julio 22, 2016

Ruleta rusa con cerezas

RULETA RUSA CON CEREZAS
Por Manuel Pereira

Fotograma de El cazador, de Michael Cimino.


Recientemente fallecieron, casi al mismo tiempo, dos gigantes del Séptimo Arte: el norteamericano Michael Cimino y el iraní Abbas Kiarostami.

En 1979 yo formaba parte de la delegación cubana en el Festival de Berlín donde proyectaron la película de Cimino The Deer Hunter (El cazador), la cual provocó un gran revuelo porque retrataba las torturas (físicas y psíquicas) que los guerrilleros vietnamitas infligían a los soldados americanos prisioneros, la peor de las cuales consistía en obligarlos a “jugar” a la ruleta rusa. En una de esas brutales escenas, aparecía al fondo de la cabaña de bambú un retrato de Ho Chí Min. 

En ese preciso instante, la delegación de cineastas vietnamitas -a dos filas de butacas por delante de la nuestra- se levantó y salió de la sala oscura. En efecto dominó, más solemnes que airados, las delegaciones de los países comunistas hicieron lo mismo. Soviéticos, germano-orientales, búlgaros, checoslovacos y polacos se retiraron de la sala en protesta contra las imágenes que se sucedían en la pantalla. Ritual de anatema practicado quisquillosamente por los países del campo socialista durante la Guerra Fría.

El cineasta Pastor Vega -jefe de nuestra delegación- no tardó en pedirnos que saliéramos en fila india. La orden venía de “arriba”, dijo apuntando con el índice al techo, pero en rigor el ucase no procedía de La Habana, sino por carambola desde Moscú. A partir de ese momento los medios alemanes e internacionales no hablaban de otra cosa: la crisis política provocada por el filme de Cimino.

El escándalo que se armó fue tan colosal que al día siguiente las autoridades de Berlín (o las del Festival) nos “invitaron cordialmente” a abandonar el hotel Kempinski. Tuvimos que hacer maletas a toda prisa y salir, casi corriendo, de la ciudad cruzando hacia Berlín Oriental a través de la Puerta de Brandeburgo. Los soldados norteamericanos allí apostados nos miraban con una mezcla de perplejidad y curiosidad, mientras que, al otro lado, los guardias de frontera soviéticos, nos recibían como “invitados especiales” con saludos militares. Con ocho grados bajo cero, aquello parecía la clásica secuencia de una película de intercambio de espías.

Yo lamentaba haberme perdido una película que prometía tanto. Durante muchos años soñé con verla completa hasta que, ya en mi exilio europeo, pude cumplir ese deseo y comprobar que es una obra maestra. No podía ser de otro modo contando con una exquisita banda sonora y las brillantes actuaciones de Robert De Niro, Christopher Walken, Meryl Streep, John Cazale, John Savage…

Los detractores de Cimino lo acusaron de “fascista” y “reaccionario”, llegaron a definir su filme como la “versión del Pentágono sobre la guerra de Vietnam”. Pero El cazador no es un filme bélico sino más bien antibélico, que habla de la amistad y de cómo el dolor la incrementa. Lo esencial -lo que no supieron o no quisieron ver los críticos superficiales- es el tema del amor al terruño y a los amigos.

Muy ajeno a lo anterior parece ser el cine de Kiarostami, quien elabora poemas visuales con el argumento recurrente de la búsqueda de alguien, ya sean actores, un condiscípulo o cualquiera capaz de enterrar a un inminente suicida…

Su cine es bello como un azulejo de Isfahan. En ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987) el azul se extiende como la sombra elástica de los gatos persas llamados “azules”. Es una seña de identidad que irradia desde las minas de lapislázuli de Persia.

Ya desde el primer fotograma vemos una puerta azul, el pantalón del niño es azul. La ropa tendida, azul. Diversos tonos de azules convierten la pantalla en paleta de pintor. Como dijo el cineasta: “nunca he estudiado cine, sí pintura en Bellas Artes”. Así destila Kiarostami un lenguaje cromático que va bordando una intrincada alfombra persa.

En El sabor de las cerezas (1997) los colores cambian a la gama cálida. El aspirante a suicida recorre en su camioneta las afueras de Teherán donde el polvo rojizo de las canteras flota sobre montes de escasa vegetación. La ropa del protagonista es carmelita, y habla de la tierra constantemente, casi como si pudiera comerse, o ella comernos a nosotros. Cuando un taxidermista turco exhorta al suicida en potencia a desistir recurre al sabor de las cerezas, y entonces pareciera que saboreamos con los ojos la sinestesia de un poema de Omar  Khayyam.

La conexión secreta entre esta película del iraní y la del estadounidense es que se trata de dos candidatos al suicidio: uno rechazando el sabor de las cerezas y otro jugando al azar con un revólver cargado con una sola bala. Ruleta rusa con cerezas.



