EL ÚLTIMO HECHIZADO
Entrevista a Manuel Pereira
Manuel Pereira, uno de los últimos discípulos de Lezama Lima. Fotografía de Iván Cañas.
Ensayista y narrador habanero nacido en 1948, radicado en México desde 2004, Manuel Pereira Quinteiro es uno de los últimos discípulos de José Lezama Lima; Variopinto se acercó a él para desglosar un tema que ya trató en su ensayo “El Curso Délfico”, incluido en su libro Biografía de un desayuno (Miguel Ángel Porrúa, México, 2008). Pero los habituados al misterio de la poesía de Lezama nunca tienen bastante.
La primera pregunta, para ubicar desde dónde hablará Pereira, es ¿quién es el tal José Lezama Lima? ¿Ese que medio en broma se proclamó uno de los dos “únicos” José de Cuba, junto con Martí? ¿Ese que circunnavegó el mundo en barcos de papel y se proclamó El Peregrino Inmóvil? ¿El poeta que defendía su misterio o aquel que fue acosado en una casita que, para la policía secreta, tenía muros de cristal?
“José Lezama Lima es un caracol nocturno en un rectángulo de agua —responde Pereira—, como él definía la poesía”.
Y sí, en su ensayo autobiográfico, Pereira cuenta que se presentó en la casa de Lezama (Trocadero 162) con su primer libro de poemas. Pero en la entrevista relata que llegó a ese descaro sólo después que un amigo le informara que a la vuelta de casa de su madre en La Habana, vivía tal celebridad, ese poeta que era famoso entre pocos. Pereira quiso comprobar si sus poemas eran auténticos con el representante de la poesía en la tierra.
Lo dice entre risas, perdonando al adolescente de aquella época, que probablemente despertó al maestro al preguntar por él con su vozarrón. Así que cuando el ama de llaves Baldomera —la Baldovina de manos curativas de Paradiso— abrió la puerta y trató de poner algún pero, el oráculo se hizo escuchar: “Si es un joven poeta, déjelo pasar”.
El encuentro
“Yo era muy arrojado en esa época —dice el entrevistado, con gratitud hacia el joven que fue—. Ahora soy más miedoso, veo a personajes así y ya no me les acerco.
“Alguien me habló de Paradiso y me lo prestó. Yo empecé a leer el primer capítulo y no entendía nada. Me desconcertó. Había leído ya a Virgilio Piñera, por ejemplo, que tú entiendes lo que está diciendo, pero con Lezama está más difícil. Y en vez de rechazarlo me provocó curiosidad.
“Empecé a preguntar sobre Lezama a mis amigos poetastros de la época. Yo andaba con un grupo de hippies que escribían siguiendo a Allen Ginsberg. Un día alguien me dijo: ‘Pero si Lezama es vecino tuyo, vive a la vuelta de tu casa’ (era la casa de mi mamá). Después pasé por Trocadero 162 y lo vi varias veces por la ventana que daba a la calle. En ese lugar ahora está el museo. La ventana solía estar abierta y él a veces se asomaba o se le veía sentado en el sillón, durmiendo, leyendo o fumando un puro en la salita.
“Y un día fui con mi libro de poemas, que era malísimo. Se llamaba El museo no está cerrado. El resto lo cuento en mi ensayo ‘El Curso Délfico’. Mi idea era sólo que leyera mi libro y me dijera si era bueno o malo. Pero aquello se convirtió en otra cosa, el libro pasó a no tener ninguna importancia”.
En su ensayo, que los hechizados por la escritura de Lezama disfrutarán como invitados furtivos a las conversaciones privadas del poeta, Pereira aclara que el maestro no enseñaba a escribir; no corregía comas ni sugería imágenes, sino abría las puertas ocultas de cada libro de manera que se comunicaba con el resto de la literatura y del arte.
“Fue su gran enseñanza, que todavía es de un gran valor. Yo no tengo influencias de él; si tú me lees, no tengo nada de lezamesco…Tuve un momento de mímesis porque él era un gigante y yo era una hormiguita, y tú sabes cómo el sol atrae a los planetas. Me di cuenta de eso y por eso dejé de hacer poesía. Dije: no voy a hacer más poesía porque me está saliendo como la de Lezama y yo tengo que buscar mi voz”.
El paraíso en el lenguaje
“Ah, oscuridad, mi luz”, repetía Lezama Lima ante las objeciones de los literatos por su hermetismo. Y en su “Introducción a la Esferaimagen” confirma: “Yo leo en la poesía y después procuro descifrar”. Frente a la fuente de ese juego barroco de claroscuros, Pereira lo comprendió:
“Ante todo, Lezama es una sorpresa, es una dicha. Hay gente que no logra entrar en él. Era fascinante, soberbio a veces. Hay quien dice que era pedante pero yo no lo creo. Conmigo fue muy afectuoso, nunca me sentí maltratado. Otros sí, quizá porque eran pedantes ellos, no sé”.
