agosto 21, 2014

Ladrón de Julios

LADRÓN DE JULIOS
Por Manuel Pereira
Enero de 1978, con Julio Cortázar, en la Casa de las Américas, en La Habana.


En septiembre de 1979 yo recorría el triángulo minero de Nicaragua (Siuna, Rosita, Bonanza) haciendo un reportaje sobre los buscadores de oro en los ríos. Allí coincidí con Julio Cortázar y su joven esposa, la fotógrafa canadiense Carol Dunlop. A la sazón, el gobierno sandinista nacionalizaba las minas en esa región y ellos eran invitados oficiales. De pronto los tres entramos en una jaula para bajar a una mina de oro. Con nuestros cascos rojos provistos de linternas, descendíamos en el elevador del pozo, cuando Julio exclamó entre sentencioso y jocoso: “ha comenzado el Viaje al centro de la Tierra.” Eso nos llevó inmediatamente a nuestro tema favorito: Julio Verne.

Nuestra amistad siempre estuvo misteriosamente ligada a ese otro Julio francés. A los nueve años yo me había robado una novela de Julio Verne en una librería habanera. Salí corriendo, me detuvieron en una esquina, me llevaron a la estación de policía, me soltaron por ser menor de edad. Mi madre -abochornada por esa travesura infantil-, poco a poco me compró todas las obras de Verne a medida que yo las devoraba. Mi fascinación con ese autor llegó al punto de dedicarme sus novelas, como si el Padre de la Ciencia Ficción fuera mi amigo y me autografiara sus obras desde el Más Allá. Yo imitaba su firma a la perfección, copiándola de algunas ediciones argentinas. Debajo de la rúbrica, ponía una fecha cualquiera entre 1864 y 1867 para darle mayor credibilidad al embuste. Desde muy pequeño, yo calcaba las firmas de Martí, las de mis padres y tíos. Esa obsesión caligráfica de falsificar garabatos ajenos me perseguiría en el futuro.  

Doce años más tarde, en 1968, yo era un recluta del Servicio Militar Obligatorio (SMO) que cortaba caña quemada en la provincia cubana de Camagüey. Al igual que yo, cientos de miles de jóvenes soldados habían sido movilizados para participar, obligatoriamente, en la zafra: un trabajo brutal digno de esclavos en tiempos de la colonia.

Detrás de mi barraca siempre había un jeep militar con un equipo de telecomunicaciones y una larga antena. El recluta que lo operaba, tras enviar sus mensajes cifrados, buscaba en el potente aparato emisoras extranjeras para oír a escondidas las canciones de los Beatles. Cuando yo regresaba del cañaveral, me metía en el vehículo para oír al grupo musical prohibido en la isla. Pronto advertí que el radio-operador leía un libro muy grueso, de tapas negras, titulado Rayuela. Cuando él terminó de leerlo, me lo prestó, aclarándome que no era suyo, sino de un teniente que estaba de permiso en La Habana.

El albergue donde yo dormía tenía unas treinta literas para otros tantos soldados transformados cada madrugada en cortadores de caña. A las ocho de la noche apagaban las luces y apenas tenía tiempo para leer la abultada novela de Cortázar. Entonces se me ocurrió cazar cocuyos en los matorrales para meterlos dentro de un frasco de cristal de compota rusa cuya tapa previamente yo había perforado con la punta de una bayoneta para que los insectos pudieran respirar. Veinte coleópteros saltando dentro del pomo bastaban para iluminar tenuemente la página que estuviera leyendo después de apagados los bombillos del dormitorio.

Con la luz verdosa emitida por los insectos, yo leía las aventuras de Horacio Oliveira y la Maga en aquel lejano París que, desde el agreste Camagüey, se me antojaba una ciudad de ensueño. Mi situación era difícil, pues ya había cumplido mis tres años reglamentarios, pero tras un altercado con un capitán -empeñado en hacerme jurar bandera por otros 20 años en el ejército-, me habían sancionado a seis meses más de servicio cortando caña. Por si fuera poco, de tanto manejar el machete sufría una tendinitis en la muñeca derecha y, a pesar de tener el antebrazo enyesado, me obligaban a recoger caña cortada, incluso a oscuras, iluminado por el reflector delantero de un jeep.

