octubre 03, 2014

Un Cine Fluvial

UN CINE FLUVIAL

Por Manuel Pereira 

Una confusión categorial bastante difundida afirma que el road movie es ante todo norteamericano pues empezó con Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967) y con Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) bajo la influencia de On the Road  (En el camino, 1957), de Jack Kerouac. Se trata de una generalización apresurada, pues diez años antes nada menos que Steinbeck publicaba El ómnibus perdido (1947), cuya versión cinematográfica dirigida por Victor Vicas se estrenó en 1957, mismo año en que salió a la luz la novela de Kerouac. Incluso hay una “película de carretera” anterior a la de Vicas: Sucedió una noche (Frank Capra, 1934) donde Clark Gable y Claudette Colbert se desplazan desde Miami hasta Nueva York en autobuses, a pie, en carro y haciendo autoestop.
Por otra parte, la verdadera fuente de inspiración de Easy Rider no fue Kerouac, sino La escapada (Il Sorpasso, 1962) donde Dino Risi convierte a Gassman y a Trintignant en dos juerguistas a ritmo de twist cuya aventura -al igual que en el filme de Hopper- culmina en desastre para ambos amigos.
Para mayor incoherencia en la arqueología del road movie casi ningún crítico menciona Fresas Salvajes (Bergman, 1957). Pareciera que el doble viaje -físico y espiritual- del Doctor Borg no clasifica, sea porque la banda sonora no es roquera o porque el anciano no pisa a fondo el acelerador. Sin embargo, esta obra maestra sueca tiene todos los ingredientes de la temática: carretera, destino, reencuentro, tres jóvenes con una guitarra, un accidente, la muerte al final. Por si fuera poco, Fresas se adelantó diez años a las dos cintas consideradas fundacionales del género: su estreno coincidió con la publicación de la novela de Kerouac. Tal vez la mayoría de los críticos consideran a Bergman demasiado contemplativo para catalogarlo en un género que muchos perciben como acción, rock trepidante, velocidad y puñetazos un poco a la manera de Faster, Pussycat! Kill, Kill! (Russ Meyer, 1965).
El tan poco beatnik y demasiado proustiano protagonista de Fresas queda así relegado mientras algunos analistas llegan a incluir en las listas de los road movies a La Strada (Fellini, 1954) que para mí es una combinación de neorrealismo -que es estilo y no género- con la tradición circense que bebe en las fuentes del Coliseo Romano, pasando por el Renacimiento, hasta llegar al circo Chiarini, bien conocido en el México de la segunda mitad del siglo XIX.  Si cada vez que un objeto rodante se pone en movimiento ya es un road movie, entonces habría que incluir en el género las caravanas de gitanos y las diligencias de los cowboys.
Para Jorge Manrique “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”, según Heráclito: “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río” y Antonio Machado nos avisa que “no hay camino, se hace camino al andar”. Si el final del trayecto es la tumba, si el río y nosotros cambiamos incesantemente y si, encima, no hay camino, entonces… ¿dónde está el viaje? Estamos entrampados en una aporía eleática de la que escapamos remontando el río del tiempo hasta la noción del viaje iniciático que comienza en la Odisea homérica y en Simbad el Marino. Ya estamos flotando en el agua. La familia de parónimos compuesta por río, rambla, rúa, rue, rius -del latín rivus- sugiere que muchas vías de comunicación fueron cauces que permanecieron secos, o con poco caudal, durante miles de años, hasta devenir senderos, como el desfiladero que conduce a la ciudad de Petra. Cuando paseamos por las Ramblas de Barcelona deambulamos sobre un largo cadáver acuático. De manera que si, latente y metafóricamente, las carreteras son como ríos de asfalto fluyendo entre arboledas en ambas orillas, comprendemos mejor por qué el road movie es el género más difícil de definir en el mapa categorial cinematográfico, entre otras razones, porque suele entrecruzarse con temas tan diversos como el western, las películas de gángsters, el cine circense…
Saltar del asfalto al río no es tan descabellado como pudiera parecer a primera vista. Tal vez todo empezó con Río sin retorno (Otto Preminger, 1954), con Robert Mitchum mostrando pecho y una Marilyn Monroe siempre empapada. Eso se prolongó con Aguirre o la cólera de Dios (1972), donde Herzog narra la demencial expedición hacia El Dorado, y siguió con Fitzcarraldo (1982), donde el mismo director alemán relata la quimérica empresa de construir un teatro de ópera en la selva amazónica. Estos viajes por río se afianzaron con Apocalypse Now (Coppola, 1979) -basada en El corazón de las tinieblas, de Conrad- y prosiguieron con La costa de los mosquitos (Peter Weir, 1986) y Anaconda (Luis Llosa, 1997). Basta con estos ejemplos para inaugurar un subgénero que llamaré “cine fluvial” o “river movie”.
Por último, un cine tan acelerado y con tantos occisos -no olvidemos Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991)- hubiera tenido su crítico más feroz en Pascal, quien decía: “Todos los problemas de la humanidad proceden de la incapacidad del hombre para permanecer sentado, en silencio, a solas en una habitación.”

