octubre 26, 2011

MARTÍ: LOS OJOS DEL POETA


MARTÍ: LOS OJOS DEL POETA
Manuel Pereira
José Martí
Todas las historias del cine deberían comenzar por mostrarnos ciertas pinturas rupestres, pues desde que el hombre habitaba en las cavernas siempre quiso captar iconográficamente el movimiento. ¿Qué son, si no, esos animales de más de cuatro patas que estamparon los pintores del paleolítico en las cuevas de Lascaux y de Altamira? ¿Especies extinguidas? ¿Superposición de imágenes? Ni lo uno, ni lo otro. Hace tiempo que ha quedado demostrado que son el intento inocente de atrapar pictóricamente el movimiento de las patas del animal en fuga. Los toros alados asirios con rostros humanos barbados del palacio de Sargon, en Khorsabad, tienen cinco patas. Y más cerca en el tiempo, en Roma, ¿qué es esa espiral de bajorrelieves, esa secuencia de historias labradas en la Columna de Trajano? Perdonen el exabrupto, pero configuran —ni más ni menos— la primera película de mármol que relata los episodios de la guerra de Dacia. ¿Y acaso no es otra petrificación del movimiento la sucesión de figuras aladas que nos miran desde el arco de la puerta ojival de Nuestra Señora de París? Este ángel está serio, el de al lado sonríe, el otro ya ríe, el de más allá carcajea; otro mueve un brazo; aquél, los dos brazos… y así va desplegándose el relieve hagiográfico de esa película fallida, pero intentada, desde la noche de los tiempos. Entre los sueños del hombre siempre estuvo el ansia de dominar y reproducir a su antojo el movimiento. Y ese movimiento —que luego solo el cine podría desarrollar a plenitud— José Martí trató de atraparlo en su obra poética, periodística y prosada.

Caído en combate en mayo de 1895 —siete meses antes de que el cinematógrafo Lumiére alcanzara su mayor éxito en París— Martí no llegó a conocer la invención del séptimo arte. Lo más parecido al cine de que tuvo noticia fue el “revólver fotográfico” [1] que, junto con el “fusil” fabricado por el sabio francés Marey, resultó el antecedente inmediato de la cámara cinematográfica. De haber conocido el cine en su esplendor, ¿qué no hubiera sido capaz de escribir el hombre que, inmerso en los preparativos de una guerra de independencia, tuvo tiempo y talento para registrar con palabras lo mejor de la plástica finisecular? La mayoría de sus críticas las dedicó a la pintura, o sea, al reino de la imagen pura. ¿Y qué otra cosa fue el cine mudo sino esa misma imagen hecha luz, puesta en movimiento?

Movimiento: he ahí la palabra clave. Gran parte de la obra de Martí está recorrida por esa obsesión. Siempre me han trasmitido una desconcertante voluntad de aprehensión cinética aquellos versos que Martí dedicó a una bailarina española:

La bailarina Otero
Se ve, de paso, la ceja, Ceja de mora traidora: Y la mirada, de mora: Y como nieve la oreja.

Empieza por escribir: “Se ve” Es decir, que nos va a hablar de algo que hay que disfrutar con los ojos. Se trata, por tanto, de un poema de naturaleza óptica.

Inmediatamente, el poeta atrae nuestra atención hacia la ceja de la bailarina. Pero, ¿cómo nos la hace ver?: “de paso”. Eso puede significar —traduciéndolo al lenguaje cinematográfico— que esa ceja ha entrado en cuadro inesperadamente, o fuera de foco, o en una disolvencia. Por eso el verso siguiente, donde se define la ceja como “de mora traidora”, no hace otra cosa que “enfocar”, precisar, congelar en la “pantalla” de nuestra memoria esa imagen que antes solo habíamos podido ver “de paso”. Entonces ya nos acercamos a la mirada, y, enseguida, a la oreja, en una sucesión de Grandes Primeros Planos cuyos cortes, en este caso, son los apoyos del acento respiratorio. Pero es en la antepenúltima cuarteta de ese poema donde el “movimiento” y la “edición” adquieren tanta fuerza que parece que estos versos, ¿sencillos?, inventaron el cine:

El cuerpo cede y ondea; la boca abierta provoca; Es una rosa la boca: Lentamente taconea.