Así, gracias a Rayuela, cada noche yo dejaba de ser un soldado tiznado para recuperar mi individualidad, volvía a sentirme humano, no un simple número perdido en la muchedumbre de los cuarteles. Si mi primer relámpago literario había sido Julio Verne, el segundo fue la novela de aquel otro Julio argentino.

El teniente de marras regresó al campamento cañero y me buscó para recuperar su libro. Pero yo me hice el loco, me escondí en otros albergues, me oculté en los cañaverales, y así fui dando largas hasta que llegó el día de mi desmovilización y me quedé con aquella edición príncipe de Rayuela, la cual, poco después, una novia efímera me robó. Ladrón que roba a ladrón, tiene mil años de perdón.

En mayo de 1969, ya reincorporado a la vida civil, compré la edición de Rayuela recién publicada por Casa de las Américas. Y, por supuesto, siguiendo mi inveterada costumbre, más tarde me la auto-dediqué con esta frase: “Al joven novelista Manuel Pereira”.

Lo de “joven novelista” se debía a que yo había terminado mi primera novela, pero permanecía inédita, censurada, supuestamente por “pornográfica”. Estuvo dos años debajo de siete llaves en una gaveta del Ministerio de las Fuerzas Armadas. Después de no pocos inconvenientes y discusiones con los censores, finalmente en diciembre de 1977 El Comandante Veneno salía a la luz y dio la casualidad que la presentación tuvo lugar exactamente en la misma librería donde yo me había robado un libro de Verne más de veinte años atrás.

En enero de 1978 Julio Cortázar visitó La Habana y lo conocí en la Casa de las Américas durante un encuentro con jóvenes escritores. Aproveché para obsequiarle mi novela dedicada pensando que alguien tan ocupado (conferencias universitarias, viajes, entrevistas, sus libros por escribir), no tendría tiempo para leerla, pero cuál no sería mi sorpresa cuando, en junio de ese mismo año, Julio publicó en "El Nacional", de Caracas, una extensa reseña elogiosa sobre mi primera obra.

A partir de ahí nos hicimos amigos y cuando le conté la anécdota de Rayuela y los cocuyos fue como si nos conociéramos de toda la vida. En una ocasión visitó mi buhardilla habanera, tan pequeña que desde la mesita de mármol donde yo le había servido una tacita de café, él veía todo en derredor. De pronto, pidió mi ejemplar de Rayuela para dedicármelo. Yo estaba espantado y trataba de tapar ese libro situándome delante de la estantería. Le mentí aduciendo que, por falta de espacio, su novela estaba en casa de mi madre y le ofrecí Los Premios para que me lo autografiara, pero él ya había visto el ejemplar de Rayuela en un anaquel, fácil de distinguir por su gran lomo amarillo de 650 páginas. A regañadientes, le alargué el libro y, por supuesto, enseguida descubrió la falsa dedicatoria en la portadilla: “Al joven novelista”. Se quedó pasmado: “¿y cuándo yo te dediqué este libro a ti?”. Entonces tuve que contarle todo, bastante avergonzado: mi manía infantil de imitar firmas, mi obsesión con Julio Verne, el robo que cometí a los 9 años… Él me miraba muy serio y yo supuse que estaba disgustado, pero entonces buscó la página anterior y allí, en la guarda, añadió estas palabras: “Esta dedicatoria invalida la de la página siguiente, salvo que mantiene la amistad y le agrega el gran afecto de Julio”.

Ese libro doblemente dedicado, y que se puede leer de dos maneras, me ha acompañado como un talismán durante 24 años de exilio. Por haberme robado los libros de dos Julios, y por falsificar sus autógrafos, Cortázar empezó a llamarme en privado: “ladrón de Julios”.

En 1978 pasé fugazmente por París y Julio fue mi cicerone en esa ciudad que yo había vislumbrado diez años atrás, en una oscura barraca de reclutas macheteros, gracias a mi improvisada lámpara de insectos fosforescentes. Él me enseñó, por ejemplo, a usar el metro, y enseguida comprendí que ese mundo subterráneo tenía mucho que ver con la disposición de capítulos elegibles de Rayuela, pues las infinitas conexiones entre las estaciones estaban poéticamente sublimadas en su novela.