Un cubano en México (entrevista)

UN CUBANO EN MÉXICO
Entrevista a Manuel Pereira
Por Jorge Plata

La obra de Pereira es rica en ambiente y narrativa. Cada uno de sus personajes es situado en una posición de cambio inminente, en donde todo su alrededor parece saber algo que él desconoce. Su trabajo empezó en Cuba, su país natal, pero en 1991 tomó las maletas para no regresar nunca más. Desde entonces ha vivido en varios lugares, pero ahora es en México donde radica desde hace ya varios años. En Textofilia han estado publicando su obra de narrativa y ensayo, pero es sobre sus novelas (Mataperros, Un viejo viaje, El beso esquimal) la entrevista que me atreví a hacerle a este importante escritor.

JP: Naciste en Cuba, ¿pero sigues siendo cubano?

MP: Claro, aunque he vivido experiencias en otros países que me han enriquecido, uno nunca deja de ser de donde nació. Ese cordón umbilical se alarga elásticamente a lo largo y ancho del mundo, haciéndose cada vez más delgado, hasta casi desaparecer, pero en rigor nunca se extingue del todo.

JP: ¿Por qué escribes?

MP: Mi padre era grafómano, escribía en todas partes: paredes, papelitos, en las portadas y las tripas de los libros que leía, etc… Tal vez por ahí me llegó algo genético o más bien mimético. No lo sé. En realidad escribo para entender el misterio de la vida. La literatura, para mí, es una forma de conocimiento, no sólo entretenimiento. Ya sé que eso no es muy comercial, pero mi mayor ambición no es volverme millonario, ni acumular montones de premios, todo lo cual es una vulgaridad.

JP: ¿Quiénes son tus influencias a la hora de escribir?

MP: Ya estoy muy lejos de las influencias del primerizo. Cuando empecé a escribir narrativa, allá por 1972, tenía influencias de García Márquez y de Alejo Carpentier… Que luego fueron mezclándose con los estilos de otros autores europeos muy poderosos hasta desvanecerse todo, como en un remolino borroso de donde surgió finalmente mi voz. Fue un proceso lento y largo, que incluyó barbechos o zonas de silencio. También influyen en mí la buena música, la mejor pintura, el gran cine, los museos, un gato estirándose, la siniestra sombra de un campanario, el silencio de la noche, el vuelo de una lechuza, la brisa del mar que nos cuenta la historia universal…


JP: El nombre de Manuel Pereira es en sí un misterio en tus novelas. En Un Viejo Viaje es el novelista que lee tu personaje de pintor para distraerse de sus ideas de persecución a través de su último viaje, y en El Beso Esquimal es un escultor portugués, ¿por qué este afán de crear dualidad entre tu nombre de escritor y la vida del personaje que retratas en cada novela?

MP: Es un recurso literario llamado “mise en abyme”, o “puesta en abismo”, donde multiplico el álter ego del personaje protagónico, o sus dobles, o sus heterónimos. Siempre me han gustado esos juegos de espejo donde aparece un sosías. Finalmente, como dijo Rimbaud: “yo es otro”. No es nada nuevo, sólo que yo trato de hacerlo desde un ángulo un poco diferente. Por cierto, el escultor portugués existió realmente, y me gusta pensar que fue algún ancestro mío, aunque no he podido comprobarlo. Pío Baroja decía: «todo lo que no es autobiografía, es plagio».

JP: Con qué protagonista de estas novelas editadas por Textofilia te identificas más ahora: ¿El inocente que está tratando de comprender la vida a su alrededor, el temeroso pero radical que siente que le deben una vida mejor, o aquel que anhela que las cosas hubieran sido diferentes para su familia sin poder hacer mucho al respecto?

MP: Me identifico a medias con mis personajes que, en realidad, si se examina el conjunto de mi obra, son tres. Esos tres han ido creciendo a lo largo de diversas novelas. No tengo preferencias por ninguno en particular. Parafraseando a Rimbaud me gusta afirmar que: yo soy otros. Lo que al principio iba a ser una trilogía se convirtió en tetralogía y, luego, en pentalogía. Aunque cada una de mis novelas puede leerse por separado, mi plan es que algún día configuren una continuidad, formando una suerte de retablo historiado, o un gran fresco mural de mi país y de la época que a mi generación le ha tocado vivir.

JP: ¿Por qué decidiste vivir en México tras tu exilio?

MP: Mi exilio empezó en Alemania, luego siguió en Francia, más tarde en España y finalmente aterricé en México donde amigos cubanos y familiares insistieron en invitarme. Necesitaba estar más cerca de la isla natal, más cerca de mis fantasmas; también quería cambiar de aires. Europa ya me tenía harto, ya había aprendido todo lo que había que aprender allá. Por otra parte, buenos amigos mexicanos me  ofrecieron dar clases en la Iberoamericana y en el Instituto Cultural Helénico. Así que volví a hacer maletas y emprendí mi segundo destierro. Exilio dentro de otros exilios, como las matriuskas rusas. Cuando uno ya está muerto, se puede volver a morir varias veces sin mayores problemas.

JP: ¿Podemos esperar en el futuro una novela tuya que esté situada en México?

MP: Es muy probable, pero de momento estoy enfrascado en otra novela con escenario cubano. Tal vez después de esa venga México, al que he dedicado ensayos que me gustan mucho.

