julio 10, 2014

El Cine que nos mira

EL CINE QUE NOS MIRA
Por Manuel Pereira


Fotograma de Nosferatu (Murnau, 1922)


Paradójicamente un arte tan retiniano como el cine nació en conflicto con el ojo: el cohete de Méliès deja tuerta a la Luna, la navaja de Buñuel corta un ojo, en la escalinata de Odessa (Eisenstein, 1925) una señora recibe un balazo en sus lentes ensangrentados, para Dziga Vertov la cámara era un ojo fílmico más perfecto que el humano… finalmente Porter termina El gran robo al tren (1903) con un cowboy ceñudo que dispara su revólver directamente a cámara -o sea a nuestros ojos- rompiendo así, por primera vez, la cuarta pared.

A partir de ahí se desplegará una estirpe de ojos endiablados que nos acechan ya desde Los vampiros (Feuillade, 1915), en particular con Musidora, la musa de los surrealistas. Esas miradas hipnóticas se prolongan en el sonámbulo Cesare y su siniestro amo, el doctor Caligari (Robert Wiene, 1919), en las pobladas cejas de Nosferatu (Murnau, 1922), en las macabras cuencas de Lon Chaney interpretando El fantasma de la Ópera (1925) y en la penetrante mirada de Béla Lugosi (Drácula, 1931).

Pero hacía falta una mirada más humanizada para que el Séptimo Arte se reconciliara con su naturaleza visual, lo cual logra Chaplin al final de Luces de la Ciudad (1931). El inmortal vagabundo sabe que la florista (Virginia Cherrill) puede verlo por primera vez descubriendo que está muy lejos de ser el millonario que ella soñaba. “Yes, I can see now”. Los ojos de Charlot brillan intensamente en la pantalla. Con la flor en la mano y el índice pueril entre los dientes, su dicha, su vergüenza y su timidez son inolvidables. Toda la poesía del mundo cabe en ese minuto de cine que siempre me remite a Antonio Machado: “El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve.”

Después vendrá la mirada ensimismada de Ingrid Bergman en Casablanca (Curtiz, 1942). Play it Sam, Play As Time Goes By”. El pianista empieza a cantar y ella se queda pensativa, mirando al infinito o al vacío, como ausente, con la mirada vuelta hacia el interior de sí misma.

Disculpen el lugar común: los ojos son el espejo del alma, la zona más blanda de nuestro cuerpo donde se diluyen las más disímiles emociones en una evanescente acuosidad metafísica. Ninguna otra forma de arte ha conseguido retratar tanta fugacidad espiritual como el cine.

Pero de vez en cuando los ojos retornan a su vocación maligna. Al final de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950), Gloria Swanson baja la escalera acercándose a la cámara con su mirada de loca sublime. En Psicosis (Hitchcock, 1960), Marion Crane apuñalada nos mira desde el suelo del baño. La cámara se regodea en el ojo de Janet Leigh que inunda la pantalla. Es la muerte de una mujer hermosa, como le hubiera gustado a Poe. Una mirada yerta que nos recuerda a Pavese: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.

Hay otras formas de mirar: frías e implacables. La mirada victoriana de Judith Anderson, ama de llaves en Rebeca (Hitchcock, 1940), reaparecerá al año siguiente en Agnes Moorehead, la madre de El Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) y más tarde en la tiránica enfermera de Alguien voló sobre el nido del cuco, (Milos Forman, 1975) cada vez que espía al desenfadado Jack Nicholson. En Rashomón (1950) Kurosawa nos impresiona con la mirada de desprecio que el samurái amarrado le dedica a su esposa.

Un verano con Mónica (Bergman, 1953) nos depara la mirada más sensual del Séptimo Arte. Harriet Andersson mira directamente a cámara, nos seduce y nos perturba mientras rompe la cuarta pared una vez más en la historia del cine. Lo mismo ocurre cuando la mirada despistada del protagonista se congela en pantalla al final de Los cuatrocientos golpes (Truffaut, 1959). La antítesis de esos desamparados ojos de Antoine Doinel la veremos un año después en el plano final de La Dolce Vita. Al igual que el director francés, Fellini sitúa la escena en la playa, con ruido de olas al fondo, para mostrarnos la mirada risueña de la muchacha enamorada de Mastroianni. De pronto, esos ojos optimistas se vuelven ligeramente hacia el espectador, rompiendo de nuevo la cuarta pared que es la pantalla.

Pero hay otras paredes en riesgo, como en la película 1984, de Michael Radford, cuando un cuadro se desprende del clavo y los asustados personajes descubren que detrás hay una cámara oculta que los ha estado vigilando todo el tiempo.

Nuestra civilización tan frenéticamente óptica ha suplantado el ojo de Dios por el ojo ciclópeo del Big Brother: un panóptico que nos acecha incluso en dictaduras disfrazadas de democracias.