A finales de 1982 volví a pasar por París y Carol Dunlop estaba muy grave. Me encontré con Julio en un bistró del bulevar Saint-Germain. Ya no exhibía la sonrisa con los dientes separados que le daban un aire de niño travieso. “Voy a morir de amor”, dijo. Creo recordar vagamente algunas palabras que dejó caer: “leucemia”, “trasplante de médula”.

Año 1983: tras la muerte de su joven esposa, me paseaba con Julio entre la Plaza de Armas y el Castillo de la Fuerza, allá en La Habana Vieja. Estaba sombrío, se lamentaba conmigo porque el gobierno cubano no le había dado no sé qué medalla. Me sorprendió que un escritor que ya tenía la inmortalidad asegurada desde Bestiario se preocupara tanto por una pieza de metal bruñido. Evidentemente los gobernantes insulares todavía no le perdonaban que hubiera firmado la carta pública a Fidel Castro publicada en Le Monde el 9 de abril de 1971 durante el caso Padilla. Él se quejaba y comparaba: “En Nicaragua me han conferido la Orden Rubén Darío, y aquí, nada”, me confesó amargado a la sombra de ceibas y palmeras. Entonces recordé que alguna vez Lezama Lima me había dicho: “Cortázar es un ingenuo en política”.

Dos años después de la muerte de Carol, él enfermó coincidiendo con mi nombramiento como agregado cultural de la Delegación Cubana ante la Unesco. Nada más saber que estaba ingresado, me presenté en el Hospital Saint-Lazare. Me abrió la puerta de su cuarto una señora afligida a quien no conocía: su primera esposa, la brillante traductora argentina Aurora Bernárdez. Ella me dijo que Julio no quería comer, ni siquiera espaguetis. Asomándome un poco, lo vi acostado en la penumbra, con su barba de náufrago, durmiendo cuan largo era. Rememoré una boutade que le oí a Lezama: “Julio padece una envidiable enfermedad llamada ‘efebicia’, que lo mantiene joven al precio de que sus huesos crecen desmesuradamente.”

Poco después Julio fallecía y acudí a su apartamento en el número 4 de la calle Martel donde lo velaban. Eso me asombró, pues en Cuba no se hacen velorios en los hogares. Me alejé del sarcófago situado en el dormitorio para escudriñar los lomos alineados en anaqueles a lo largo del pasillo. Luego eché un vistazo a las carátulas de sus discos de jazz: Thelonious Monk, Charlie Parker, Louis Armstrong, Duke Ellington, Dizzy Gillespie… toda esa improvisación musical que domina no sólo la estructura jazzeada de Rayuela, sino también el lenguaje, como se advierte en el "glíglico" del capítulo 68. El apartamento empezó a llenarse de gente y entonces sentí algo raro, como si estuviera en una casa tomada. Ni corto ni perezoso, hice mutis por el foro.

Luego fui al cementerio de Montparnasse, donde me encontré con Ugné Karvelis, la segunda mujer de Julio, la que lo politizó. Lituana, culta y rubia, agraciada a pesar de la edad, le gustaba dar a entender que era la Maga y, aunque luego supe que nunca lo fue, muy bien podía haberlo sido. Como de costumbre, fumaba uno tras otro sus Gauloises. Enfrente, y a cierta distancia, distinguí a Bernárdez, ya convertida en la fiel albacea de Cortázar.

De pronto, sentí una crispación en el aire y experimenté vergüenza ajena cuando alguien a mi espalda gritó débilmente: “¡Unidos, compañeros!”. El acento sonaba chileno o uruguayo. Poco faltaba para que los que me rodeaban alzaran los puños cantando La Internacional o sacaran banderitas rojas para agitarlas. Intentar convertir en acto político algo tan grave como la muerte de un espíritu superior es algo impropio de cronopios. Un fragmento estelar de la cultura universal estaba siendo enterrado y aquellos personajes querían corear consignas y aferrarse por los brazos como jugadores de rugby.