(*) Publicado en Letras Libres, número 190, página 99, octubre 2014.

agosto 21, 2014

Ladrón de Julios

LADRÓN DE JULIOS
Por Manuel Pereira
Enero de 1978, con Julio Cortázar, en la Casa de las Américas, en La Habana.


En septiembre de 1979 yo recorría el triángulo minero de Nicaragua (Siuna, Rosita, Bonanza) haciendo un reportaje sobre los buscadores de oro en los ríos. Allí coincidí con Julio Cortázar y su joven esposa, la fotógrafa canadiense Carol Dunlop. A la sazón, el gobierno sandinista nacionalizaba las minas en esa región y ellos eran invitados oficiales. De pronto los tres entramos en una jaula para bajar a una mina de oro. Con nuestros cascos rojos provistos de linternas, descendíamos en el elevador del pozo, cuando Julio exclamó entre sentencioso y jocoso: “ha comenzado el Viaje al centro de la Tierra.” Eso nos llevó inmediatamente a nuestro tema favorito: Julio Verne.

Nuestra amistad siempre estuvo misteriosamente ligada a ese otro Julio francés. A los nueve años yo me había robado una novela de Julio Verne en una librería habanera. Salí corriendo, me detuvieron en una esquina, me llevaron a la estación de policía, me soltaron por ser menor de edad. Mi madre -abochornada por esa travesura infantil-, poco a poco me compró todas las obras de Verne a medida que yo las devoraba. Mi fascinación con ese autor llegó al punto de dedicarme sus novelas, como si el Padre de la Ciencia Ficción fuera mi amigo y me autografiara sus obras desde el Más Allá. Yo imitaba su firma a la perfección, copiándola de algunas ediciones argentinas. Debajo de la rúbrica, ponía una fecha cualquiera entre 1864 y 1867 para darle mayor credibilidad al embuste. Desde muy pequeño, yo calcaba las firmas de Martí, las de mis padres y tíos. Esa obsesión caligráfica de falsificar garabatos ajenos me perseguiría en el futuro.  

Doce años más tarde, en 1968, yo era un recluta del Servicio Militar Obligatorio (SMO) que cortaba caña quemada en la provincia cubana de Camagüey. Al igual que yo, cientos de miles de jóvenes soldados habían sido movilizados para participar, obligatoriamente, en la zafra: un trabajo brutal digno de esclavos en tiempos de la colonia.

Detrás de mi barraca siempre había un jeep militar con un equipo de telecomunicaciones y una larga antena. El recluta que lo operaba, tras enviar sus mensajes cifrados, buscaba en el potente aparato emisoras extranjeras para oír a escondidas las canciones de los Beatles. Cuando yo regresaba del cañaveral, me metía en el vehículo para oír al grupo musical prohibido en la isla. Pronto advertí que el radio-operador leía un libro muy grueso, de tapas negras, titulado Rayuela. Cuando él terminó de leerlo, me lo prestó, aclarándome que no era suyo, sino de un teniente que estaba de permiso en La Habana.

El albergue donde yo dormía tenía unas treinta literas para otros tantos soldados transformados cada madrugada en cortadores de caña. A las ocho de la noche apagaban las luces y apenas tenía tiempo para leer la abultada novela de Cortázar. Entonces se me ocurrió cazar cocuyos en los matorrales para meterlos dentro de un frasco de cristal de compota rusa cuya tapa previamente yo había perforado con la punta de una bayoneta para que los insectos pudieran respirar. Veinte coleópteros saltando dentro del pomo bastaban para iluminar tenuemente la página que estuviera leyendo después de apagados los bombillos del dormitorio.

Con la luz verdosa emitida por los insectos, yo leía las aventuras de Horacio Oliveira y la Maga en aquel lejano París que, desde el agreste Camagüey, se me antojaba una ciudad de ensueño. Mi situación era difícil, pues ya había cumplido mis tres años reglamentarios, pero tras un altercado con un capitán -empeñado en hacerme jurar bandera por otros 20 años en el ejército-, me habían sancionado a seis meses más de servicio cortando caña. Por si fuera poco, de tanto manejar el machete sufría una tendinitis en la muñeca derecha y, a pesar de tener el antebrazo enyesado, me obligaban a recoger caña cortada, incluso a oscuras, iluminado por el reflector delantero de un jeep.

Así, gracias a Rayuela, cada noche yo dejaba de ser un soldado tiznado para recuperar mi individualidad, volvía a sentirme humano, no un simple número perdido en la muchedumbre de los cuarteles. Si mi primer relámpago literario había sido Julio Verne, el segundo fue la novela de aquel otro Julio argentino.

El teniente de marras regresó al campamento cañero y me buscó para recuperar su libro. Pero yo me hice el loco, me escondí en otros albergues, me oculté en los cañaverales, y así fui dando largas hasta que llegó el día de mi desmovilización y me quedé con aquella edición príncipe de Rayuela, la cual, poco después, una novia efímera me robó. Ladrón que roba a ladrón, tiene mil años de perdón.

