido trayendo agua mientras él dormía. Trata de detenerla, pero ésta sigue trabajando sin parar.

Tras abrir la Caja de Pandora, las fuerzas que ha desencadenado son incontenibles. No sabe cómo controlarlas, no sabe corregir la imprudencia que ha cometido al tratar de imitar al Viejo Gran Maestro, no tiene ni la más remota idea de cómo enmendar el desaguisado que ha perpetrado por querer transformar la realidad a su antojo.

Esta escena simboliza el momento en que los gobernantes comunistas descubren que sus arcas están vacías, o se percatan de que, a su vez, la potencia que los subvencionaba también está en bancarrota y ha dejado de enviar sus generosos subsidios.

El amargo despertar de los utopistas, después de tantos años de sueños delirantes y experimentos absurdos, equivale a la frase de Raúl Castro: “O rectificamos o ya se acaba el tiempo de seguir bordeando el precipicio, nos hundimos, y hundiremos (…) el esfuerzo de generaciones enteras.”

Al ver que la escoba ya no se detiene, desesperado, Mickey Mouse coge un hacha y la hace añicos. Aliviado, está convencido de su éxito. Aquí tenemos otro rasgo inconfundible de los utopistas: no ver la realidad como es, sino como les gustaría que fuera, o sea, confundir la realidad con el deseo.

Súbitamente las astillas, los leños de la escoba, empiezan a vibrar y a cobrar vida. Este es el resultado que aguarda a los utopistas, tan amigos de aplicar soluciones tajantes para problemas complejos que requieren sentido común, sabiduría y grandes dosis de pragmatismo.

Caerle a hachazos a la escoba implica violencia, represión. Así reaccionan los utopistas cuando algo no les gusta: simplemente lo destruyen. Al destrozar la escoba desobediente, lo único que ha conseguido el ratón es una abrumadora multiplicación, pues cada leño y cada astilla vibrante se convierten rápidamente en otras tantas escobas.

Aquí también percibimos otro síntoma del deterioro utopista: el incremento de la empleomanía estatal inherente a las economías centralizadas y planificadas al estilo soviético. La multiplicación de las escobas es una metáfora de las plantillas infladas que, en momentos de apuro, los gobernantes utopistas deciden desinflar recurriendo a esa práctica tan capitalista que son los despidos masivos.

La multiplicación de las escobas también nos recuerda la frase del comandante Ramiro Valdés: “las masas… no pueden esperar que papá Estado venga a resolverles y como los pichones: abre la boca que aquí tienes tu comidita.”

Muy pronto esas “masas” de escobas seguirán su marcha implacable hacia la casa, volcando allí más cubos de agua. El castillo se inunda. El ratón está angustiado, no conoce la fórmula mágica para deshacer el hechizo y detener aquella locura que no es sino la utopía en su apogeo. Estas cosas suceden cuando los despropósitos, improvisaciones y voluntarismos se han acumulado hasta estallar en las narices de estos “magos” de la ingeniería social.

Mickey Mouse trata de sacar agua con un cubo, la arroja por una ventana, pero por cada cubazo que él lanza hacia afuera, cientos de escobas derraman sus cubos dentro de la casa anegada.

Esta especie de ratoncito Pérez, que se cayó en la olla por la golosina de la cebolla, ahora se ahoga (“nos hundimos, y hundiremos”, Castro II dixit). Flotando sobre un grimorio, gira en un remolino de agua que lo arrastra a las oscuras profundidades. Es como Mao-Tsé-tung nadando en el río Yangtsé con su Libro Rojo a guisa de balsa.

El ratón utopista hojea frenéticamente el libro de ciencias ocultas propiedad de su amo, busca alguna fórmula mágica capaz de impedir el naufragio. Diríase que es un comunista leyendo por primera vez a Adam Smith.

Pero las escobas siguen en su actividad arrolladora. Mickey se ahoga irremediablemente, no encuentra el conjuro adecuado en el libro, no sabe leerlo, no lo entiende o no tiene tiempo para consultarlo cuidadosamente.