Dos ideologías enfrentadas circundaban a las dos parejas que sobrevivían al escritor fallecido. Dos bandos en disputa rodeaban el féretro. Para que no me confundieran con los de “mi” bando, me alejé discretamente entre las tumbas. En rigor, yo no estaba en ningún grupo, tan solo era el “Ladrón de Julios”. Aunque, como representante de la Unesco, yo estaba físicamente en un bando, yo ya sabía que no es lo mismo “estar en” que “ser de”.

Lo que por entonces yo no sabía es que la relación entre Julio y Aurora comenzó a deteriorarse tras un viaje a Cuba en 1963. A él le encantó lo que vio en la isla, pero a ella no. En 1967, de nuevo en La Habana, él conoció a Karvelis, quien se convirtió en su compañera sentimental y su agente en Gallimard.

La vida y la obra de Julio estuvieron marcadas por esas dos mujeres poderosas. Su primera etapa literaria -cuando conoció a Aurora- fue antiperonista, incluso se ha dicho que Casa Tomada es una metáfora de la invasión de los peronistas que lo expulsan de su casa: Argentina. Pero cuando él conoció a Karvelis en la isla, sus actividades públicas y sus libros empezaron a inclinarse cada vez más a favor del llamado “socialismo latinoamericano”.

Un viento frío soplaba contra el sol del mediodía. La lucha de clases parecía a punto de estallar entre los sepulcros. Corría el año de Orwell (1984), pero la Guerra Fría no llegó a instalarse en el camposanto porque, de repente, se alzaron de sus tumbas las sombras de Baudelaire, de Huysmans, de Beckett, de Tristan Tzara, de Poincaré, de Ionesco y de César Vallejo. Ceñudos, con los brazos cruzados sobre el pecho, esos majestuosos espectros impusieron a todos silencio, calma, tolerancia y respeto. Por suerte, no se pronunciaron tediosos panegíricos, solamente se depositaron algunas ofrendas florales. Colocaron el ataúd en la tumba de Carol, su último amor. Ahora que descansaban juntos, los autonautas podrían reanudar su viaje atemporal en la cosmopista subterránea.

Ugné se me acercó cojeando, tenía un pie enyesado, pues solía caerse por su dependencia del alcohol. Con su voz ronca de fumadora me pidió que la llevara a tomarse un whisky. Colgada de mi brazo, salimos del cementerio. Ella iba saltando a la pata coja, como si jugara en una invisible Rayuela trazada con tiza en el suelo.

En algún café cercano entré con la Maga apócrifa. Observando su pie escayolado, pensé en mi brazo enyesado allá en Camagüey. Dos viejos amores sobrevivían a Julio, dos dedicatorias contenía mi Rayuela, yo me había robado dos Julios… Todo eso me daba vueltas en la cabeza mientras ella suspiraba agobiada: “Soy un milagro ambulante”. Entonces empezó a contarme historias de su abuelo con abrigo blanco cazando zorros en los bosques nevados de Lituania. Oyéndola a medias, yo seguía pensando en los dos que ahora mismo bajaban buscando relámpagos de oro en los abismos de la tierra. En alguna ocasión Julio me había comentado que según el alquimista Michael Maier el oro es resultado de las rotaciones del sol alrededor de nuestro planeta. Ugné seguía contándome sobre su abuelo, pero yo seguía retrocediendo mentalmente cinco años atrás, a aquella mina de oro nicaragüense, mientras descendíamos al pozo, hacia el oro hilado por el sol, cuando Julio dijo entre tinieblas: “ha comenzado el Viaje al centro de la Tierra.”