En mayo de 1969, ya reincorporado a la vida civil, compré la edición de Rayuela recién publicada por Casa de las Américas. Y, por supuesto, siguiendo mi inveterada costumbre, más tarde me la auto-dediqué con esta frase: “Al joven novelista Manuel Pereira”.

Lo de “joven novelista” se debía a que yo había terminado mi primera novela, pero permanecía inédita, censurada, supuestamente por “pornográfica”. Estuvo dos años debajo de siete llaves en una gaveta del Ministerio de las Fuerzas Armadas. Después de no pocos inconvenientes y discusiones con los censores, finalmente en diciembre de 1977 El Comandante Veneno salía a la luz y dio la casualidad que la presentación tuvo lugar exactamente en la misma librería donde yo me había robado un libro de Verne más de veinte años atrás.

En enero de 1978 Julio Cortázar visitó La Habana y lo conocí en la Casa de las Américas durante un encuentro con jóvenes escritores. Aproveché para obsequiarle mi novela dedicada pensando que alguien tan ocupado (conferencias universitarias, viajes, entrevistas, sus libros por escribir), no tendría tiempo para leerla, pero cuál no sería mi sorpresa cuando, en junio de ese mismo año, Julio publicó en "El Nacional", de Caracas, una extensa reseña elogiosa sobre mi primera obra.

A partir de ahí nos hicimos amigos y cuando le conté la anécdota de Rayuela y los cocuyos fue como si nos conociéramos de toda la vida. En una ocasión visitó mi buhardilla habanera, tan pequeña que desde la mesita de mármol donde yo le había servido una tacita de café, él veía todo en derredor. De pronto, pidió mi ejemplar de Rayuela para dedicármelo. Yo estaba espantado y trataba de tapar ese libro situándome delante de la estantería. Le mentí aduciendo que, por falta de espacio, su novela estaba en casa de mi madre y le ofrecí Los Premios para que me lo autografiara, pero él ya había visto el ejemplar de Rayuela en un anaquel, fácil de distinguir por su gran lomo amarillo de 650 páginas. A regañadientes, le alargué el libro y, por supuesto, enseguida descubrió la falsa dedicatoria en la portadilla: “Al joven novelista”. Se quedó pasmado: “¿y cuándo yo te dediqué este libro a ti?”. Entonces tuve que contarle todo, bastante avergonzado: mi manía infantil de imitar firmas, mi obsesión con Julio Verne, el robo que cometí a los 9 años… Él me miraba muy serio y yo supuse que estaba disgustado, pero entonces buscó la página anterior y allí, en la guarda, añadió estas palabras: “Esta dedicatoria invalida la de la página siguiente, salvo que mantiene la amistad y le agrega el gran afecto de Julio”.

Ese libro doblemente dedicado, y que se puede leer de dos maneras, me ha acompañado como un talismán durante 24 años de exilio. Por haberme robado los libros de dos Julios, y por falsificar sus autógrafos, Cortázar empezó a llamarme en privado: “ladrón de Julios”.

En 1978 pasé fugazmente por París y Julio fue mi cicerone en esa ciudad que yo había vislumbrado diez años atrás, en una oscura barraca de reclutas macheteros, gracias a mi improvisada lámpara de insectos fosforescentes. Él me enseñó, por ejemplo, a usar el metro, y enseguida comprendí que ese mundo subterráneo tenía mucho que ver con la disposición de capítulos elegibles de Rayuela, pues las infinitas conexiones entre las estaciones estaban poéticamente sublimadas en su novela.

A finales de 1982 volví a pasar por París y Carol Dunlop estaba muy grave. Me encontré con Julio en un bistró del bulevar Saint-Germain. Ya no exhibía la sonrisa con los dientes separados que le daban un aire de niño travieso. “Voy a morir de amor”, dijo. Creo recordar vagamente algunas palabras que dejó caer: “leucemia”, “trasplante de médula”.

Año 1983: tras la muerte de su joven esposa, me paseaba con Julio entre la Plaza de Armas y el Castillo de la Fuerza, allá en La Habana Vieja. Estaba sombrío, se lamentaba conmigo porque el gobierno cubano no le había dado no sé qué medalla. Me sorprendió que un escritor que ya tenía la inmortalidad asegurada desde Bestiario se preocupara tanto por una pieza de metal bruñido. Evidentemente los gobernantes insulares todavía no le perdonaban que hubiera firmado la carta pública a Fidel Castro publicada en Le Monde el 9 de abril de 1971 durante el caso Padilla. Él se quejaba y comparaba: “En Nicaragua me han conferido la Orden Rubén Darío, y aquí, nada”, me confesó amargado a la sombra de ceibas y palmeras. Entonces recordé que alguna vez Lezama Lima me había dicho: “Cortázar es un ingenuo en política”.