(Publicado en Letras Libres, número de julio de 2014, pp 88-89).

julio 06, 2014

El Beso Esquimal

EL BESO ESQUIMAL

POR  MANUEL PEREIRA
  
                                                                      
                                                           “La  historia es una pesadilla de la 
que intento despertarme”. 

                                                                       James Joyce

PRIMER CAPÍTULO DE LA NOVELA INÉDITA DE MANUEL PEREIRA
DÍA 1


             
“¿Me dejarán salir?”, se preguntó al bajar del avión envuelto en una tufarada de algas muertas. Bajo un sol que rajaba las piedras, la pista brillaba como mojada, aunque no hubiera llovido. El calor reverberado por el asfalto multiplicaba las imágenes en los irreales charcos. Tras doce años de ausencia, había regresado a su tierra natal: el País de los Espejismos.

            “¿Me dejarán salir?”, volvió a preguntarse mientras los despóticos aduaneros revisaban sus maletas en el aeropuerto habanero, adonde había aterrizado para visitar a su madre: una anciana a las puertas de la muerte.
            Tuvo suerte: los cancerberos no le decomisaron nada, en parte porque no llevaba más del peso requerido, en parte porque quizá le tocó un registro rutinario, poco minucioso.    Al salir del aeropuerto, abordó el primer taxi que vio. Por instinto, quiso sentarse en el asiento delantero, pero la puerta estaba tan abollada por un choque que prefirió no forcejear con la manija y optó por arrellanarse en la parte de atrás.
            El catecismo comunista promulgaba que taxistas y clientes son iguales, por tanto, éstos debían sentarse delante para no menospreciar a los choferes. Pero, tras un largo destierro, el recién llegado ya no se consideraba “compañero” de nadie, sino todo un señor dueño de sí mismo. Aun así, le llamó la atención que su primer impulso fuera empuñar la manija de la puerta del copiloto. ¿Cuándo se borran a fondo esos adoctrinamientos inculcados desde la infancia?
            Apenas arrancó, el chofer empezó a contarle lastimeramente que él no era taxista sino ingeniero eléctrico, y le mostró orgulloso su título universitario: una fotocopia de 15 x 20 centímetros pegada en la guantera. Aunque correspondiente a otra carrera, el pasajero tenía un diploma idéntico: misma caligrafía gótica en tinta china, mismos escudos y cuños secos. Un pergamino sin valor, tanto dentro como fuera de la isla. Entendía el disgusto del ingeniero devenido chofer de alquiler, pero no estaba de humor para hablar con desconocidos. Se había jurado que no conversaría de política con nadie durante aquel viaje estrictamente sentimental.           
            Así que no le dio entrada al taxista, quien se quedó callado, aunque enseguida encendió una radio-casetera donde retumbó una canción que el viajero recordaba de su niñez: “Río Manzanares, déjame pasar, que mi madre enferma, me mandó llamar”. Como ya por entonces veía vieja a su madre, tarareaba esa tonada con la inquietante corazonada de que algún día tendría que nadar en un río crecido para acudir en su salvación. Más de cuarenta años después, el presagio se consumaba.
            Para visitar a su madre enferma, él había tenido que vadear mucho más que un río, salvando océanos y continentes, como un salmón remontando las aguas para desovar allí su tristeza. Por fin estaba a escasos minutos de abrazarla.
Vio pasar las guaguas expulsando nubes negras. Abarrotadas de pasajeros estrujados, algunos colgando de puertas y ventanas, esos racimos humanos escoraban a estribor los rugientes autobuses. El dantesco espectáculo le confirmó lo que ya sabía: a pesar del tiempo transcurrido, ese pobre país, lejos de mejorar, había empeorado.
De no ser porque su madre estaba en las últimas, jamás hubiera vuelto a aquel islote perdido en el mar de la utopía. Aunque pagó el lacerante precio de no ver a su mamá durante doce años, no se arrepentía de haberse exiliado.
Para no intoxicarse con el denso humo de las guaguas, quiso subir el cristal de la ventana, pero cuando intentó hacer girar la manivela, se quedó con ella en la mano. El taxi era un cachivache de la época soviética. Un par de amenazantes muelles sobresalían de la mugrienta tapicería y tuvo que sentarse de medio lado. Cuando llegó al hotel, tenía una nalga dormida. Bajó de la máquina, sacó su equipaje del maletero y le dio un dólar de propina al ingeniero frustrado, quien puso cara de niño en Día de Reyes.
