agosto 18, 2011

VOLANDO CON VOLTAIRE


VOLANDO CON VOLTAIRE
Por Manuel Pereira
Ícaro y Dédalo, de Jacob Peter Gowy.
Ese viajero incansable que fue Voltaire escribió: “Se ha pretendido en varios países que no le estaba permitido a un ciudadano salir de la nación en que el azar le había hecho nacer; visiblemente el sentido de esa ley es: este país es tan malo y está tan mal gobernado que prohibimos a cada individuo que salga, por miedo a que se vayan todos”.

Sin saberlo, el autor de Cándido estaba describiendo la situación migratoria cubana con más de dos siglos de anticipación. Una situación que se ha traducido durante décadas en nomadismo involuntario impuesto por las autoridades de la isla.

Miles de balseros se han lanzado al mar sobre cualquier objeto flotante. Desplegando ese ingenio que les sobra a los cubanos para la mecánica automotriz, algunos han concebido inventos dignos de la imaginación de Julio Verne, como convertir automóviles y camiones en embarcaciones capaces de llegar a las costas norteamericanas. Estos émulos de Jasón incluso han acuñado el neologismo “camionauta” que todavía los adustos académicos de la lengua no han recogido en su Diccionario, sea por desidia o por desinformación.

El afán de escapar del laboratorio utopista insular ha llevado a algunos a competir con Houdini. Por ejemplo, la bella y valiente mulata Sandra de los Santos, quien se metió en una caja de madera enviándose a sí misma desde Bahamas hasta Miami como si fuera un paquete postal.

Aquí se revela otro mito griego, el de la Caja de Pandora. Los aduaneros de Miami, que esperaban encontrar un motor de barco al abrir el cajón, se quedaron atónitos cuando vieron salir de allí a una esbelta mulata casi asfixiada. Ella no era la suma de calamidades que nos relata Hesíodo, sino la Esperanza en cuerpo y alma. Sandra es nuestra Pandora al revés.

Frecuentemente el drama de la emigración cubana deviene tragedia, como en el conocido caso de Elián, el niño de seis años que fue hallado flotando en un neumático frente a las costas de Fort Lauderdale, único sobreviviente de un grupo de once balseros entre los que estaba su madre.

Aquí de nuevo vislumbramos un arcaico mito en su variación tropical. El niño abandonado en el agua y luego rescatado es una imagen constante en diversas culturas. El agua como elemento femenino o líquido amniótico, el niño escondido en el útero, que es la caja o cesta en la que flota. La leyenda implica un segundo nacimiento.

Nadie sabe a ciencia cierta cuántos balseros han quedado sepultados en el mar, ésa es una estadística cuyas cifras sólo conocen los tiburones del Estrecho de Florida. Es aquí donde la realidad supera a la ficción. La película Náufrago -interpretada por Tom Hanks- es un cuento infantil para colorear comparado con las inenarrables desventuras de los cubanos que huyen por mar. El Relato de un náufrago, de García Márquez, y La expedición de la Kon-Tiki, parecen canciones de cuna cotejados con los infortunios sufridos por estos audaces a bordo de frágiles embarcaciones hechas con tablas y llantas de camión.

La hazaña no consiste solamente en salvar las 90 millas náuticas (166 kilómetros) que separan a Cuba de Cayo Hueso. Antes de enfrentar insolación, deshidratación, vientos, oleajes y tiburones, los balseros tienen que evitar que el Comité de Vigilancia de su cuadra los descubra fabricando la balsa, pues eso podría costarles años de prisión. Al zarpar, tendrán que sortear a las tropas guarda-fronteras y a las lanchas guardacostas, porque si los sorprenden pueden dispararles o, en el mejor de los casos, enviarlos a la cárcel. Por si fuera poco, últimamente, los balseros también tienen que burlar a los navíos de la Guardia costera de EEUU para que no los devuelvan a Cuba si son interceptados en alta mar.

Uno de mis mejores amigos de La Habana Vieja, Reinaldo Bragado Bretaña (q.e.p.d.), cumplió dos años de prisión tras varios intentos fallidos de fuga. Él me contó sus terribles aventuras, recuerdo que se embadurnaba con petróleo para ahuyentar a los tiburones.

Para tornar más desastrosa nuestra situación migratoria tenemos a los “balseros del aire”, quienes corren en el último momento por la pista del aeropuerto habanero para colarse en el tren de aterrizaje de los aviones que despegan hacia destinos europeos.