Dos años después de la muerte de Carol, él enfermó coincidiendo con mi nombramiento como agregado cultural de la Delegación Cubana ante la Unesco. Nada más saber que estaba ingresado, me presenté en el Hospital Saint-Lazare. Me abrió la puerta de su cuarto una señora afligida a quien no conocía: su primera esposa, la brillante traductora argentina Aurora Bernárdez. Ella me dijo que Julio no quería comer, ni siquiera espaguetis. Asomándome un poco, lo vi acostado en la penumbra, con su barba de náufrago, durmiendo cuan largo era. Rememoré una boutade que le oí a Lezama: “Julio padece una envidiable enfermedad llamada ‘efebicia’, que lo mantiene joven al precio de que sus huesos crecen desmesuradamente.”

Poco después Julio fallecía y acudí a su apartamento en el número 4 de la calle Martel donde lo velaban. Eso me asombró, pues en Cuba no se hacen velorios en los hogares. Me alejé del sarcófago situado en el dormitorio para escudriñar los lomos alineados en anaqueles a lo largo del pasillo. Luego eché un vistazo a las carátulas de sus discos de jazz: Thelonious Monk, Charlie Parker, Louis Armstrong, Duke Ellington, Dizzy Gillespie… toda esa improvisación musical que domina no sólo la estructura jazzeada de Rayuela, sino también el lenguaje, como se advierte en el "glíglico" del capítulo 68. El apartamento empezó a llenarse de gente y entonces sentí algo raro, como si estuviera en una casa tomada. Ni corto ni perezoso, hice mutis por el foro.

Luego fui al cementerio de Montparnasse, donde me encontré con Ugné Karvelis, la segunda mujer de Julio, la que lo politizó. Lituana, culta y rubia, agraciada a pesar de la edad, le gustaba dar a entender que era la Maga y, aunque luego supe que nunca lo fue, muy bien podía haberlo sido. Como de costumbre, fumaba uno tras otro sus Gauloises. Enfrente, y a cierta distancia, distinguí a Bernárdez, ya convertida en la fiel albacea de Cortázar.

De pronto, sentí una crispación en el aire y experimenté vergüenza ajena cuando alguien a mi espalda gritó débilmente: “¡Unidos, compañeros!”. El acento sonaba chileno o uruguayo. Poco faltaba para que los que me rodeaban alzaran los puños cantando La Internacional o sacaran banderitas rojas para agitarlas. Intentar convertir en acto político algo tan grave como la muerte de un espíritu superior es algo impropio de cronopios. Un fragmento estelar de la cultura universal estaba siendo enterrado y aquellos personajes querían corear consignas y aferrarse por los brazos como jugadores de rugby.

Dos ideologías enfrentadas circundaban a las dos parejas que sobrevivían al escritor fallecido. Dos bandos en disputa rodeaban el féretro. Para que no me confundieran con los de “mi” bando, me alejé discretamente entre las tumbas. En rigor, yo no estaba en ningún grupo, tan solo era el “Ladrón de Julios”. Aunque, como representante de la Unesco, yo estaba físicamente en un bando, yo ya sabía que no es lo mismo “estar en” que “ser de”.

Lo que por entonces yo no sabía es que la relación entre Julio y Aurora comenzó a deteriorarse tras un viaje a Cuba en 1963. A él le encantó lo que vio en la isla, pero a ella no. En 1967, de nuevo en La Habana, él conoció a Karvelis, quien se convirtió en su compañera sentimental y su agente en Gallimard.

La vida y la obra de Julio estuvieron marcadas por esas dos mujeres poderosas. Su primera etapa literaria -cuando conoció a Aurora- fue antiperonista, incluso se ha dicho que Casa Tomada es una metáfora de la invasión de los peronistas que lo expulsan de su casa: Argentina. Pero cuando él conoció a Karvelis en la isla, sus actividades públicas y sus libros empezaron a inclinarse cada vez más a favor del llamado “socialismo latinoamericano”.

Un viento frío soplaba contra el sol del mediodía. La lucha de clases parecía a punto de estallar entre los sepulcros. Corría el año de Orwell (1984), pero la Guerra Fría no llegó a instalarse en el camposanto porque, de repente, se alzaron de sus tumbas las sombras de Baudelaire, de Huysmans, de Beckett, de Tristan Tzara, de Poincaré, de Ionesco y de César Vallejo. Ceñudos, con los brazos cruzados sobre el pecho, esos majestuosos espectros impusieron a todos silencio, calma, tolerancia y respeto. Por suerte, no se pronunciaron tediosos panegíricos, solamente se depositaron algunas ofrendas florales. Colocaron el ataúd en la tumba de Carol, su último amor. Ahora que descansaban juntos, los autonautas podrían reanudar su viaje atemporal en la cosmopista subterránea.

Ugné se me acercó cojeando, tenía un pie enyesado, pues solía caerse por su dependencia del alcohol. Con su voz ronca de fumadora me pidió que la llevara a tomarse un whisky. Colgada de mi brazo, salimos del cementerio. Ella iba saltando a la pata coja, como si jugara en una invisible Rayuela trazada con tiza en el suelo.

