BIOGRAFÍA DE UN DESAYUNO
En abril de
1979, durante un desayuno en París, Alejo Carpentier me aconsejó: “no se
dedique al ensayismo”. Yo era entonces un joven novelista cansado de ser un
joven novelista. Quería ir más lejos. Empezaba a intuir lo que hoy es ya una
convicción: que ningún novelista está completo si no escribe ensayos.
Los ensayos de
mi libro Biografía de un desayuno nacieron durante aquel desayuno con Alejo
Carpentier en un café de Montparnasse que ya no existe. De hecho, configuran la
biografía de mi desayuno intelectual, porque fue en París donde realmente
aprendí a pensar. La tradición que va de Montaigne a Sartre -pasando por
Voltaire, Diderot, Descartes, Pascal, Montesquieu, Valéry, Cioran-, flota en el
aire de esa ciudad, se puede respirar incluso a orillas de ese río pensativo
que es el Sena.
¿A qué le tenía
tanto miedo Carpentier si él mismo era novelista y ensayista a la vez? ¿Acaso
le preocupaba que, por ser el ensayo un género que enseña a pensar, yo empezara
a generar ideas y me buscara problemas políticos en Cuba donde, por cualquier
opinión discrepante, se puede ir a la cárcel o al destierro?
Le pregunté por
qué me daba aquel consejo tan vehemente y me dio a entender que era mejor que
siguiera cultivando la novela, ya que siendo un género más comercial tenía “más
salida” que el ensayo, “incluso aquí en Europa”.
Precisamente, lo
que más empezaba a disgustarme de la novela sin ideas, de la novela superficial
o de entretenimiento -que es la más frecuente, la más promocionada y la más
premiada- es su naturaleza comercial. Las novelas meramente anecdóticas, que no
dicen nada interesante, atiborradas de diálogos insustanciales, ya me aburrían.
Esas novelas pueden estar repletas de sensiblerías, de acrobacias sexuales, de
chismes, de despechos y otros desahogos, pero nada de eso las convierte en
libros inteligentes.
¿Qué es un libro
inteligente? Aquel que hace sentir al lector que él también es inteligente,
aquel que ilumina alguna región a oscuras de su espíritu, de su vida o del
universo que lo rodea; aquel que le produce un crecimiento interior.
Sin duda de
buena fe, a Carpentier le preocupaba que me pusiera a reflexionar en vez de
escribir libros inocuos y triviales para consumo masivo. En tal caso yo me
convertiría en un escritor marginal y minoritario. Lamentablemente, él tenía
razón. Cada día pululan en el mundo más narradores que relatan historias
insignificantes, dotadas de una especie de escritura decorativa, pero
desprovistas de una cosmovisión, de una perspectiva profunda de la vida y de
una brújula estética definida.
Yo no quería
dejar de ser novelista. Simplemente me proponía ser también ensayista para, más
adelante, combinar algunos relámpagos típicamente ensayísticos con la función
tradicional de la novela, de modo que esta última alcanzara un mayor decoro
intelectual, una calidad superior, cierta dosis de lucidez poética.
Yo quería tocar
un misterio, explorar un abismo, valiéndome del ensayo. Pero ese género suele
prestarse a muchas confusiones categoriales. Algunos confunden el ensayo con lo
que no es más que periodismo. Hay que aclarar que un artículo de fondo no es un
ensayo. Otros piensan que escribir un ensayo se reduce a acumular citas, como
en una tesis doctoral, tesina o monografía. La glosa y la exégesis conducen a
textos de evidente raíz académica, que no son ensayos en el sentido literario
de la palabra. El embrollo conceptual es tan inextricable que, a veces, incluso
en ámbitos universitarios, suelen llamar “ensayos” a meras reseñas de libros
que apenas pasan de una cuartilla.
El verdadero
ensayo no es tratado científico, ni monserga didáctica. No tiene que ser
plúmbeo, ni aburrido. Es literatura de alta escuela, prosa que destila una
doble naturaleza: artística e intelectual.
Después de aquel
desayuno en París, decidí no hacerle caso a Carpentier. Los grandes también
pueden equivocarse, pensé. Así surgieron mis primeros ensayos escritos entre
1984 y 2007. Unos los escribí en París, otros en la Habana, otros en Venecia,
otros en Barcelona, los últimos en México.
Ciudad de
México, 23 de agosto de 2008.
Excelente, como todo lo que escribes.
ResponderEliminarIrene López Kuchilán