Estos Ícaros cubanos no son tantos como los que se aventuran en el mar. El cubano -antaño siempre empinando chiringas- no sólo ha devenido trashumante, sino también polizón aéreo con vocación suicida.

¿Qué es volar sino liberarse de la fuerza de gravedad, esa cadena invisible que nos mantiene atados al suelo? Envidiamos en secreto a los pájaros. El mejor atleta del mundo, incluso con garrocha, sólo alcanza a dar unos saltos ridículos comparados con el más ínfimo gorrión. Ésta es quizá nuestra peor y más antigua frustración como especie, a tal punto que el afán de volar ha pasado a formar parte del inconsciente colectivo, lo cual se refleja en ese sueño recurrente -tan común como universal- en el que volamos felices, pero también en su reverso onírico, cuando sentimos que caemos desde las alturas hacia algún oscuro abismo.

Como si no bastaran las limitaciones que nos impuso la Madre Naturaleza al privarnos de alas y de aletas, siempre aparece algún autócrata deseoso de aplicarnos mayores restricciones en nuestra ancestral libertad de movimientos.

Al igual que en sueños y pesadillas, nuestros Ícaros remontan el vuelo, pero casi todos caen en el intento. El tema del ascenso y la caída tiene una interpretación bíblica: la caída de Adán es un remake de la de Lucifer arrojado del cielo al infierno.

La historia de Ícaro y su padre Dédalo escapando del laberinto de Creta no sólo sugiere la más remota alegoría de la navegación aérea sino tambié el miedo a la libertad, pues simboliza la inseguridad y el infortunio. Estas ascensiones y caídas no podían dejar de tener su eco en el arte. Todo empezó con Harold Lloyd guindando de las agujas de un reloj para seguir más tarde con los personajes de Hitchcock que cuelgan en el vacío o caen abruptamente. El reverso de estas acrobacias, lo vemos en Marc Chagall –poeta de la ingravidez– con sus novios y sus vacas levitantes.

El cubano Adonis Guerrero Barrios es nuestro Ícaro más reciente. Ese joven de 23 años llegó aplastado y congelado al aeropuerto de Barajas, oculto en el tren de aterrizaje de un avión de Iberia procedente de La Habana.


¿Qué grado de desesperación tuvo que experimentar para cometer semejante locura? Durante el viaje en el estrecho compartimiento del tren de aterrizaje hay que soportar temperaturas de 40 grados bajo cero, el vuelo dura nueve o más horas, a casi nueve mil metros de altitud, cruzando todo un océano. Cuando un acto tan temerario se reitera en un mismo territorio muestra el estado de desesperanza de todo un país.


Alguien debería inventar un aparato que voy a bautizar desesperómetro. Con tan sutil artilugio la ONU y otros organismos internacionales podrían medir los distintos grados de desesperación que sufren las naciones. El desesperómetro podría aplicarse en este mundo tan enfermo, país por país, para así poder condenar a los gobiernos que con sus políticas suscitan situaciones tan insoportables que empujan a sus ciudadanos hasta los límites de la enajenación, gobiernos que luego hacen la vista gorda, encogiéndose de hombros y poniendo cara de yo no fui.


En ese hipotético chequeo médico a escala mundial, Cuba exhibiría la fiebre recurrente más intensa. ¿Por qué, tratándose de una isla tan pequeña, ha producido más de la mitad de los polizones aéreos candidatos a una muerte segura? Alguien pudiera pensar que los cubanos somos genéticamente suicidas, pero es el sistema socioeconómico imperante en la isla lo que incita a la gente a incurrir en actos de locura.


Las hemerotecas registran unos quince pasajeros clandestinos que han volado en las ruedas de aviones, de los cuales diez despegaron de Cuba. No sólo nos llevamos la palma en récord tan macabro, sino que inauguramos esa forma de evasión.


El primer caso se reportó en 1969 cuando dos polizones huyeron en un avión de Iberia hacia Madrid ocultos en el tren de aterrizaje. Eran Armando Socarrás y Jorge Pérez Blanco, éste último cayó al mar -igual que Ícaro- durante el trayecto mientras que el otro logró llegar a la capital española, casi congelado, tras un vuelo de nueve mil kilómetros.


Socarrás sobrevivió milagrosamente y figura en el Libro Guinness en el capítulo dedicado a la aviación. Es el único ser humano que, tras experimentar la ascensión y la caída, quedó vivo para contarlo.