Tampoco te pierdas Mataperros, otro de sus libros editado por Textofilia.



julio 03, 2016

Nidos de Águila

NIDOS DE ÁGUILAS
Por Manuel Pereira

Algunos países, pequeños y pobres, despliegan más celebridades literarias que ciertas potencias con economías más pujantes. Esas naciones no sólo atesoran más personalidades, sino que, en ocasiones, éstas superan en brillantez a sus pariguales en las metrópolis.

Tal es el caso de Cuba y también el de otra isla: Irlanda, cuyo preludio es la asombrosa filosofía del inmaterialismo del obispo Berkeley (1685-1753). Le sigue Laurence Sterne con su Tristram Shandy (1767), novela fundacional que rompió los rígidos moldes del género en su época. 

Aparte de elevar la primera estrella irlandesa hasta el firmamento de las letras universales, Sterne anunció a su coterráneo James Joyce en el tratamiento del tiempo interior, el humor paródico, la sátira y el experimentalismo. A su vez, con la novela Ulises (1922), Joyce protagonizó (junto con Proust y Kafka) la copernicana revolución narrativa en Occidente. 

Otros inmortales de la Isla Esmeralda son Jonathan Swift (Los viajes de Gulliver, 1726), Oliver Goldsmith (El vicario de Wakefield, 1766), Charles Maturin (Melmoth el errabundo, 1820); Sheridan Le Fanu (Carmilla, 1872), Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray, 1891), Bram Stoker (Drácula, 1897), George Bernard Shaw (Pigmalión, 1914), William Butler Yeats (La Torre, 1928), Samuel Beckett (Esperando a Godot, 1952) …

¿Por qué allí han tenido lugar tantas hazañas literarias? ¿Será por la cerveza negra Guinness o por sus desayunos con salchichas, beicon, huevos fritos y pan de papa? ¿Será por la mítica canción de Molly Mallone, por San Patricio y el trébol de tres hojas? ¿Acaso influyeron los acantilados, las frecuentes lluvias, las torres circulares medievales? ¿Será porque según Freud: “los irlandeses son la única raza impermeable al psicoanálisis”? ¿Tendrá algo que ver la tradición popular del Limerick, esa forma poética chistosa, a veces obscena, siempre descabellada?

Los irlandeses se rebelaban contra la lengua de los ingleses, pero no ignorándola, sino recreándola o reinventándola. Esa rebeldía fue creadora, pues se tradujo en laboratorio literario, en experimentación, en desenfado, en osadía. 

Por su parte, los ingleses parecen reverenciar tanto su lengua que la encorsetaron. Algo similar sucedió en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo pasado con el Boom latinoamericano. Los hispanoamericanos somos a España lo que los irlandeses a Inglaterra. Hemos enriquecido la lengua modificando las nociones de novela y de poema. Hemos flexibilizado, agilizado y modernizado el castellano. 

Joyce decía: “yo no escribo en inglés, sino en anti-inglés”, lo cual explica su revolución del lenguaje, su irreverencia ante la lengua dominante, sus juegos de palabras casi intraducibles.

Otro país que genera talentos a manos llenas es Rumanía, la nación más pobre de Europa, después de Bulgaria. Por ejemplo, el poeta Tristan Tzara, fundador del Dadaísmo; Brancusi, el escultor que logró la síntesis de las formas, Paul Celan, el poeta de la lengua adánica; el audaz pensador Emil Cioran, el dramaturgo del absurdo Eugène Ionesco, el insondable Mircea Eliade…

Todos estos creadores en estado de gracia triunfaron fuera de ese país tan vampirizado por la Historia, huyeron del ambiente pueblerino en el que les tocó nacer. 

¿Por qué, sin dejar de ser rumanos, se volvieron internacionales? La respuesta más conocida la dio el escritor brasileño Oswald de Andrade en 1928 con su Manifiesto Antropófago: una apología del salvaje que devora la cultura del colonizador. El colonizado -o primitivo- deglute y digiere la cultura europea incorporándola a su fuerza telúrica y ancestral, con lo cual su poderío -elevado al cuadrado- se universaliza. 

Lejos de ser privativo de Brasil, este canibalismo del espíritu es global, como se vio a partir del período Heian cuando Japón adquirió su personalidad literaria escribiendo ya en japonés (silabarios) y no en chino. 

Estos metabolismos culturales se extienden a otras partes de nuestro continente. Ilustres antropófagos: Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Lezama Lima, Alejo Carpentier… 
Cincuenta años antes de la pantagruélica metáfora brasileña, ya nuestro caníbal mayor, José Martí, analizaba esa voracidad intelectual en una carta a José Joaquín Palma: “Es nuestra tierra (...) un nido de águilas; y como no hay aire allí para las águilas (...) tendemos, apenas nacidos, el vuelo impaciente a los peñascos de Heidelberg, a los frisos del Partenón, a la casa de Plinio, a la altiva Sorbona, a la agrietada y muerta Salamanca. Hambrientos de cultura, la tomamos donde la hallamos más brillante. Como nos vedan lo nuestro, nos empapamos en lo ajeno. Así, cubanos, henos trocados, por nuestra forzada educación viciosa, en griegos, romanos, españoles, franceses, alemanes.”