octubre 16, 2017

EL CHE AJEDRECISTA

EN EL 50 ANIVERSARIO
DE LA MUERTE
DEL CHE GUEVARA



EL CHE AJEDRECISTA

MANUEL PEREIRA


En 1962 yo tenía 13 años y me había colado en el Primer Torneo Internacional de ajedrez “Capablanca in memoriam” que se celebraba en el mezanine del Hotel Habana Libre (antes Habana Hilton). No sé cómo conseguí colarme en aquel lujoso salón tan vigilado, pero allí estaba yo, codeándome con celebridades mundiales del juego-ciencia.
Antes de 1959 en Cuba a nadie le interesaba el ajedrez. A raíz del triunfo de la revolución –y bajo la influencia soviética- el gobierno fomentó la pasión por el ajedrez logrando que muchos cubanos lo jugaran en parques, colegios, hogares, azoteas, plazas. .. No llegó a sustituir a la pelota, ni al boxeo, pero… casi.
Por entonces yo sólo sabía mover las piezas y estaba allí para aprender algo de teoría aunque muchos movimientos reflejados en la pantalla gigante de la pared escapaban a mi comprensión. Por si fuera poco, también pretendía anotar en una libreta algunas jugadas magistrales. De más está decir que estaba encantado viendo jugar a los grandes maestros  invitados. Había ingleses, alemanes, argentinos, rusos (o soviéticos), suecos…  
Cansado de observar a los jugadores y de pasearme de aquí para allá, me senté en el suelo, cerca del espacio reservado para los concursantes ensimismados en sus tableros y con las cabezas entre las manos.
Súbitamente todas esas personalidades tan célebres dejaron de serlo. Acababa de entrar allí  alguien mucho más famoso que todos ellos. Alguien que enseguida acaparó la atención de jugadores, camareros, fotógrafos, periodistas, diplomáticos, curiosos… todos quedaron hipnotizados, todos menos yo por estar sentado, lo cual me impedía ver lo que estaba pasando; todos hechizados menos yo, porque en ese preciso instante sentí en mi rostro el fétido resuello de un enorme perro con la lengua afuera que me miraba con cara de pocos amigos. Asustado, me levanté de un salto. Por suerte una cadena de eslabones plateados retenía al poderoso animal, una cadena empuñada por la mano del mismísimo Comandante Ché Guevara. Lo tenía frente a mis narices. Boquiabierto, retrocedí un paso. Recordé que un par de años atrás -cuando aparecieron sus primeras fotos en la prensa- circulaba el rumor de que era Cantinflas que había combatido en las montañas junto con Camilo Cienfuegos y Fidel Castro. Y en verdad tenía cierto aire de familia con el actor mexicano.
En el salón todos lo aplaudían, le hacían preguntas, le pedían autógrafos, lo ovacionaban. Sin duda, un mítico guerrillero ya conocido a escala mundial. Se había cortado la larga melena aunque conservaba barba y bigote. En la boina negra brillaba la estrellita metálica. Los bolsillos de su chaqueta militar estaban llenos de papeles y algunos tabacos. Del cinturón de cuero colgaba la pistola.
Dijo sonriendo: “Solo vengo a saludar y a jugar un poco”. Se quitó el tabaco de la boca y agregó entre irónico y jovial: “Ustedes me perdonarán que haya ensuciado este suelo de mármol, pero es que vengo de hacer trabajo voluntario agrícola en una Granja del Pueblo” (risas). Tras de sí había dejado un largo rastro de huellas de fango. Sus botas acarreaban unas tortas de barro tan grandes que semejaban raquetas para andar en la nieve en un país sin nieve. Hablaba despacio y entre bocanadas de humo. Remató la efímera charla (más bien monólogo) con otra burla disimulada: “¡Ah! Y perdonen también si mi perro dejó alguna gracia por allá atrás” (más risas).
Entonces entró en el recinto reservado para los jugadores donde se puso a observar diversas partidas. Luego se sentó a jugar con algún extranjero.
Fue la primera y única vez que vi en persona al Che Guevara. El resto es historia.

Derechos reservados: Manuel Pereira, 2017.
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