Esta vez “la cámara” (los ojos del poeta) ha tomado un plano general del cuerpo de la bailarina, para luego, por corte directo, detallar su boca con un acercamiento con zoom o lente macroquilar y, súbitamente, también por corte, llevarnos hasta los pies que taconean “lentamente”. [2] Lo que Martí resuelve en este poema es lo que por primera vez haría, en el año 1900, el cineasta inglés George Albert Smith. O sea, la alternancia de grandes planos y de planos generales en una misma escena. O lo que es igual, el principio del corte y la edición, vale decir del montaje.

Y para demostrar que no cualquier poeta, por mera convención del oficio, hubiera escrito en esos términos semejante poema, ofrezco un contraste que entraña a la vez una feliz coincidencia. Quiso el azar que años más tarde otro poeta (¡nada más y nada menos que Rainer María Rilke!) conociera y frecuentara a la misma bailarina de José Martí. También Rainer María la pintó en unos versos que guardan gran analogía con los del poeta cubano. Pero la visión que éste tuvo de la bailarina fue mucho más cinematográfica que la de Rilke, a pesar de que aquél nunca vio cine y éste, por razones cronológicas y geográficas, muy probablemente sí lo vio. Para expresar los fuegos de la bailarina, Rilke calificó su danza de “convulsa”, “violenta”, “clara”, “ardiente”. [3] Donde el poeta europeo usó el poder de los adjetivos, Martí prefirió describir las imágenes, tal y como se desenroscaban ante sus ojos. En otras palabras: Rilke definió la danza, Martí la narró, la relató, la grabó en toda su “secuencia”: la filmó. Como los pintores de Altamira, consumido por la misma fiebre cinética de los artesanos de la Columna Trajana, semejante a los alarifes del pórtico de Nuestra Señora de París, José Martí prefiguró en estos versos la recóndita estructura del lenguaje cinematográfico, no porque fuera un predestinado, sino porque el cine está en la vida y él supo entreverlo.

Pero si se piensa que hay poca acción en los versos martianos que arriba intenté glosar, si se exige algo que siendo un poema se asemeje más a un guión de cine, hay que leer “El enemigo brutal” [4] y, en especial, aquella estrofa que, más que rimar, filma:

Pasa, entre balas, un coche:
Entran, llorando, a una muerta:
Llama una mano a la puerta
En lo negro de la noche.

Hay aquí tres planos perfectamente coherentes y hasta una edición que mucho recuerda el célebre “montaje de atracciones” de Eisenstein. Pero, de leerse entero el poema, se verá que allí está, latente, esperando por un realizador, todo un guión para un filme de ficción sobre la represión desatada por las tropas españolas contra los habaneros, durante los sucesos del teatro de Villanueva (1869) evocados por Martí en sus versos. La danza primero, la balacera después, estos dos ejemplos aluden a escenas de gran movimiento. El procedimiento que emplea Martí para trasmitir esa atmósfera es bien “sencillo”. En el caso de la bailarina, dice: “Se ve, de paso, la ceja.” En el otro, escribe: “Pasa, entre balas, un coche.” Esta manera abrupta de partir las líneas produce un giro, elegante y rápido. Ese ritmo poético, que da idea de movimiento al transmutarse en imágenes, lo logra Martí con el “de paso” y con el “entre balas”. La estructura de estos poemas está sostenida por cortes que se reiteran: rítmicos, violentos, sincopados.