¿Qué son las consignas de los utopistas —vociferadas y repetidas como mantras— sino ensalmos recitados en voz alta ante las multitudes para conjurar peligros, tratar de influir sobre la realidad y cambiarla mágicamente? Una consigna milagrosamente eficaz es lo que busca en vano el ratón Miquito.

De pronto aparece el Mago —el de verdad—. Al regresar del dormitorio, descubre el caos imperante en la sala de su castillo. Levanta las manos y, con un par de gestos, parte en dos las aguas, como hizo Moisés cuando levantó su vara abriendo un camino seco en medio del Mar Rojo para que el pueblo judío pudiera atravesarlo.

Esas manos alzadas y la separación de las aguas nos remiten a Egipto, donde transcurre el relato original y donde vivió Luciano de Samosata al final de su vida.

El báculo de Moisés que separa las aguas del Mar Rojo es el mismo que él ya había convertido en serpiente en otro pasaje de la Biblia. Los magos egipcios también sabían transformar sus bastones en serpientes.

En esas transmutaciones de cayado en reptil ya estaba presente la idea de animar lo inanimado, que viene desde la creación de Adán a partir del barro. En uno de los Apócrifos del Nuevo Testamento, el niño Jesús hace pajaritos de barro que luego echa a volar. Por su edad, en aquel entonces el hijo del carpintero vivía en Egipto. Los hebreos aprendieron mucho de los egipcios, no solo el monoteísmo de Akhenatón. Los papiros mágicos egipcios hablan de estatuillas de terracota usadas en rituales de nigromancia que tienen más de tres mil años de antigüedad.

Lo inerte cobrando vida no podía faltar en la mitología clásica (Hefesto, Pandora, Prometeo, Pigmalión…). Ese mismo principio taumatúrgico, con ligeras variaciones, se prolonga en la leyenda medieval del Golem, en el homúnculo alquímico de Paracelso, en el Frankenstein de Mary Shelley y en el Pinocho de Collodi. Más tarde continuará con los robots de Karel Capec y los de Asimov, con el androide que suplanta a María en Metrópolis, con las Muñecas Eléctricas del futurista Marinetti y con los replicantes de Blade Runner.

Tanta imaginación desenfrenada es razonable —y aun recomendable— cuando está concebida con fines literarios, artísticos, místicos o religiosos, pero no cuando sus propósitos son económicos, sociales y políticos.

Allan Kardec y sus seguidores pueden disfrutar todo lo que quieran con sus mesas giratorias, pero cuando eso desemboca en la Mesa Redonda de la Televisión Cubana… ¡apaga y vámonos!

Cuando Marx, en la Crítica del programa de Gotha, dice: “De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades” pretende ni más ni menos que la escoba barra sola y que, además, cargue los cubos de agua.

Cuando el Che Guevara inventó el trabajo voluntario, la emulación socialista y los estímulos morales como formas de aumentar la producción, reincidió en el error incurriendo en otro frustrado acto de magia.

En ambos casos, se trata de que lo inmaterial (lo moral) actúe sobre lo material, transformándolo e incluso creándolo. Lo que se busca es que lo invisible (estímulos morales) sustituya a lo visible (incentivos materiales) en las actividades productivas.

Esa falta de realismo económico es la kryptonita de los utopistas. Tantos delirios teóricos, y la obstinación de ponerlos en práctica, equivalen al intento de infundirle vida a un trozo de barro con tan solo un soplo divino.

Estas supersticiones, siempre envueltas en palabrería seudocientífica, paradójicamente son llevadas a cabo por ateos recalcitrantes.

Al final, las aguas se retiran, la habitación queda seca, todo vuelve al orden. Sumisamente, el ratón Mickey le devuelve el sombrero al Mago. El druida le da un escobazo en el trasero echándolo fuera de la casa. Es como si le dijera: “zapatero, a tus zapatos”. Cualquier parecido con las recientes elecciones españolas es pura coincidencia.

