mayo 31, 2016

Selfie

SELFIE
Por Manuel Pereira
Autorretrato en espejo convexo, de Parmigianino, 1524.

El selfie está de moda, como si fuera algo muy moderno, cuando no es más que un antiguo recurso autobiográfico.

En El Matrimonio Arnolfini Jan van Eyck se autorretrató en uno de los personajes reflejados en el espejo de la pared del fondo, como confirma su firma encima del cristal convexo: Johannes de Eyck fuit hic 1434.  

A los trece años Alberto Durero se dibujaba a sí mismo. En 1498 lo vemos elegantemente vestido junto a una ventana, en otra tela aparece como Ecce Homo, incluso llegó a representarse desnudo: gran audacia para su tiempo.

Tras diez siglos de oscurantismo feudal, el autorretrato floreció impetuosamente, dejando atrás la Edad Media, época en la cual -salvo alguna excepción- los artistas no firmaban sus obras, reducidos a meros artesanos consagrados a ilustrar episodios bíblicos.

Este ninguneo gremial se extinguió con el Renacimiento, cuando el hombre ocupó la posición central cósmica antes reservada a Dios. Sea por vanidad o afán de inmortalidad, estas confesiones pictóricas potenciaron el individualismo, uno de los principales atributos de la modernidad.

Hacia 1500 El Bosco nos mira desde El jardín de las Delicias. En la tabla derecha -El Infierno Musical- su rostro surge debajo de un plato con una gaita. El Bosco transitaba ya hacia el espíritu renacentista y sus visiones oníricas se anticipaban 420 años al surrealismo.

Los creadores aprovecharon este subgénero pictórico para ahorrarse contratar un modelo y, también, para mostrar su evolución estilística así como sus abismos psicológicos, o simplemente para registrar los estragos del tiempo en la carne.

En 1513 Leonardo da Vinci nos regala su autorretrato: un minucioso dibujo a la sanguina donde descubrimos las arrugas, cada cabello y cada pelo de la barba de un sabio de 60 años.

A la sazón, Rafael Sanzio se incluía en un retrato colectivo rodeado de filósofos y científicos en La escuela de Atenas. A la derecha de este primer selfie grupal con celebridades, entre Zoroastro y Ptolomeo, el joven pintor nos mira fijamente.

En 1524, el Parmigianino emplea un espejo convexo -como el de Van Eyck- para revelarnos su rostro aniñado y la exagerada mano manierista en primer plano.

En1541 Miguel Ángel se autorretrata en El Juicio Final, el fresco pintado en la pared del altar de la Capilla Sixtina. San Bartolomé sostiene su piel desollada que cuelga con el rostro del pintor: un guiñapo humano en la parusía.

En 1600 el Greco se autorretrata en Toledo y 28 años después Rembrandt empieza a pintarse a sí mismo hasta acumular 90 autorretratos: lo vemos muy joven riendo, haciendo muecas en la tradición del tronie, sin bigote, con atuendo oriental y, al final, canoso y con boina.

Velázquez asoma en Las Meninas (1656) exhibiendo orgulloso la cruz de la Orden de Santiago que lleva en su pecho. La lista de los “selfies” inmortales sigue con Fragonard, William Blake, Ingres y David cuando se incluye en La coronación de Napoleón. Goya también nos dejó autorretratos, el más impresionante: “Goya atendido por el doctor Arrieta” (1820). En 1840 Delacroix se pintó con un chaleco verde y, dos años después, vemos a Courbet con un perro negro o, en otra imagen, gesticulando desesperado.

Van Gogh exploró su rostro en treinta telas: con sombrero de paja, con la oreja vendada y fumando pipa, con el sombrero de fieltro gris y un sol de pinceladas irradiando desde su puente nasal.

A finales del siglo XIX, Gauguin se representó con un Cristo Amarillo, con un ídolo maorí, con una aureola… poco después también Picasso cultivó este subgénero atesorando noventa autorretratos, igual que Rembrandt. Por entonces, los expresionistas también nos dejaron sus selfies: Kokoschka, Munch, Kirchner, Schiele… y el inclasificable Chagall se pintó con siete dedos.

El género siguió diversificándose y multiplicándose, desde Escher reflejado en una esfera de cristal, pasando por Frida Kahlo con La columna rota, hasta Francis Bacon cuyo rostro deformado nos sumerge en su estilo perturbador.

Cuando el daguerrotipo empezó a desplazar al caballete, el primero que se retrató ante un espejo fue Robert Cornelius en 1839. En 1865 Nadar se autorretrató en un globo aerostático, con prismáticos y sombrero de copa. El escritor Émile Zola, deslumbrado por la fotografía, nos dejó sus autorretratos. Selfies son también los simpáticos cameos de Hitchcock.

Hoy todo es más rápido y masivo, o sea, más superficial. Razón tiene el Eclesiastés: “vanidad de vanidades, todo es vanidad” y “no hay nada nuevo bajo el sol”.