Las musas inquietantes, de Chirico (1918)
Si algún exigente quisiera pedirle ahora a Martí, no más acción, sino más audacia en las imágenes, mayor creatividad, el poema número XLV de la colección le daría la respuesta. “Sueño con claustros de mármol”; como indica su título, es una composición onírica y, por tanto, de estirpe surrealista. El poeta pasea entre las estatuas de los héroes, y de esa ensoñación surge un fragmento tan cinematográfico —no solo por lo que dice sino por cómo lo dice— que parece escrito para que lo filmara Luis Buñuel en una escenografía de Giorgio de Chirico:

Están en fila: paseo
Entre las filas: las manos
De piedra les beso: abren
Los ojos de piedra: mueven
Los labios de piedra: tiemblan
Las barbas de piedra: empuñan
La espada de piedra: lloran…

¿Se quiere mayor apoteosis de la sensibilidad? No en balde decía Fina García Marruz que «la verdadera modernidad de Martí está en los Versos sencillos». ¿Y no es el cine la más moderna de las artes?

Pero no solo en la poesía, con mayor razón en su prosa periodística abundan también estos relámpagos cinéticos de Martí. Pongo por caso las “Escenas norteamericanas”, escritas hacia 1884, cuyo solo título ya vale por toda una confesión de fe cinematográfica. De ellas solo quiero reseñar, muy brevemente, aquella donde el cronista, en vez de conformarse con decir, por ejemplo, que el encuentro entre los jugadores de foot-ball fue “reñido” o “brutal”, se lanza a describirlo, en toda su violencia, como lo hubiera hecho un equipo de cineastas para un noticiero deportivo. Estos son algunos fragmentos: “Se asen por las quijadas: se oprimen las gargantas (…) Se patean, se cocean, se desgarran (…) el infeliz capitán del Yale, caída la mandíbula (…) se arrastra por la arena hecho lodo (…) se revuelca sobre su estómago; muerde la tierra; se mesa el pecho (…) y lo recogen del suelo, con un tobillo junto a la barba.” [5]

Sin embargo, aún queda un poema por glosar cinematográficamente: aquel de la niña de Guatemala. Allí Martí domina con destreza un sutil juego de flashbacks que contiene hasta tres tiempos. Porque si se lee con detenimiento, enseguida sentimos que el poeta empieza a “contar este cuento en flor” conjugando en presente el verbo querer. Pero ya en la tercera estrofa hay dos dimensiones del tiempo enlazadas: “Ella dio al desmemoriado/ una almohadilla de olor.” [6] Hasta aquí, es un pasado profundo. Entonces añade: “Él volvió, volvió casado-./ Ella se murió de amor.” Ciertamente, éste es un pretérito más reciente. Y en la siguiente estrofa vuelve al presente, al entierro de la niña de Guatemala. Más adelante, Martí retoma el pasado inmediato cuatro versos después, cuando dice: “Era su frente ¡la frente/ que más he amado en mi vida!”, vuelve a referirse a un pasado relativamente remoto, pues parece aludir a su primer encuentro con la amada. Así, en este canto elegiaco, el poeta, recurriendo a la reminiscencia en la memoria, rompe los planos del tiempo —como Proust— y se remonta, no solo a un pasado, sino más allá, a un pasado del pasado.

Pero donde yo creo ver más nexos entre el cine y la vasta obra martiana, no es ya en sus versos, ni en sus crónicas, sino en aquella prosa veloz, inusitada y feliz, que parece pespunteada por la urgencia de los combates. Me refiero —¿quién no lo adivina?— a su Diario de campaña, que fue la literatura más deslumbrante que salió de su pluma: tal vez porque las asechanzas de la muerte le afilaron el estilo, quizá por la alegría del retorno a la patria. Fue lo último que nos dejó escrito. Y ya ese Diario rompe con una línea que es todo un montaje. ¡Y qué montaje!: “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos.” [7] Podrían encontrarse otras muchas miradas cinematográficas en las anotaciones de campaña del Maestro, pero ninguna mejor que esta primera línea. Hay que oír con los ojos lo que dicen esas palabras apresuradas: “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos.” El punto de vista de la cámara (que es el poeta) toma un plano de la mujer llamada Lola y, rápidamente, por corte, estamos viendo ese “jolongo”, ese morral o mochila que simboliza el viaje que Martí va a realizar, pues ese día parte desde Cabo Haitiano a la guerra de Cuba que él ha organizado. Pero inmediatamente la “cámara” vuelve a la mujer que (solo ahora nos enteramos) está “llorando en el balcón”. Enseguida, con un punto y seguido que parece un claquetazo, nos traslada a otra escena en la que se resuelve la anécdota con el “nos embarcamos”.