Pero sus epígonos no han tenido tanta suerte. El 21 de julio de 1991, otra vez en Barajas, aterrizaron dos cubanos muertos en un aparato de Iberia procedente de La Habana. Eran Alexis Hernández Chacón de 19 años y José Manuel Acevedo Cárdenas, de veinte.


El 22 de agosto de 1999, en el aeropuerto de Gatwick, Londres, aterrizó el cadáver del cubano Félix Julián García, de 28 años, oculto entre las ruedas de un Boeing-777 de British Airways. En septiembre del mismo año, en el aeropuerto italiano de Varese, apareció entre las ruedas de un Boeing-767 el cadáver del cubano Roberto García Quinta. En diciembre del 2000 dos polizones cubanos cayeron muertos desde un Boeing-777 de la British Airways en las cercanías del aeropuerto de Gatwick. Eran Alberto Vázquez y Maikel Fonseca, tenían 16 y 17 años respectivamente. En julio del 2004 otro cubano identificado como Wilfredo D. llegó muerto a Dusseldorf, Alemania, en un avión de la aerolínea LTU. Tenía 20 años.


Y en medio de este lúgubre recuento se aparece Raúl Castro prometiendo -una vez más- flexibilizar la política migratoria. Dijo: “nos encontramos trabajando para instrumentar la actualización de la política migratoria vigente...”


Nótese el gerundio “trabajando”. El problema del gerundio -que tanto gusta a los políticos gerundianos- es que su aspecto durativo denota una acción que no comienza ni se acaba, está en proceso, quién sabe hasta cuándo. El gerundio siempre entraña una vaga promesa y no establece ningún atisbo de culminación. Es la incertidumbre total y, al usarlo, el gobernante cubano se cura en salud, no se compromete a dar una fecha de terminación para esos “trabajos”, no define nada, transmitiendo a la vez un mensaje esperanzador, una falsa señal democratizadora, para engatusar a los bobos que nunca faltan.


La caída de Ícaro, de Brueghel.
Ya desde abril, durante el sexto congreso del partido, se dijo que estaban “estudiando” (¡otro gerundio!) el tema migratorio. Al cabo de cuatro meses de estudios, ¿todavía están devanándose los sesos? ¿Por qué les costará tanto estudio y trabajo hacer algo tan sencillo como repartir pasaportes entre los cubanos, abolir los humillantes desembolsos exigidos por las embajadas, suprimir los arbitrarios permisos y abrir de par en par las puertas de puertos y aeropuertos?


Temen que las ovejas se escapen del rebaño, que la isla se quede vacía. Tienen “miedo a que se vayan todos”, como vaticinaba Voltaire hace más de dos siglos.


Curiosamente en Cuba se han reproducido algunos mitos clásicos a partir de la segunda mitad del siglo XX. Allí renace la fábula Jasón y los argonautas, o camionautas, allí reaparece Ícaro con sus alas de cera así como su desesperado padre Dédalo, ambos queriendo escapar de la isla de Creta cuyas costas permanecen estrechamente vigiladas por el despótico rey Minos. Sandra protagonizó una variante optimista del mito de la Caja de Pandora. El balserito Elián es una especie de Moisés, que en hebreo significa “salvado de las aguas”. La isla padeció una extraña versión de Pasifae cuando Fidel se enamoró de la vaca “Ubre Blanca”, a la que llegó a erigirle una estatua. De hecho, Cuba es un laberinto en cuyo centro centellea el ojo del Minotauro. Después de todo, ¿qué fue aquella obsesión de Fidel con los cruces Holstein-Cebú, las vacas gigantes y las enanas, el toro “Rosafé” y la vaquería “Niña Bonita” sino lo cretense devenido cretinez?


(*) Publicado en Cubaencuentro el 18 de Agosto del 2011.
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agosto 03, 2011

LICHI EN LA ETERNIDAD




LICHI EN LA ETERNIDAD
Por Manuel Pereira
Eliseo Alberto (Lichi) presentando la novela Insolación, de Manuel Pereira, en México, D.F. 23 de marzo de 2006.
Hoy soy infinitamente más viejo que ayer. La muerte de un buen amigo nos envejece más prestamente. Morir en el exilio es sucumbir dos veces, pues todo desterrado ya está enterrado.

De los diversos obituarios que tengo en remojo, éste era el único que no tenía previsto, el que nunca hubiera querido escribir, el que ahora publico a regañadientes.