En algún café cercano entré con la Maga apócrifa. Observando su pie escayolado, pensé en mi brazo enyesado allá en Camagüey. Dos viejos amores sobrevivían a Julio, dos dedicatorias contenía mi Rayuela, yo me había robado dos Julios… Todo eso me daba vueltas en la cabeza mientras ella suspiraba agobiada: “Soy un milagro ambulante”. Entonces empezó a contarme historias de su abuelo con abrigo blanco cazando zorros en los bosques nevados de Lituania. Oyéndola a medias, yo seguía pensando en los dos que ahora mismo bajaban buscando relámpagos de oro en los abismos de la tierra. En alguna ocasión Julio me había comentado que según el alquimista Michael Maier el oro es resultado de las rotaciones del sol alrededor de nuestro planeta. Ugné seguía contándome sobre su abuelo, pero yo seguía retrocediendo mentalmente cinco años atrás, a aquella mina de oro nicaragüense, mientras descendíamos al pozo, hacia el oro hilado por el sol, cuando Julio dijo entre tinieblas: “ha comenzado el Viaje al centro de la Tierra.”



(*) Publicado en ESQUIRE, número de agosto de 2014.

agosto 11, 2014

Alejo, el otro

ALEJO, EL OTRO
Por Manuel Pereira

Ha muerto en Cuba mi viejo maestro y amigo: Antonio Alejo Alejo. Lo conocí en 1968 cuando salí del Servicio Militar Obligatorio y matriculé en la Academia de “San Alejandro”. Nunca olvidaré su primera clase de Historia del Arte: inquieto, flaco y gesticulante, frente a la pizarra convertida en pantalla, proyectaba imágenes de unas cuevas argelinas en la región de Tassili N’Ajjer. Ante mis asombrados ojos desfilaban pinturas rupestres de 15 mil años de antigüedad, pero lo más espectacular era que aquellas imágenes representaban a unos seres con cascos de cosmonautas o escafandras de buzos, otros personajes volaban con cuernitos como antenas en la cabeza… “¡Extraterrestres!”, pensé y enseguida me puse a escribí mi primer artículo para El Caimán Barbudo (febrero 1969).
Alejo me ayudó con las ilustraciones prestándome algunas de las diapositivas más sugestivas para apoyar mi especulación de que aquella zona de Argelia había sido visitada en tiempos remotos por naves de otros planetas. Para un aprendiz de escritor en su bautismo de tinta, el artículo tuvo éxito, pues fue públicamente elogiado nada menos que por el Gran Marciano cubano: Oscar Hurtado, a quien recuerdo enorme, con grandes orejas, siempre con sus inmensos tenis verdes, jugando ajedrez en la UNEAC o viajando en la moto de la escritora humorística Évora Tamayo.
Así entré en el mundo de la prensa y la literatura, a los 20 años, de la mano de Alejo Alejo. Con sus clases magistrales, él me mostró los senderos del arte universal. Poco después yo conocí a Lezama Lima y tuve el gusto de presentarlos. ¡Qué diálogo tan homérico entre aquellos dos gigantes!
En su juventud Alejo Alejo conoció a Wifredo Lam, pero luego lo perdió de vista. Por eso, cuando yo trabé amistad con el mejor pintor cubano, los hice coincidir en una comida en la Bodeguita del Medio. ¡Otro banquete de genios!
Cuando yo conocí a Alejo Carpentier, lógicamente, quedé encandilado con nuestro principal prosista. Por entonces Alejo Alejo empezó a autodenominarse “Alejo el otro”. Tenía un gran sentido del humor. Más tarde, la vida me llevó por otros derroteros alejándome de aquel Alejo, a quien siempre recordé con cariño, a pesar de las lejanías.
Alto, ágil, elástico, siempre jovial, así era Alejo el otro. Sin embargo, también tenía sus malas pulgas. En una ocasión me llevó a un concierto en el teatro Amadeo Roldán. Una señora delante de nosotros no paraba de hablar y Alejo la golpeó varias veces en el hombro con el programa enrollado exigiéndole silencio para oír la música. Yo no salía de mi asombro. No sabía que eso se podía hacer: regañar a alguien para poder oír un concierto. También me llevó al Museo de Bellas Artes, a un concierto de Bola de Nieve, a quien me presentó al final de la función. Yo estaba impresionado con ese universo musical que él me descubría.
Alejo Alejo fue un erudito, un maestro formado antes de la revolución, y me alegra saber que al final de su vida recibió premios y diplomas más que merecidos, distinciones oficiales que tendrían que haberle otorgado mucho antes, pero en fin: nunca es tarde si la dicha es buena.
Los que aprendimos de su vasta sabiduría fuimos unos privilegiados. Un maestro tan fuera de serie es dudoso que exista hoy en la isla. El agujero que deja en el tejido de la pedagogía nacional es más grande que el cráter Tycho y para rellenarlo tendrá que pasar un cuarto de siglo.
Él poseía la fórmula secreta de todo buen maestro: capacidad de asombro para transmitir conocimiento, contagiando con esa fascinación a su alumnado. Eso no se aprende en ningún instituto pedagógico: es algo que viene en el ADN, y se llama vocación. Por tanto, Alejo Alejo fue un milagro magisterial.
En un video de Leonardo de Armas lo veo explicando el románico en la iglesia de San Clemente de Tahull, allá en las tierras catalanas donde viví trece años. Me llamó la atención agradablemente que comentara ese estilo no tanto a partir de sus atributos estéticos sino más bien a través de la fe. Me gustó oírlo hablar con tanta pasión de la “necesidad de la fe”. Que en paz descanse.