¿A quién representa el Viejo Maestro en mi exégesis?

Pudiera ser Dios, creador de tantas cosas, desde las flores y las mariposas hasta las estrellas y los océanos. Por si acaso algún lector no es creyente, digamos que ese druida también simboliza las inmutables leyes de la Naturaleza. Es decir, encarna el discurso de la Realidad, única fuerza capaz de poner en su sitio, tarde o temprano, a los utopistas.

Dicho de otro modo, ese Merlín personifica la tradición y la experiencia acumulada durante siglos por inventores, comerciantes, hombres de negocio, industriales, técnicos, científicos y los emprendedores en general, que son los únicos que saben producir riqueza en abundancia.

Me anticipo a posibles críticos. Por supuesto que el modelo democrático tiene defectos y se cometen injusticias, pero aun así, todos los defectos del capitalismo juntos no llegan ni al cincuenta por ciento de todas las deficiencias del comunismo. Como decía Winston Churchill: “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos”. El comunismo, como antídoto contra los males del capitalismo, es un remedio que resulta peor que la enfermedad.

El sistema económico que ha concentrado más personas capaces de generar bienestar material y espiritual es el capitalismo. La clase social que más talentos de esa índole ha gestado a lo largo de la historia es la burguesía.

Esto fue lo que comprendió Deng Xiaoping cuando proclamó que “enriquecerse es glorioso”. Eso mismo conjeturó Gorbachov con su Perestroika y su Glasnot.

Ambos comunistas redescubrieron el capitalismo tras décadas de experimentos utopistas —o sea, medievales, pues no han sido más que retrocesos al feudalismo.

Esos ensayos infligieron a sus pueblos —y a otros que los imitaron— múltiples e inútiles sufrimientos, como carencias crónicas, la prohibición de viajar libremente, de opinar, de tener el pelo largo, de oír o bailar rock, de rezar y poner arbolitos de Navidad, de tener acceso a Internet, el hambre científicamente programada, los destierros sin retorno permitido, el desgarramiento de las familias separadas, el incalculable número de balseros cubanos ahogados, o una cifra aún mayor de naufragios en los Boat People de Vietnam, la imposición del Pensamiento Único y de lo Políticamente Correcto, el auge de la Policía del Pensamiento y de la Neo-lengua, el espionaje y la delación entre vecinos, un único Partido, dinastías “revolucionarias” eternizadas en el poder, la coartada de echarle siempre la culpa de todo lo malo al enemigo exterior, entrenamientos y simulacros militares cada dos por tres, ingentes gastos armamentísticos en detrimento de la canasta básica, el miedo inculcado desde la infancia, insultos gubernamentales (“traidores”, “vende-patrias”, “mercenarios”, “gusanos”, “escoria”, “escuálidos”) contra aquellos ciudadanos que no comparten la ideología oficial, crisis de misiles que pusieron al mundo al borde de la destrucción, guerra en Afganistán, invasiones en Hungría y en Checoslovaquia, guerrillas en América Latina, la guerra en Angola, la matanza en Tian'Anmen, colectivizaciones forzadas, censura férrea, purgas en el Partido, procesos kafkianos en público y por televisión, represión contra religiosos y homosexuales, escritores silenciados, otros ejecutados, algunos suicidados, mujeres pacíficas vapuleadas en la calle por turbas progubernamentales, psicosis de Guerra Fría, planes quinquenales incumplidos, millones de horas de estúpido trabajo voluntario que suman años de tiempo perdido, campos de concentración (UMAP por aquí, Gulags por allá), miles de discursos tan tediosos como vacíos, expropiaciones masivas, cero propiedad privada, ningún derecho de herencia, fusilamientos, largos encarcelamientos, el Estado de Derecho extinguido, el hábeas corpus inexistente, el sentido del humor coartado, la libertad de asociación y de reunión imposibles, el derecho a huelga cancelado hasta nuevo aviso, salarios de miseria dignos de esclavos, la cultura secuestrada en mayor o menor medida por el aparato de propaganda del partido…