Conocí a Lichi hace 38 años en la casona art nouveau de la revista "CUBA internacional," en Reina esquina Lealtad. Yo bajaba corriendo la majestuosa escalera para entregarle un texto urgente al linotipista. En el primer rellano tropecé con dos jóvenes que venían subiendo: Reinaldo Escobar (Macho Rico) y Eliseo Alberto (Lichi). Yo no los conocía, ni siquiera de oídas, pero sabía que ese día dos periodistas recién graduados se incorporarían a la revista.

Intercambiando sonrisas traviesas, Lichi y el Macho me saludaron como si me conocieran de toda la vida. Yo tenía prisa, el linotipista esperaba mi texto en medio de un cierre muy ajetreado. Pero los recién llegados me cerraban el paso dándome palique y enseñándome sus flamantes títulos universitarios.

“¿Tú no estás estudiando en la Universidad?”, me preguntaron casi al unísono. Cuando negué con la cabeza, Macho exclamó: “¡Entonces estás en franca minoría!”. Lichi asentía sonriendo de oreja a oreja.

Yo llevaba cuatro años publicando en aquella revista, ya dominaba los rudimentos del oficio, pero no tenía el dichoso título universitario, lo cual me condenaba a la categoría de redactor “C”, la más inferior y peor pagada: 138 pesos mensuales.

Me despedí como pude de los dos licenciados, terminé de bajar la escalera y entré corriendo en el taller del linotipo con la frase “estás en franca minoría” martillándome la cabeza.

En efecto, yo era el único periodista autodidacta y sin pergamino en aquella publicación. Si seguían llegando graduados universitarios, en cualquier momento me iban a botar. En aquel año 1973 las defenestraciones estaban a la orden del día en los medios de prensa. Tenía que hacer la carrera de Periodismo si quería ascender en el escalafón laboral, no sólo para evitar que me expulsaran, sino también para ganar un poco más. Seis años después yo también recibía mi diploma de Licenciado.

El segundo recuerdo imborrable que guardo de Lichi se remonta a 1974, en la provincia de Camagüey. Yo lo esperaba a unos pasos de la polvorienta cabina telefónica donde él se había encerrado a hablar. Yo sabía que era una conversación sentimental. Lichi colgó y vino hacia mí arrastrando los pies, con el corazón en un puño. En su rostro adiviné una lágrima. Le pasé un brazo por el hombro y empecé a bromear, para calmarlo.

Al poco rato había recobrado su presencia de ánimo y ya estábamos rumbo a alguna fábrica o granja para hacer un reportaje que al final siempre sería más literatura que periodismo, pues sólo así conseguíamos cierto decoro estético en nuestros textos, sorteando de paso la censura y eludiendo la grisura de los temas oficiales que nos asignaban en la revista.

Pasó el tiempo, y pasó un águila por el mar. Los trabajos y los días nos separaron, aunque siempre sabíamos uno del otro. Estábamos lejos pero juntos. Finalmente, llegó para mí la hora del exilio, y para él también.

En 1998, cuando ganó el premio Alfaguara con su novela Caracol Beach, Lichi visitó España y lo primero que hizo fue buscarme bajo las piedras en Barcelona. En el hotel donde se hospedaba me dio la noticia de la muerte en la Isla de mi entrañable amigo el fotógrafo Pirole. Me derrumbé en un sofá. Ahora era él quien me veía triste, tal y como yo lo había visto a él en aquella remota cabina telefónica de Camagüey.

En el año 2001 regresó a Barcelona alojándose en mi buhardilla junto con su hija María José. Fueron días felices: paseos por el Barrio Gótico, cenas en “Los Caracoles”, caminatas por las Ramblas, museos, fantasías de piedra de Gaudí. Yo ya había leído Informe contra mí mismo, el único libro de la diáspora que me ha hecho llorar, no por mor de sensiblería, sino por su lúcido lirismo, por su polifonía coral entreverada con bríos de honestidad intelectual y relámpagos de cubanidad.

Un año después era yo quien volaba a México para refugiarme en su casa de la calle Homero, nombre perfecto para la morada de un poeta. Lichi era el mismo que yo había conocido en la escalera de la revista “Cuba” tantos años atrás. Ningún premio internacional, ni las famas ni las glorias, habían podido mellar su candor esencial. Estaba otra vez enamorado, esta vez por chat, y yo me alegré, porque pensé que por fin se arrancaría del corazón aquella vieja espina de la cabina telefónica camagüeyana.