(Publicado el 11 agosto 2014 en diario digital 14 y medio, La Habana)

julio 10, 2014

El Cine que nos mira

EL CINE QUE NOS MIRA
Por Manuel Pereira


Fotograma de Nosferatu (Murnau, 1922)


Paradójicamente un arte tan retiniano como el cine nació en conflicto con el ojo: el cohete de Méliès deja tuerta a la Luna, la navaja de Buñuel corta un ojo, en la escalinata de Odessa (Eisenstein, 1925) una señora recibe un balazo en sus lentes ensangrentados, para Dziga Vertov la cámara era un ojo fílmico más perfecto que el humano… finalmente Porter termina El gran robo al tren (1903) con un cowboy ceñudo que dispara su revólver directamente a cámara -o sea a nuestros ojos- rompiendo así, por primera vez, la cuarta pared.

A partir de ahí se desplegará una estirpe de ojos endiablados que nos acechan ya desde Los vampiros (Feuillade, 1915), en particular con Musidora, la musa de los surrealistas. Esas miradas hipnóticas se prolongan en el sonámbulo Cesare y su siniestro amo, el doctor Caligari (Robert Wiene, 1919), en las pobladas cejas de Nosferatu (Murnau, 1922), en las macabras cuencas de Lon Chaney interpretando El fantasma de la Ópera (1925) y en la penetrante mirada de Béla Lugosi (Drácula, 1931).

Pero hacía falta una mirada más humanizada para que el Séptimo Arte se reconciliara con su naturaleza visual, lo cual logra Chaplin al final de Luces de la Ciudad (1931). El inmortal vagabundo sabe que la florista (Virginia Cherrill) puede verlo por primera vez descubriendo que está muy lejos de ser el millonario que ella soñaba. “Yes, I can see now”. Los ojos de Charlot brillan intensamente en la pantalla. Con la flor en la mano y el índice pueril entre los dientes, su dicha, su vergüenza y su timidez son inolvidables. Toda la poesía del mundo cabe en ese minuto de cine que siempre me remite a Antonio Machado: “El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve.”

Después vendrá la mirada ensimismada de Ingrid Bergman en Casablanca (Curtiz, 1942). Play it Sam, Play As Time Goes By”. El pianista empieza a cantar y ella se queda pensativa, mirando al infinito o al vacío, como ausente, con la mirada vuelta hacia el interior de sí misma.

Disculpen el lugar común: los ojos son el espejo del alma, la zona más blanda de nuestro cuerpo donde se diluyen las más disímiles emociones en una evanescente acuosidad metafísica. Ninguna otra forma de arte ha conseguido retratar tanta fugacidad espiritual como el cine.

Pero de vez en cuando los ojos retornan a su vocación maligna. Al final de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950), Gloria Swanson baja la escalera acercándose a la cámara con su mirada de loca sublime. En Psicosis (Hitchcock, 1960), Marion Crane apuñalada nos mira desde el suelo del baño. La cámara se regodea en el ojo de Janet Leigh que inunda la pantalla. Es la muerte de una mujer hermosa, como le hubiera gustado a Poe. Una mirada yerta que nos recuerda a Pavese: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.

Hay otras formas de mirar: frías e implacables. La mirada victoriana de Judith Anderson, ama de llaves en Rebeca (Hitchcock, 1940), reaparecerá al año siguiente en Agnes Moorehead, la madre de El Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) y más tarde en la tiránica enfermera de Alguien voló sobre el nido del cuco, (Milos Forman, 1975) cada vez que espía al desenfadado Jack Nicholson. En Rashomón (1950) Kurosawa nos impresiona con la mirada de desprecio que el samurái amarrado le dedica a su esposa.

Un verano con Mónica (Bergman, 1953) nos depara la mirada más sensual del Séptimo Arte. Harriet Andersson mira directamente a cámara, nos seduce y nos perturba mientras rompe la cuarta pared una vez más en la historia del cine. Lo mismo ocurre cuando la mirada despistada del protagonista se congela en pantalla al final de Los cuatrocientos golpes (Truffaut, 1959). La antítesis de esos desamparados ojos de Antoine Doinel la veremos un año después en el plano final de La Dolce Vita. Al igual que el director francés, Fellini sitúa la escena en la playa, con ruido de olas al fondo, para mostrarnos la mirada risueña de la muchacha enamorada de Mastroianni. De pronto, esos ojos optimistas se vuelven ligeramente hacia el espectador, rompiendo de nuevo la cuarta pared que es la pantalla.

Pero hay otras paredes en riesgo, como en la película 1984, de Michael Radford, cuando un cuadro se desprende del clavo y los asustados personajes descubren que detrás hay una cámara oculta que los ha estado vigilando todo el tiempo.