Lo sorprendente de estas primeras palabras del Diario de Martí —que tan cinematográficas se me antojan— es que el discurso “lógico” ha sido abruptamente interrumpido por ese “jolongo” que nos coloca, sin esperarlo, ante otro plano tomado desde otro punto de vista. Aquí Martí volvió a rozar la génesis del método composicional empleado en el tiroteo en la escalinata de Odessa. “A cada paso —escribía Eisenstein refiriéndose a las escenas del cochecito y de los leo­nes en Potemkin— a cada paso —dijo— hay un salto de una dimensión a otra, de una cualidad a otra…” [8]. Eso mismo hace Martí al comenzar sus apuntes de campaña: salta de la dimensión de Lola a la del “jolongo”, que lo representa a él, y que, por eso, uno lo imagina colgando a la espalda del que pronto va a emprender un viaje sin retorno. Y de allí, nuevamente salta a donde está la mujer, llorando en un balcón, mientras lo despide. En esa frase, Martí pasa de observador a observado para enseguida volver a observar. Primero vemos a la mujer (a través de los ojos de Martí) y luego, por un instante que dura lo que dura pronunciar la palabra “jolongo”, lo vemos a él (¿a través de ella o desde un narrador omnisciente?). No lo sabemos, pero de cualquier manera vemos ese bulto de viaje, o sea, a él, que enseguida vuelve a sorprenderla a ella, en un gran plano general: “llorando”. ¿Llorando? Ya sabemos por qué llora. Lo sabemos gracias al montaje. Se nos hace claro merced a la imagen del “jolongo” intercalada. Se logró, pues, el cambio cualitativo que sugería Eisenstein en su artículo sobre Potemkin.

Si es verdad, como se ha dicho, que la cámara es el ojo de la historia, entonces aquí Martí se nos aparece como el gran ojo que todo lo ve, porque es capaz de verse a sí mismo, como en la dialéctica de aquel proverbio de Antonio Machado que dice: “El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve.”

El espejo falso, de Magritte
Martí, que fue fundador de tantas cosas nuestras, también anticipó, entre nosotros, la eclosión de un nuevo arte (arte de ojos, para los ojos, desde el buñuelesco ojo cortado por una navaja hasta aquel otro ojo ensangrentado detrás de los gafas rotas de la vieja, filmado por Eisenstein). Martí intuyó, prefiguró, presintió y fundó lo que el teórico Béla Balázs acabaría por definir como “una alta civilización óptica”. [9] ¿Que cómo lo hizo? Esa capacidad tan suya de captar la dinámica del mundo en su espectro de música, luz, color, movimiento y formas, le venía de un viejo afán de pintor no cristalizado. Martí logró aproximarse a un modo de ver que luego el cine desarrollaría hasta límites insospechados, sumando orgánicamente a su verbo una permanente mirada de pintor y un finísimo oído para la música. El verbo le permitió narrar, de la plástica tomó el contorno y la fuerza de las imágenes, y la música le dio el “tempo”. De esta fórmula trinitaria tenía que resultar, por fuerza, algo parecido al cine. Tal vez la clave de ese proceso de formación de su espíritu se halle en estas palabras suyas: “Siente uno, luego de escribir, orgullo de escultor y de pintor”. [10]
 