(*) Publicado en LETRAS LIBRES, p.88, mayo 2016.

El Pañuelo de Sarduy

EL PAÑUELO DE SARDUY

Por Manuel Pereira
Conocí a Severo Sarduy en 1985, en una recepción del Centro Cultural de México en París. La calefacción estaba a tope y una masa de máscaras grotescas estilo Ensor me rodeaba. De pronto, Severo emergió entre los convidados y avanzó hacia mí, sudando a mares, para pedirme prestado un pañuelo. Sabía que yo trabajaba en la Delegación Cubana en la Unesco, pero a él no le importó y a mí tampoco.
Ambos teníamos referencias mutuas a través de nuestro amigo común José Lezama Lima, ambos nos habíamos leído sin conocernos personalmente. Ésa es una de las magias más poderosas de la literatura.
Después de secarse la calva de buda risueño, me devolvió el pañuelo empapado: "No te asustes con el pañuelo, porque todavía no tengo SIDA".
Nunca se perdonaría haber evitado a Gastón Baquero por tratarse de un exiliado. "Tener miedo es también un derecho humano", le dije
A pesar de sus muchos años en Francia, conservaba ese humor criollo capaz de reírse hasta de la muerte. Era un camagüeyano universal. De esa noche recuerdo su comentario sobre la posibilidad de visitar la Isla para ver a sus familiares. "Chico, yo soy una boba con miedo a volver, porque... ¿qué pasaría si me enamoro del miliciano de guardia en el aeropuerto y le doy un beso?".
En 1991 lo vi por última vez en persona. Estaba contento con su nuevo apartamento en el undécimo piso de una torre del Boulevard Pasteur. Me enseñó sus chinoiseries, sus muebles de estilo, y de pronto exclamó: "Esto es para que veas que no me olvido de nuestros orishas".
Entonces me descubrió una especie de closet secreto -casi el altar de un santero- donde guardaba con orgullo los fetiches, los dioses del culto afrocubano. Luego, asomándose al ventanal, añadió: "Me mudé a este barrio para estar más cerca del Instituto Pasteur".
Esta obsesión con el fantasma del virus la disimulaba muy bien cambiando de tema entre bromas y veras. Acababa de pasar de Editions du Seuil a Gallimard y estaba lleno de proyectos. Aunque ya circulaban rumores, yo lo veía muy saludable, siempre jaraneando. Mi optimismo se basaba en esa promesa de longevidad que atesoran los mestizos de mulato con chino en la Isla.
Un día le dije por teléfono: "¿Sabes que tienes cierto parecido con Olga Guillot?". "¡Yo soy su doble!", respondió orgulloso.
Siempre le agradeceré, esté donde esté, la frase que dedicó a mi novela cuando salió en Anagrama, en 1993, y que figura en la contraportada: " Toilette pone el acento en lo que ha sido rechazado por los milenaristas de nuestra aséptica civilización, ya que no es sólo un acto literario, sino una provocación al decoro de la higiene y la sanidad, devenido el único valor de nuestra cultura".
Imagino a Severo, muerto de risa, debajo de un sicomoro, compartiendo con Lezama sus pasteles de azafrán
Este náufrago literario escribió muchos buenos libros, entre los cuales yo destaco como su obra maestra: De donde son los cantantes, cuya tercera parte La entrada de Cristo en La Habana es brillante, porque parodia el cuadro de Ensor La entrada de Cristo en Bruselas mezclándolo con el ambiente carnavalesco de la entrada de los barbudos en La Habana en enero de 1959.
Cuando yo me instalé en Madrid, seguimos la amistad por teléfono. Sus carcajadas al otro lado del hilo no dejaban entrever nada de su enfermedad. Sólo una vez lo noté triste: su padre había muerto allá en la Isla, y él acababa de llegar del dentista. Estaba emborrachándose con whisky bajo el impacto de la noticia de su papá. En mayo de 1993 fue nuestra última conversación telefónica y no sentí nada alarmante. Lo único que me sonó un poco a despedida fue su confesión de que nunca se perdonaría haber evitado a Gastón Baquero, cuando él llegó a Madrid como becario, por tratarse de un exiliado. "Tener miedo es también un derecho humano", le dije. Me pidió que le trasmitiera sus disculpas a Baquero.
Al final, me anunció eufórico que ya la agente literaria Carmen Balcells tenía su último libro titulado Pájaros de la playa y soltó una risotada de niño travieso: "Ya sabes lo que significa pájaro en Cuba", agregó.
Fue su último chiste. Severo moría un mes después. Fallecer a los 56 años es prematuro en un escritor. ¿Cuánto más hubiera podido escribir? La muerte es la peor censora. Sigo sin creer que está muerto, porque su muerte es ambigua como su barroco, una especie de trompe-l'œil y porque se inscribe en la tradición de la mejor poesía cubana que empieza con Julián del Casal muerto de un ataque de risa durante un banquete. Por eso siempre imagino a Severo, muerto de risa, debajo de un sicomoro, compartiendo con Lezama sus pasteles de azafrán.

mayo 09, 2016

Guiños de Celuloide

GUIÑOS DE CELULOIDE
Por Manuel Pereira
Fotograma de Blade Runner, de Ridley Scott (1982).