Nuestra civilización tan frenéticamente óptica ha suplantado el ojo de Dios por el ojo ciclópeo del Big Brother: un panóptico que nos acecha incluso en dictaduras disfrazadas de democracias.


(Publicado en Letras Libres, número de julio de 2014, pp 88-89).

julio 06, 2014

El Beso Esquimal

EL BESO ESQUIMAL

POR  MANUEL PEREIRA
  
                                                                      
                                                           “La  historia es una pesadilla de la 
que intento despertarme”. 

                                                                       James Joyce

PRIMER CAPÍTULO DE LA NOVELA INÉDITA DE MANUEL PEREIRA
DÍA 1


             
“¿Me dejarán salir?”, se preguntó al bajar del avión envuelto en una tufarada de algas muertas. Bajo un sol que rajaba las piedras, la pista brillaba como mojada, aunque no hubiera llovido. El calor reverberado por el asfalto multiplicaba las imágenes en los irreales charcos. Tras doce años de ausencia, había regresado a su tierra natal: el País de los Espejismos.

            “¿Me dejarán salir?”, volvió a preguntarse mientras los despóticos aduaneros revisaban sus maletas en el aeropuerto habanero, adonde había aterrizado para visitar a su madre: una anciana a las puertas de la muerte.
            Tuvo suerte: los cancerberos no le decomisaron nada, en parte porque no llevaba más del peso requerido, en parte porque quizá le tocó un registro rutinario, poco minucioso.    Al salir del aeropuerto, abordó el primer taxi que vio. Por instinto, quiso sentarse en el asiento delantero, pero la puerta estaba tan abollada por un choque que prefirió no forcejear con la manija y optó por arrellanarse en la parte de atrás.
            El catecismo comunista promulgaba que taxistas y clientes son iguales, por tanto, éstos debían sentarse delante para no menospreciar a los choferes. Pero, tras un largo destierro, el recién llegado ya no se consideraba “compañero” de nadie, sino todo un señor dueño de sí mismo. Aun así, le llamó la atención que su primer impulso fuera empuñar la manija de la puerta del copiloto. ¿Cuándo se borran a fondo esos adoctrinamientos inculcados desde la infancia?
            Apenas arrancó, el chofer empezó a contarle lastimeramente que él no era taxista sino ingeniero eléctrico, y le mostró orgulloso su título universitario: una fotocopia de 15 x 20 centímetros pegada en la guantera. Aunque correspondiente a otra carrera, el pasajero tenía un diploma idéntico: misma caligrafía gótica en tinta china, mismos escudos y cuños secos. Un pergamino sin valor, tanto dentro como fuera de la isla. Entendía el disgusto del ingeniero devenido chofer de alquiler, pero no estaba de humor para hablar con desconocidos. Se había jurado que no conversaría de política con nadie durante aquel viaje estrictamente sentimental.           
            Así que no le dio entrada al taxista, quien se quedó callado, aunque enseguida encendió una radio-casetera donde retumbó una canción que el viajero recordaba de su niñez: “Río Manzanares, déjame pasar, que mi madre enferma, me mandó llamar”. Como ya por entonces veía vieja a su madre, tarareaba esa tonada con la inquietante corazonada de que algún día tendría que nadar en un río crecido para acudir en su salvación. Más de cuarenta años después, el presagio se consumaba.
            Para visitar a su madre enferma, él había tenido que vadear mucho más que un río, salvando océanos y continentes, como un salmón remontando las aguas para desovar allí su tristeza. Por fin estaba a escasos minutos de abrazarla.
Vio pasar las guaguas expulsando nubes negras. Abarrotadas de pasajeros estrujados, algunos colgando de puertas y ventanas, esos racimos humanos escoraban a estribor los rugientes autobuses. El dantesco espectáculo le confirmó lo que ya sabía: a pesar del tiempo transcurrido, ese pobre país, lejos de mejorar, había empeorado.
De no ser porque su madre estaba en las últimas, jamás hubiera vuelto a aquel islote perdido en el mar de la utopía. Aunque pagó el lacerante precio de no ver a su mamá durante doce años, no se arrepentía de haberse exiliado.
Para no intoxicarse con el denso humo de las guaguas, quiso subir el cristal de la ventana, pero cuando intentó hacer girar la manivela, se quedó con ella en la mano. El taxi era un cachivache de la época soviética. Un par de amenazantes muelles sobresalían de la mugrienta tapicería y tuvo que sentarse de medio lado. Cuando llegó al hotel, tenía una nalga dormida. Bajó de la máquina, sacó su equipaje del maletero y le dio un dólar de propina al ingeniero frustrado, quien puso cara de niño en Día de Reyes.
