marzo 28, 2016

Buscando a Kafka

BUSCANDO A KAFKA
Por Manuel Pereira

Creo que fue en 1982 cuando Luis Rogelio Nogueras (Wichi el Rojo) y yo nos escapamos de Karlovy Vary para bajar a Praga en autobús. Atrás dejamos el tedioso festival de cine y a los viejitos metiendo los pies en las aguas termales. Ya en la Ciudad de las Defenestraciones, yo quería ver las ventanas del Castillo donde los checos inventaron el volátil arte de empujar por la espalda a sus rivales mandándolos a volar varios pisos abajo. Pero Wichi tenía prisa, quería visitar la casa natal de su venerado Kafka. Andábamos cortos de tiempo y de dinero. Pasamos por una cantina donde servían cervezas con salchichas. La dejamos para después, por la impaciencia de Wichi. Así llegamos al barrio judío, como turistas extraviados, ni siquiera teníamos el nombre de una calle. Chapurreando una mezcla de francés con inglés y ruso, preguntamos por Kafka a policías y transeúntes, en tiendas y hasta en un conservatorio. Nadie lo conocía, o fingían desconocerlo. ¡Qué raro que nadie allí supiera nada de Kafka! Wichi me cuchicheó que era por la censura soviética. Habían borrado toda huella material y espiritual del autor de La metamorfosis, por judío, por heterodoxo, por ser un escritor incómodo para cualquier poder totalitario, porque su obra no encajaba en las rígidas pautas del Realismo Socialista. Pasamos por la plaza del monumental reloj astronómico con su diseño de astrolabio, nos abrimos paso entre el gentío que miraba hacia arriba el desfile de las marionetas de los apóstoles. “Vamos, vamos a buscar la casa”, insistía mi amigo pelirrojo, que en paz descanse. La luna y el sol tejían estambres de oro en lo alto del reloj mientras Wichi y yo seguíamos indagando por los alrededores.
Recorrimos la Ciudad Vieja, el Josefov: la sinagoga alzándose imponente como las tumbas cavadas en el aire por Paul Celan, las lápidas amontonadas como un bosque de cristales de cuarzo sembrado por un alquimista. Mientras tanto, yo seguía pensando en los defenestrados. Oía retumbar a mi espalda los torpes pasos del fangoso Golem, oía los intermitentes bastonazos del ciego Hanus, el relojero a quien quemaron los ojos para que no repitiera en otra ciudad el prodigioso reloj astronómico.
“Ciudad maldita”, decía Kafka definiendo a Praga. Aquello era peor que buscar una aguja en un pajar. La ciudad tendría que estar llena de bustos, estatuas y señalizaciones en honor a su ciudadano más universal. Era una gloria praguense y ni siquiera aparecía en las guías turísticas. Entre nazis y soviéticos lo habían defenestrado.
Dimos tantas vueltas que llegamos de nuevo al reloj astronómico, casi derrotados. Frustrados, decidimos regresar a Karlovy Vary, donde nos esperaba una soporífera tanda de bodrios en la pantalla. Ya nos dirigíamos a la estación de autobuses cuando, de pronto, con el rabillo del ojo, descubrí un perfil familiar mostrándose en una esquina. De una placa de bronce sobresalía el relieve de un rostro. “Esa nariz afilada es la de Kafka”, dije. Nos acercamos. ¡Habíamos encontrado el Santo Grial!
De la placa colgaban tres flores marchitas, ahorcadas boca abajo, dejadas allí por algún alma caritativa. Entramos por un portal señorial creyendo ingenuamente que tal vez en el zaguán existiría un modesto simulacro de museo. Una señora con pañuelo a la cabeza barría la escalera al fondo. Le preguntamos. Se encogió de  hombros mirándonos aviesamente. Subimos con la vana esperanza de hallar algún rótulo en la puerta de un apartamento. Llegamos al último piso sin asomarnos a ventanas ni balcones… por si acaso… allí tenían la fea costumbre de empujarte por la espalda, el último fue un ministro de exteriores en 1948, a quien los estalinistas lanzaron en pijama por la ventana de su baño.
La señora de la limpieza nos indicó por señas que bajáramos y saliéramos del edificio. Venía barriendo detrás de nosotros, como si estuviera expulsándonos. En ese momento, una cucaracha espantada por la escoba de la bruja corrió por debajo de la puerta escabulléndose hacia la calle. Señalando al insecto, Wichi afirmó: “¡Ahí está!”.
-¿Quién?
-Gregorio Samsa- dijo.
                              

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