¿Por qué Marx usó la palabra “fantasma” (Gespenst) para definir al comunismo en la primera oración de su famoso Manifiesto? Obviamente es una metáfora para esbozar algo capaz de asustar a las fuerzas más poderosas de su tiempo en Europa. Aun así no deja de ser interesante que eligiera esa palabra en vez de, por ejemplo, tigre, amenaza, peligro, huracán, terremoto… En cierta forma, es casi como si reconociera que en aquel entonces (1848) el comunismo no era más que una visión quimérica, un espantajo, un fenómeno sobrenatural que no pertenecía a este mundo sino al Más Allá. A fin de cuentas, ¿qué es cualquier utopía sino una fantasmagoría?

En cualquier caso, lo que Marx desencadenó con su Manifiesto Comunista fue un poltergeist en la historia del siglo XX cuyas catastróficas repercusiones amenazan con extenderse al siglo XXI.

Marx creó un Golem que no solo destruyó todos los entornos donde se instaló sino que además terminó desobedeciendo —igual que las escobas de Mickey Mouse—, e incluso se volvió contra su propio creador.

Fidel Castro —en un raro momento de lucidez— supo vislumbrar a ese Frankenstein tropical: “Este país puede autodestruirse por sí mismo. Esta revolución puede destruirse. Nosotros sí, nosotros podemos destruirla…”

El siglo XX engendró dos Golems. Uno es esa utopía de ultraderecha que fue el nazismo, anunciada en la novela Michael, de Goebbels. El otro se tambalea, escorándose a la izquierda, y le llaman el “Hombre Nuevo”. Se parece tanto al sonámbulo César del Doctor Caligari que no es extraño que en una Cuba ya zombificada se filmen películas de muertos vivientes.

De esos dos totalitarismos, el que más ha durado es el comunista, y sus principales aprendices de brujo van desde Marx y Engels hasta Hugo Chávez, pasando por Stalin, Lenin, Trotsky, Che Guevara, Fidel Castro, Mao Tsé-tung, Pol Pot, Ieng Sary, Kim il-Sung, Ceausescu, Enver Hoxha, Honecker, Tito…

Lo más curioso es que, a pesar de que todos sus proyectos han fracasado, no faltan nostálgicos —o cínicos— que tercamente siguen procurando fórmulas mágicas, ignorando a consciencia las terribles lecciones de la historia más reciente: la debacle del campo socialista en Europa Oriental, la extinción del CAME o COMECON, la desaparición del Pacto de Varsovia, la caída del Muro de Berlín, la transición de China hacia un capitalismo de estado, la improvisación cubana de una precaria economía del timbiriche…

Todos estos derrumbes, así como las lentas transiciones denominadas “ajustes” o “actualizaciones”, describen el desmantelamiento vergonzante del modelo comunista, no son más que capitulaciones e implican el reconocimiento tácito del fiasco del sueño utopista.

Sin embargo, muchos intelectuales, artistas y académicos se empeñan en seguir soñando. Están en su derecho. Lo malo es que contaminan y confunden a otros mucho menos informados.

Estos candidatos a aprendices de brujo argumentan que la utopía es tan bella (al menos en teoría) que vale la pena intentarla de nuevo, lo cual es como darle otra oportunidad al cirujano que ha matado a un montón de pacientes en el quirófano. A ese cirujano habría que mandarlo a la cárcel, lo cual, en el caso de la utopía, significa mandarla al basurero de la historia.

Pero los nostálgicos insisten sin la menor pizca de rubor. Alegan que la utopía es como el horizonte, que mientras más nos acercamos a él, más se aleja y que, por tanto, la utopía sirve para eso: “para caminar”.

¡Qué poético! Pero… ¿caminar hacia dónde? ¿Hacia el abismo? No, gracias.

Las utopías son el parto de los montes, y la montaña parió un ratón.



(*) Publicado en Cubaencuentro el 11 de Enero del 2012.
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