NOTAS

[1] Ver su noticia publicada en Nueva York, en mayo de 1884, titulada “Una fotografía en un revólver”. Obras completas, t. 28. La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1973, p. 280.
[2] Son demasiado conocidos estos versos. No obstante, consúltese en los Versos sencillos el poema número X titulado “El alma trémula y sola”.
[3] Ver “La bailarina española” en Poesía, de Rainer María Rilke, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1979, p. 130. También puede consultarse la Antología poética, de Rainer María Rilke, Madrid, Espasa-Calpe, Col. Austral, 1963, p. 74. La fecha de redacción del poema oscila entre 1907 y 1908 cuando el poeta visitó las ciudades de Córdoba y Toledo, en España.
[4] También en los Versos sencillos, con el número XXVII.
[5] José Martí: Obras completas, t. 10. La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963, p. 133.
[6] José Martí: Ed. cit., 1963, t. 16, p. 78.
[7] José Martí: Ed. cit, 1963, T. 19. p. 215.
[8] Serguei Eisenstein: Eisenstein. La Habana. Ediciones ICAIC, 1967, p. 457. (El subrayado es mio. MP)
[9] Béla Balázs: La estética del filme. La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1980, p. 19.
[10] José Martí: Ensayos sobre arte y literatura. La Habana, Instituto Cubano del Libro, Col. Arte y Sociedad, 1972, p. 123.

(*) Publicado en Cubaencuentro el 26 de Octubre 2011.
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octubre 16, 2011

A RAÍZ DE LA MUERTE DE LAURA POLLÁN



A RAIZ DE LA MUERTE DE LAURA POLLÁN
Lideresa de las Damas de Blanco, recientemente fallecida.
La isla -como siempre- dándonos malas noticias. La buena noticia es que ahora ella forma parte de esa constelación de luchadores pacíficos como Mahatma Gandhi y Martin Luther King. La esperanza es que de su semilla brote algún día un nuevo país, no ya fundado por la fuerza de las armas -como ocurrió en los siglos XIX y XX-, sino forjado a partir del diálogo, la civilidad, el respeto a la diferencia, el sentido común y la cultura. Descansa en paz, Laura Pollán, y que Dios te tenga en su gloria.

Manuel Pereira

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octubre 06, 2011

ISLAS, CÁRCELES Y UTOPÍAS



ISLAS, CÁRCELES Y UTOPÍAS
Por Manuel Pereira
La isla Utopía de Tomás Moro, por Ambrosii Holbein.

Toda isla sugiere imágenes placenteras: cocoteros en la playa, cuerpos esbeltos emergiendo de la espuma, guitarreos y maracas, árboles cuajados de frutas, pájaros multicolores... Pero esa postal turística es engañosa. Su cara oculta es la noción que muchos isleños tienen de su propio territorio y que puede llegar a ser más infernal que paradisíaca.

Al carecer de fronteras con otros países -otras realidades-, cualquier insularidad puede devenir tan dantesca como la isla del Señor de las Moscas. De hecho, las islas han sido escenarios literarios de experimentos diabólicos y laboratorios fantasmales, como en La isla del Doctor Moreau , de Wells, y en La invención de Morel, de Bioy Casares.

Desde épocas remotas, Europa ha soñado las islas como ámbitos exóticos colmados de maravillas. Situadas en distantes regiones oceánicas, se asociaban con los misterios de Ultratumba o con jardines donde reina la abundancia. Toda esa tradición ha permeado la imaginación europea durante siglos y no hay que olvidar que en Europa nacieron todas las utopías habidas y por haber.

El Jardín de las Hespérides, la isla de Calipso, la de Circe, la de Citerea, las islas Eólicas son tan solo algunos ejemplos. En unos casos, se multiplican las ninfas hermosas y las frutas más voluptuosas; en otros, Calipso y Circe seducen o hechizan a Odiseo; de pronto, Citerea deviene el escenario favorito del libertinaje rococó...