(*) Publicado en ESQUIRE, número de agosto de 2014.

agosto 11, 2014

Alejo, el otro

ALEJO, EL OTRO
Por Manuel Pereira

Ha muerto en Cuba mi viejo maestro y amigo: Antonio Alejo Alejo. Lo conocí en 1968 cuando salí del Servicio Militar Obligatorio y matriculé en la Academia de “San Alejandro”. Nunca olvidaré su primera clase de Historia del Arte: inquieto, flaco y gesticulante, frente a la pizarra convertida en pantalla, proyectaba imágenes de unas cuevas argelinas en la región de Tassili N’Ajjer. Ante mis asombrados ojos desfilaban pinturas rupestres de 15 mil años de antigüedad, pero lo más espectacular era que aquellas imágenes representaban a unos seres con cascos de cosmonautas o escafandras de buzos, otros personajes volaban con cuernitos como antenas en la cabeza… “¡Extraterrestres!”, pensé y enseguida me puse a escribí mi primer artículo para El Caimán Barbudo (febrero 1969).
Alejo me ayudó con las ilustraciones prestándome algunas de las diapositivas más sugestivas para apoyar mi especulación de que aquella zona de Argelia había sido visitada en tiempos remotos por naves de otros planetas. Para un aprendiz de escritor en su bautismo de tinta, el artículo tuvo éxito, pues fue públicamente elogiado nada menos que por el Gran Marciano cubano: Oscar Hurtado, a quien recuerdo enorme, con grandes orejas, siempre con sus inmensos tenis verdes, jugando ajedrez en la UNEAC o viajando en la moto de la escritora humorística Évora Tamayo.
Así entré en el mundo de la prensa y la literatura, a los 20 años, de la mano de Alejo Alejo. Con sus clases magistrales, él me mostró los senderos del arte universal. Poco después yo conocí a Lezama Lima y tuve el gusto de presentarlos. ¡Qué diálogo tan homérico entre aquellos dos gigantes!
En su juventud Alejo Alejo conoció a Wifredo Lam, pero luego lo perdió de vista. Por eso, cuando yo trabé amistad con el mejor pintor cubano, los hice coincidir en una comida en la Bodeguita del Medio. ¡Otro banquete de genios!
Cuando yo conocí a Alejo Carpentier, lógicamente, quedé encandilado con nuestro principal prosista. Por entonces Alejo Alejo empezó a autodenominarse “Alejo el otro”. Tenía un gran sentido del humor. Más tarde, la vida me llevó por otros derroteros alejándome de aquel Alejo, a quien siempre recordé con cariño, a pesar de las lejanías.
Alto, ágil, elástico, siempre jovial, así era Alejo el otro. Sin embargo, también tenía sus malas pulgas. En una ocasión me llevó a un concierto en el teatro Amadeo Roldán. Una señora delante de nosotros no paraba de hablar y Alejo la golpeó varias veces en el hombro con el programa enrollado exigiéndole silencio para oír la música. Yo no salía de mi asombro. No sabía que eso se podía hacer: regañar a alguien para poder oír un concierto. También me llevó al Museo de Bellas Artes, a un concierto de Bola de Nieve, a quien me presentó al final de la función. Yo estaba impresionado con ese universo musical que él me descubría.
Alejo Alejo fue un erudito, un maestro formado antes de la revolución, y me alegra saber que al final de su vida recibió premios y diplomas más que merecidos, distinciones oficiales que tendrían que haberle otorgado mucho antes, pero en fin: nunca es tarde si la dicha es buena.
Los que aprendimos de su vasta sabiduría fuimos unos privilegiados. Un maestro tan fuera de serie es dudoso que exista hoy en la isla. El agujero que deja en el tejido de la pedagogía nacional es más grande que el cráter Tycho y para rellenarlo tendrá que pasar un cuarto de siglo.
Él poseía la fórmula secreta de todo buen maestro: capacidad de asombro para transmitir conocimiento, contagiando con esa fascinación a su alumnado. Eso no se aprende en ningún instituto pedagógico: es algo que viene en el ADN, y se llama vocación. Por tanto, Alejo Alejo fue un milagro magisterial.
En un video de Leonardo de Armas lo veo explicando el románico en la iglesia de San Clemente de Tahull, allá en las tierras catalanas donde viví trece años. Me llamó la atención agradablemente que comentara ese estilo no tanto a partir de sus atributos estéticos sino más bien a través de la fe. Me gustó oírlo hablar con tanta pasión de la “necesidad de la fe”. Que en paz descanse.

(Publicado el 11 agosto 2014 en diario digital 14 y medio, La Habana)