            “¿Me dejarán salir?”, pensó el visitante cuando entró en el diminuto lobby cojeando a causa de la nalga hormigueante. Tras firmar algunos papeles en recepción, subió a su habitación y abrió las maletas sobre la cama. Sacó algunas bagatelas que metió en varias bolsas de plástico y corrió a ver a la madre que lo esperaba no muy lejos de allí. Pero al salir a la calle enseguida sintió que alguien lo seguía. Después de haber crecido en el comunismo, tenía esa sagacidad casi incrustada en los genes. Miró hacia atrás. Un negro rechoncho no le perdía pie, ni pisada. Tenía un ojo gacho y una gorra blanca a lo Rolando Laserie con la corta visera abotonada. Caminaba tieso, levantando el mentón con gesto altivo. Con su ojo casi cerrado, era la variante afrocubana de Deng Xiaoping. Sin dejar de rastrearlo, dobló en una esquina. Primero venía a unos veinte metros detrás de él, luego se acercó hasta los diez. Un detalle raro: no era fornido, ni llevaba el típico pullover ajustado, luciendo músculos, que vestían todos en la policía secreta, como clones salidos de un gimnasio. Éste solamente ostentaba su gorrita blanca, como de santero, y nada más.
            Al recién llegado no le preocupaba que lo vigilaran. De todas maneras, para hacer sufrir al sabueso, dobló en la siguiente esquina dando un rodeo para despistarlo antes de llegar a su casa. Súbitamente entró en un zaguán. Mientras subía la empinada escalera del edificio donde vivía su mamá, volvió a preguntarse si lo dejarían salir de aquel país que percibía como una ratonera cuyo queso era su madre.
            Después de engorrosos trámites consulares que duraron semanas, le habían permitido visitar su patria. Él había esperado angustiado ese permiso. Le preocupaba que no lo dejaran entrar. A otros expatriados les habían negado el retorno para asistir a los funerales o a los estertores de sus seres queridos. A veces, esa rigidez migratoria se relajaba, tal vez por la imperiosa necesidad gubernamental de recaudar dólares. Finalmente, y para su sorpresa, las autoridades insulares se habían dignado concederle cuatro días de “permiso humanitario” para visitar a una anciana de 92 años con demencia senil.
            Sin embargo, él no las tenía todas consigo. Como en todo laberinto, entrar allí podía resultar más o menos fácil, lo difícil era que luego te dejaran salir. Sabía que se exponía a represalias por haber criticado al gobierno. Había concedido entrevistas a la prensa internacional, había publicado algún artículo y frecuentado a opositores, todo lo cual podía costarle caro. Se la estaba jugando. Después de todo, doce años atrás, él había engañado al gobierno. Le habían dado un permiso de un mes para cumplimentar la invitación de una universidad europea donde impartiría conferencias, y los dejó esperando, nunca más regresó… hasta ahora. Las rencorosas autoridades de la ínsula podían pasarle factura por aquella transgresión. De ahí la recurrente pregunta: “¿Me dejarán salir?”
            ¡Cuatro días de permiso humanitario! Él no salía de su estupor. Pero tenía que hacer de tripas corazón si quería ver a su madre por última vez. Para colmo, entre el “visado”, la renovación del pasaporte, la inscripción en la embajada e impuestos aeronaúticos, el Consulado le cobró 195 dólares.
            Todo aquello lo tenía indignado. Tener que pedir permiso para regresar a la tierra que lo vio nacer y que encima tuviera que pagar para obtener esa autorización, sin duda era un luciferino castigo por haberse atrevido a huir de semejante “paraíso” flotante.
            Se sentía maquiavélicamente chantajeado, pues utilizaban a su madre como rehén. Era como si su madre no le perteneciera a él, sino al gobierno, como si fuera una propiedad más del Estado y la hubieran inventariado pegándole una etiqueta invisible con un número en la frente. Así confiscada, nacionalizada y expropiada, él no tenía más remedio que ir a verla en aquellas circunstancias extremas, viéndose además obligado a pagar un “peaje patrio” feudal.           
            Lo mismo sufrían todos los emigrantes que regresaban con permiso para ver a sus parientes enfermos o moribundos. El gobierno ingresaba ingentes cantidades de dólares instalando una aduana en el corazón de la nación, traficando con las emociones más sagradas de dos millones de desterrados, transformando la nostalgia en usura al imponerle un gravamen a la forma de amor más entrañable. Era el negocio más obsceno del mundo, y sin embargo, nadie en el mundo lo denunciaba. Todos allá afuera miraban para otra parte o escondían la cabeza bajo la arena, como el avestruz.
             En el tercer rellano se detuvo para apaciguar sus iras diciéndose que aquel saqueo era el óbolo para Caronte: monedas en los ojos de los muertos para llegar remando al inframundo donde las sombras tenían secuestrada a su madre.
Cargando varias bolsas de regalos, subía arduamente cada peldaño. Su corazón de cincuentón latía desbocado, acaso por la emoción del cercano reencuentro o  simplemente por el esfuerzo. De tanto comer allá afuera, había echado una panza de bodeguero que no contribuía a subir la escalera. En su mente, cada escalón representaba una porción del tiempo que había estado ausente. Mientras recorría esas estaciones, sus pasos resonaban como badajos al compás del vía crucis del Hijo Pródigo. Cada pisada remedaba el tañido fúnebre de una campana. Subía tan apesadumbrado que no advirtió que alguien oculto en la penumbra del umbral lo espiaba desde allá abajo.