Aunque ubicadas en una dimensión escatológica, también las Islas de los Bienaventurados -o Campos Elíseos- confirman la naturaleza insular de una supuesta felicidad, incluso después de la muerte. Otros espacios mitológicos están en el inframundo, como la Isla de los Muertos. La “Última Tule”, en la zona hiperbórea, fue buscada hasta por los nazis y aparece en Joyce así como en la lingüística élfica creada por Tolkien.

Esta imaginería del arrecife pasó del paganismo al cristianismo, de donde saltó al comunismo, salpicando las diversas utopías que de él se han derivado tras la caída del Muro de Berlín. En el terreno de la ficción ideológica o filosófica -siempre rayana en la novelería- las islas también han desempeñado un nefasto protagonismo. No es casual que el contexto de las utopías clásicas sea insular.

Desde la noche de los tiempos, la quimérica fusión de gobierno impecable y bienestar popular está asociada con un espacio geográfico cerrado. Rodeadas por una suerte de cordón sanitario, las islas parecían inmunes a las perversiones y defectos de tierra firme, como si fueran reservorios de inmaculada beatitud. En el siglo XVIII, Rousseau contribuyó a esa creencia con el mito del “buen salvaje”.

La Atlántida de Platón, con sus inagotables riquezas, es una isla donde anida ya el germen de un régimen tan perfecto como irreal. La Utopía, de Tomás Moro, describe una sociedad idealizada e igualitaria, y también fue concebida en otra isla. Tomás Campanella imaginó su Ciudad del Sol en una ínsula. La Nueva Atlántida, de Francis Bacon, se hallaba en la isla de Bensalem, donde la utopía científica se combinaba con la placidez y la armonía de sus habitantes.

En la dimensión mística tampoco faltaron arrobamientos del mismo jaez. San Agustín enfrentó su “Ciudad de Dios” a la Ciudad Pagana, es decir, a Roma, la cual representaba la decadencia y la corrupción.

Esta dicotomía maniquea entre el Bien y el Mal se transmitió posteriormente a todas las ideologías utopistas que siempre buscan corregir el mundo, cambiarlo radicalmente y perfeccionar a los individuos aunque sea al precio de devastarlos en sus libertades más íntimas. Todo vale con tal de lograr un imposible grado de espiritualidad y virtud. Aquí es donde muchos católicos coinciden con los comunistas. Así se explican ciertos engendros como la “Teología de la Liberación” y otros estupores de cristianos abrazando -en el colmo de la confusión- a sus peores verdugos.

Esta utopía a lo divino se remonta a la Jerusalén Celeste descendiendo -cual isla entre nubes- hasta posarse y triunfar aquí en la tierra. Es una visión teológica que tiene su origen en las profecías bíblicas. En todas estas ensoñaciones, la palabra “nuevo” juega un papel fundamental: Nueva Jerusalén, Hombre Nuevo, Nuevo Testamento...

Paradójicamente, a pesar de proclamarse tan ateos, los comunistas beben en estas fuentes religiosas y por eso hablan también del “Hombre Nuevo”, de la “Nueva agricultura”, o fundan la “Nueva Trova” con sonsonetes como éste: “Ésta es la nueva escuela, ésta es la nueva casa, casa y escuela nueva, como cuna de nueva raza”. Por si fuera poco, marxistas y leninistas entonan litúrgicamente la Internacional, una de cuyas estrofas alude al jardín del Edén: “la tierra será el paraíso de toda la humanidad”.

El largo inventario de fantasías sociales, ilusiones cientificistas, ensueños quijotescos, embelesos místicos, ínsulas venturosas y delirios económicos, por fuerza tenía que desembocar en el pensamiento de Carlos Marx y sus epígonos de diversos pelajes.