            “¿Me dejarán salir?”, pensó el visitante cuando entró en el diminuto lobby cojeando a causa de la nalga hormigueante. Tras firmar algunos papeles en recepción, subió a su habitación y abrió las maletas sobre la cama. Sacó algunas bagatelas que metió en varias bolsas de plástico y corrió a ver a la madre que lo esperaba no muy lejos de allí. Pero al salir a la calle enseguida sintió que alguien lo seguía. Después de haber crecido en el comunismo, tenía esa sagacidad casi incrustada en los genes. Miró hacia atrás. Un negro rechoncho no le perdía pie, ni pisada. Tenía un ojo gacho y una gorra blanca a lo Rolando Laserie con la corta visera abotonada. Caminaba tieso, levantando el mentón con gesto altivo. Con su ojo casi cerrado, era la variante afrocubana de Deng Xiaoping. Sin dejar de rastrearlo, dobló en una esquina. Primero venía a unos veinte metros detrás de él, luego se acercó hasta los diez. Un detalle raro: no era fornido, ni llevaba el típico pullover ajustado, luciendo músculos, que vestían todos en la policía secreta, como clones salidos de un gimnasio. Éste solamente ostentaba su gorrita blanca, como de santero, y nada más.
            Al recién llegado no le preocupaba que lo vigilaran. De todas maneras, para hacer sufrir al sabueso, dobló en la siguiente esquina dando un rodeo para despistarlo antes de llegar a su casa. Súbitamente entró en un zaguán. Mientras subía la empinada escalera del edificio donde vivía su mamá, volvió a preguntarse si lo dejarían salir de aquel país que percibía como una ratonera cuyo queso era su madre.
            Después de engorrosos trámites consulares que duraron semanas, le habían permitido visitar su patria. Él había esperado angustiado ese permiso. Le preocupaba que no lo dejaran entrar. A otros expatriados les habían negado el retorno para asistir a los funerales o a los estertores de sus seres queridos. A veces, esa rigidez migratoria se relajaba, tal vez por la imperiosa necesidad gubernamental de recaudar dólares. Finalmente, y para su sorpresa, las autoridades insulares se habían dignado concederle cuatro días de “permiso humanitario” para visitar a una anciana de 92 años con demencia senil.
            Sin embargo, él no las tenía todas consigo. Como en todo laberinto, entrar allí podía resultar más o menos fácil, lo difícil era que luego te dejaran salir. Sabía que se exponía a represalias por haber criticado al gobierno. Había concedido entrevistas a la prensa internacional, había publicado algún artículo y frecuentado a opositores, todo lo cual podía costarle caro. Se la estaba jugando. Después de todo, doce años atrás, él había engañado al gobierno. Le habían dado un permiso de un mes para cumplimentar la invitación de una universidad europea donde impartiría conferencias, y los dejó esperando, nunca más regresó… hasta ahora. Las rencorosas autoridades de la ínsula podían pasarle factura por aquella transgresión. De ahí la recurrente pregunta: “¿Me dejarán salir?”
            ¡Cuatro días de permiso humanitario! Él no salía de su estupor. Pero tenía que hacer de tripas corazón si quería ver a su madre por última vez. Para colmo, entre el “visado”, la renovación del pasaporte, la inscripción en la embajada e impuestos aeronaúticos, el Consulado le cobró 195 dólares.
            Todo aquello lo tenía indignado. Tener que pedir permiso para regresar a la tierra que lo vio nacer y que encima tuviera que pagar para obtener esa autorización, sin duda era un luciferino castigo por haberse atrevido a huir de semejante “paraíso” flotante.
            Se sentía maquiavélicamente chantajeado, pues utilizaban a su madre como rehén. Era como si su madre no le perteneciera a él, sino al gobierno, como si fuera una propiedad más del Estado y la hubieran inventariado pegándole una etiqueta invisible con un número en la frente. Así confiscada, nacionalizada y expropiada, él no tenía más remedio que ir a verla en aquellas circunstancias extremas, viéndose además obligado a pagar un “peaje patrio” feudal.           
            Lo mismo sufrían todos los emigrantes que regresaban con permiso para ver a sus parientes enfermos o moribundos. El gobierno ingresaba ingentes cantidades de dólares instalando una aduana en el corazón de la nación, traficando con las emociones más sagradas de dos millones de desterrados, transformando la nostalgia en usura al imponerle un gravamen a la forma de amor más entrañable. Era el negocio más obsceno del mundo, y sin embargo, nadie en el mundo lo denunciaba. Todos allá afuera miraban para otra parte o escondían la cabeza bajo la arena, como el avestruz.
             En el tercer rellano se detuvo para apaciguar sus iras diciéndose que aquel saqueo era el óbolo para Caronte: monedas en los ojos de los muertos para llegar remando al inframundo donde las sombras tenían secuestrada a su madre.
Cargando varias bolsas de regalos, subía arduamente cada peldaño. Su corazón de cincuentón latía desbocado, acaso por la emoción del cercano reencuentro o  simplemente por el esfuerzo. De tanto comer allá afuera, había echado una panza de bodeguero que no contribuía a subir la escalera. En su mente, cada escalón representaba una porción del tiempo que había estado ausente. Mientras recorría esas estaciones, sus pasos resonaban como badajos al compás del vía crucis del Hijo Pródigo. Cada pisada remedaba el tañido fúnebre de una campana. Subía tan apesadumbrado que no advirtió que alguien oculto en la penumbra del umbral lo espiaba desde allá abajo.