El guiño es la recuperación de un fragmento arqueológico digno de recordación, el agasajo de un cineasta a otro, casi una doxografía, como en las antiguas filosofías griegas.
Lo doxográfico en cine consiste en rescatar alguna vieja escena olvidada del todo o a medias. Esta erudición retiniana se multiplica exponencialmente tachonando la mente del espectador con una creciente constelación de mensajes implícitos.
Por ejemplo, en Algunos prefieren quemarse (Some Like It Hot, 1959), Billy Wilder rinde tributo a los hermanos Marx cuando Marilyn Monroe se mete en la litera de Jack Lemmon seguida por las muchachas de la orquesta: alusión al abarrotado camarote de Una noche en la ópera (1935). Cuando Lemmon jala el freno de emergencia y todas salen disparadas cayendo al pasillo del tren es lo mismo que pasa en el camarote cuando se abre la puerta de sopetón y todos salen despedidos al pasillo del barco.
El guiño no es plagio, ni remake, sino admiración por un clásico. Cuando descubrimos alguna de estas muestras de veneración, experimentamos una íntima alegría, como si entráramos en la cueva del tesoro de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Visionar así una película, desde un nuevo ángulo, equivale a recibir un masaje en la retina, es la reinvención del cine dentro del cine.
En La palabra (Dreyer, 1955) tenemos a una bella mujer muerta que resucita. Lo mismo veremos en Bergman (Fresas Salvajes, 1957) cuando otra mujer, que finge estar muerta, abre los ojos soltando una carcajada macabra. El cineasta sueco repetirá este recurso en La hora del lobo (1968).
De nuevo Bergman, en La fuente de la virgen (1959), nos muestra a la criada envidiosa que contempla de lejos la violación de la doncella sin hacer nada. La sirvienta deja caer una piedra que rueda hasta el río. En Mouchette (Robert Bresson,1967) esa piedra se transfigura en otra muchacha violada que juega enrollándose en su vestido mientras rueda cuesta abajo hasta caer, fuera de campo, en el río. Por supuesto, todo esto remite a Ofelia -la enamorada de Hamlet- flotando muerta en el río, una escena a la cual recurrirá también Murnau con la esposa ahogada al final de Amanecer (1927), solo que aquí con happy end.
Esta fertilización cruzada de paráfrasis entre diversos directores crea una fulgurante telaraña, un juego de “imitaciones” que, con sus variaciones enriquecedoras, genera una capacidad de asociación visual superior: la facultad de detectar las más sutiles señales, todo un entrenamiento para la memoria ocular. Aprender a ver cine en profundidad es otra manera de desentrañar el enigma del mundo.
La película que más reverencias ha recibido es el Acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), especialmente la escena del cochecito con el bebé cayendo escalera abajo en Odesa. La evocación más obvia está en Los intocables (Brian de Palma, 1987) cuando en medio de un tiroteo reaparece el cochecito en la escalera de la Union Station de Chicago. Hasta Bergman le hace un homenaje al director ruso eFanny y Alexander (1982) con el cochecito y la muñeca volcados en los peldaños bajo la lluvia.
El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) ha sido un géiser de fuertes contrastes de luces y sombras. Este expresionismo también llamado “caligarismo” impregnó gran parte del Séptimo Arte, desde Casablanca (Curtiz, 1943) hasta El Proceso (1962), de Orson Welles.
La crisálida que extraen de la boca de un cadáver en El silencio de los inocentes (Demme, 1991) es una referencia a la misma mariposa que ya aparecía en Un perro andaluz (Buñuel, 1929). Este mismo insecto que lleva en la espalda una imagen semejante a una calavera humana, reaparecerá en Onegin (Martha Fiennes1999).
Las muestras de admiración se multiplican en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Cuando Harrison Ford entrevista a la replicante que actúa con serpientes pone cara de bobo y habla fañoso parodiando la escena de El sueño eterno (Howard Hawks, 1946) donde Humphrey Bogart hace algo muy parecido para interrogar a una vendedora de libros raros.
Blade Runner es un semillero de citas, por ejemplo, las visionarias vistas aéreas de los Ángeles de 2019 recuerdan las impresionantes maquetas de ciudades futuristas de Metrópolis (Fritz Lang, 1927)
En La soga (1948), Hitchcock rinde culto a la pintura cubana. Hacia los postres, durante una larga secuencia, vemos un cuadro del inconfundible Fidelio Ponce de León colgando al fondo. Se titula Cinco mujeres (1941)pero en verdad son cinco fantasmas que acuden a recibir el alma del estrangulado oculto en el arcón. No puedo menos que sentir sano orgullo ante esta metafísica tan cubana y universal.