La utopía no es más que un colección de ficciones -o fricciones- que transcurren entre dos moros: desde el Moro Tomás hasta el Moro Carlos, de donde saltó a las cabezas calenturientas de los fundadores de la Unión Soviética y la República Popular China, incluyendo, por supuesto, a esa isla utopista por antonomasia que se llama Cuba.

Napoleón en la isla Santa Elena.
Por otra parte, el mar, convertido en carcelero, también determinó que muchas islas se transformaran en prisiones infalibles: la Isla del Diablo (Guayana Francesa), Alcatraz (Bahía de San Francisco), las Islas Marías (Pacífico mexicano), la isla Santa Elena (donde murió Napoleón); la isla de If (inmortalizada en El Conde de Montecristo), el Monte Saint Michel (Normandía), el penal de San Antonio en la Isla Margarita (Venezuela)... Todo constructor de cárceles que se precie sueña con una isla donde levantar su jaula de cerrojos tras un espeso muro de aguas.

Recordemos a Papillon estudiando el movimiento de las olas para huir de la Isla del Diablo en una balsa de cocos. El paralelismo con la terrible aventura de muchos balseros cubanos resulta inevitable. Como se ve, las nociones de isla, utopía y prisión están indisolublemente unidas en una especie de Santísima Trinidad.

Cuando alguien sale de Cuba definitivamente es como si lo expulsaran del “paraíso”. Eso equivale a desterrarse para siempre en el infierno capitalista. En la puerta del Edén antillano siempre hay un ángel colérico blandiendo su espada flamígera para impedir el regreso. Nada de hijos pródigos, nada de perdones. Exiliarse, separarse del rebaño insular, ha sido -y sigue siendo- una forma de morir.

¿Qué es la utopía en cualquiera de sus infinitas variantes? Es el descabellado intento de cambiar la naturaleza humana. Incluso en países capitalistas, con gobiernos elegidos democráticamente, algunos utopistas con altas cuotas de poder afirman que van a “moralizar la economía” o que van a “purificar la sociedad”. ¡Qué Dios nos coja confesados!

En el episodio de la Ínsula Barataria, Cervantes elabora una versión de la utopía que consiste, lógicamente, en un engaño. Unos duques se burlan cruelmente de Sancho Panza. Pero éste sale victorioso. Más juicioso y sensato que cualquier aristócrata, demuestra ser un gobernador eficaz. En cierta forma, ese relato es una anti-utopía, pues la isla ha sido mejor gobernada -aunque sea efímeramente- por quien menos se esperaba: un simple escudero. Cervantes se mofa así de la nobleza española de su tiempo, como podría burlarse hoy de los gobernantes de ciertas ínsulas y países utopistas.

Para el manco de Lepanto el mejor gobernante habita en el pueblo, pero no en el pueblo como ente abstracto, sino en cierto número de personas que concilian su pobreza con la decencia a tal punto que son capaces de abandonar rápidamente el poder, dejando el trono tan pobres como llegaron a él. Sancho no roba, no aspira al poder absoluto, sabe retirarse a tiempo y solamente quiere hacer el bien a los demás.

La ínsula Barataria es tal vez la única utopía consumada, porque está gobernada por alguien tan sabio y tan sencillo como el inolvidable Sancho Panza. En esa parodia de isla utopista todo funciona tan bien que por fuerza tenía que ser efímera.

En La isla con hélice, Julio Verne describe un paraíso tecnológico que empieza muy bien, pero termina muy mal, como ocurre con todas las utopías que el género humano ha intentado. Una isla artificial de 35 kilómetros cuadrados, movida por gigantescos motores, surca las aguas del Pacífico. A bordo viajan millonarios norteamericanos rodeados de criados ciegos. Al final de la novela, la isla propulsada queda destruida. La metáfora de Verne profetiza el drama de Cuba: esa isla de millonarios comunistas, rodeados de esclavos ciegos, que navega a la deriva hacia el naufragio.

(*) Publicado en Cubaencuentro el 6 de Octubre de 2011.
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