Mi economía hacía aguas por entonces, y Lichi me presentó al director de una revista mexicana con la que enseguida empecé a colaborar. Me presentó con tal despliegue de alabanzas que un elemental sentido del pudor me impide reproducirlas aquí.

En una época dominada por la envidia, en un mundillo tan espeluznante como el literario —donde pululan los ninguneos, las zancadillas, los chismorreos, las maledicencias, las efímeras famas y el vedetismo— encontrar a alguien ya consagrado que lo recomiende a uno con elogios es un prodigio. Y ese milagro ambulante era Lichi.

Dos años después, harto de Europa, yo me instalaba en México, entre otras razones porque Lichi me alentó hablándome maravillas de este país. “¡Al diablo con España, ven para acá, aquí las mexicanas te van a apapachar!”, me dijo por teléfono.

De pronto enfermó. Durante una visita al hospital lo noté bastante aburrido, sin computadora, ni teléfono, ni Internet. En la siguiente visita le llevé un regalo: un ajedrez electrónico con el que podía jugar solo contra la computadora integrada. Enseguida se sentó en la cama y se puso a mover piezas como un niño en Día de Reyes.

Al despedirnos, me habló de la diálisis: “es un balazo aquí en el pecho”, dijo abriéndose la camisa del pijama para enseñarme un vendaje en cruz.

Nuestra última conversación fue estrictamente literaria. Yo le pregunté si ciertos narradores le aburrían tanto como a mí. Coincidimos al ciento por ciento. Buscamos las causas de ese tedio.

- No hay calidad en el lenguaje —dije yo—, pareciera que escriben de prisa, sin revisar, sin refinar.

- Es que muchos piensan que basta con ponerse a contar historias para hacer una novela —opinó Lichi.

- Yo veo muchas imágenes fallidas, torpeza en los símiles, algo así como una poesía a la cañona, adjetivos mal encajados o sobrantes —añadí yo.

- Eso es porque algunos piensan que escribir es juntar palabras —dijo él—. Hay que saber colocar con precisión las palabras.

- Aparte de eso, yo creo que el problema de fondo es que ciertos autores no tuvieron una esmerada formación poética antes de aventurarse en la prosa. Por eso sus historias pueden incluso estar bien redactadas, pero yo siento que les falta algo, no percibo el soplo, no veo el fulgor.

- Ésa es la clave, la sensibilidad poética. También está el problema de los temas —argumentó Lichi—, muchas veces demasiado cercanos al periodismo o al costumbrismo.

- Esas prosas no cumplen con la frase de Proust: “sólo la metáfora puede darle una suerte de eternidad al estilo”.

- Tú estás claro, Manolo.

El balazo en el pecho que él me enseñó se ha convertido en el hueco que nos ha dejado en el alma. México está ahora más vacío que nunca. Sin embargo, yo sé donde está Lichi. No en ese sarcófago, que no es más que un frío rectángulo de metal. Yo sé donde está cocinando sus chícharos y contando anécdotas de Capablanca. Yo sé que su alma sin mancha, su alma de pan mojado en café con leche, ha trascendido ya las nueve esferas de los nueve arcontes traspasando el Velo de Sofía para instalarse en el Pleroma.

Hijo del gran poeta Eliseo Diego, Lichi quedará en la historia de la literatura como un brillante fabulador, un artesano de las palabras, un orfebre de la prosa. Su escritura resplandece gracias a su poder de concisión: prosa ceñida de impecable factura.

Como todo buen escritor, Lichi fue ante todo un ameno conversador. Podía pasarse horas contando anécdotas, algunas inventadas, otras bellamente exageradas. Ése era su principal recurso para ir bordando su vasta tapicería narrativa.

Con él se ha ido lo mejor del espíritu juvenil y creativo imperante en aquella revista donde nos conocimos y crecimos como narradores, poetas, periodistas y fotógrafos. Cada vez quedamos menos de aquella tribu literaria. Iván Cañas y Antonio Conte viven en Miami, Reinaldo Escobar batallando en La Habana, Agenor Martí quién sabe dónde, Minerva Salado aquí en México, Raúl Rivero en Madrid, Garófalo durmiendo en algún lugar, Luc Chessex envejeciendo en Suiza, Ernesto Fernández oxidándose frente al mar, Félix Contreras y Félix Guerra en la Isla, Froilán Escobar en Costa Rica…

Con Lichi se ha ido lo mejor del espíritu de mi generación. Ahora sí que estoy en franca minoría.



(*) Publicado en Cubaencuentro el 3 de agosto de 2011.

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