Otro dogma de la estética lezamiana expresado en esa “Introducción” es que “el Sistema poético… no hace novelas, no hace poesía. Es, está, respira”. Confirma Pereira: “Lezama es poeta y ensayista. Gran ensayista. La expresión americana, por ejemplo, es un libro poderosísimo. Y empieza de pronto a hacer una cosa que él dice que es una novela, Paradiso.
“En realidad es un poema novelado. Mucha gente le exige a Lezama que escriba una novela en el sentido convencional del término; eso es imposible porque él era un espíritu complejo y muy barroco, con un dominio del lenguaje, con una destreza para hacerlo plástico como un oleaje proteico”.
Un océano narrativo, es el concepto que tiene Lezama de la novela: “La poesía y la novela tenían para mí la misma raíz. El mundo se relacionaba y resistía como un inmenso poema”.
En efecto, dice Pereira, “Lezama es un poeta y luego hace prosa ensayística de una calidad suprema. Pero ya la novela… no era un novelista de raza, que tiene una estructura, unos personajes, una buena secuencia dramática de la obra, un buen desenlace. Él es un caos, va metiendo lo que le da la gana. De pronto un cocinero o un mayordomo cita a Homero, por ejemplo. Un novelista de raza no hace eso, cuida sus personajes. Lezama no cuidaba nada porque él era un pulpo lanzando tinta.
“Por eso digo que Paradiso es un poema novelado, que a ratos adquiere la densidad o la textura de una novela, pero de pronto se desbarata y vuelve a ser un poema o un ensayo, porque también hay trozos ensayísticos. En cualquier caso Paradiso es una curiosidad, un juguete literario”.
Alegría secreta
En una fotografía que les tomó el suizo Luc Chessex en la sala de su casa, Lezama escribió: “Manuel Pereira es un escritor cuya alegría secreta es capaz de fabricar una mañana y sostener la luna con el hilo de la imagen”. El aludido resalta la diferencia abismal entre maestro y alumno:
“Tenía 20 años —precisa al recordar esa gracia—, a esa edad eres aprendiz de todo, a menos que seas Rimbaud o Mozart. Lezama era un genio de la lengua. Hereda la lengua. Él hablaba y yo tengo la impresión de que se detenían los ríos, los mares, todo. Es una hipérbole, claro, para dar una idea de la potencia de su verbo hablado y escrito. Dominaba ambos. Hablaba como escribía y escribía como hablaba. Era una maravilla oírlo, aunque yo no entendía muchas cosas. Pero no me importó”.
Al preguntarle sobre el aspecto político de Lezama, comenta al respecto:
“Un día me dijo: ‘¿Usted ha leído a Marx?’ Y yo le dije: sí, El capital y algunas otras cosas, porque en Cuba tras la revolución era obligatorio en la escuela. Me dijo: ‘Es que yo no lo puedo leer, ese estilo es muy seco’. Es decir, él estaba buscando poesía. Él no leía esas cosas, a Lenin menos, a Engels tampoco. En ese sentido era ingenuo, porque no tenía formación política sólida. Él había estudiado derecho y luego poesía; ese era su mundo. En su tiempo la política no era en Cuba tan intensa, era politiquería”.
Por eso Pereira está convencido de que el ostracismo contra Lezama no tenía base ideológica:
“No era un disidente sino un hombre asustado. Durante cinco años decía que el teléfono hacía ruidos extraños, que había gente de inteligencia escuchándolo. Estaba asustado, pero ¿disidente? Disidente es Yoani Sánchez; yo soy un disidente en el exilio. En Cuba Reynaldo Escobar es un disidente. Lezama nunca tuvo esa actitud militante contra la revolución. Primero, no estaba en condiciones físicas para salir a la calle o para hacer un discurso. Y en algunas cartas a su hermana Eloísa le dice algunas cosas contra el exilio; que mucha gente se fue pero mucha gente se quedó”.
Final e inicio
“Cuando conocí a Lezama él ya tenía una biblioteca de unos nueve mil ejemplares. Estaban amontonados. Él recibía libros del extranjero. Cortázar, Fuentes y Octavio Paz le mandaron libros. Recibía muchos por paquetería internacional, pero ya él tenía su biblioteca desde que era estudiante de derecho. Él, siendo todavía estudiante del primer año de Leyes, tiene una discusión interesante con Juan Ramón Jiménez sobre la identidad, el famoso ‘Coloquio con Juan Ramón Jiménez’. (Lezama tenía 27 años y el ensayo se publicó en la Revista Cubana en 1938.) Está debatiendo con un gran poeta de la lengua, entonces ya en esa época Lezama debía tener unos dos mil o tres mil ejemplares en su casa”.
Manuel Pereira termina su ensayo con una evocación del 9 de agosto de 1976: “La noticia de su muerte repentina, leída en un periódico, me alcanzó volando entre dos provincias cubanas durante uno de mis viajes periodísticos. Recordé entonces su miedo a los viajes, aquello de que sólo una lámina de aluminio lo separaría de la eternidad”.
En la entrevista, comenta que “fue la época más viajera de mi etapa periodística en el interior del país. Por ese motivo lo veía menos. Me enteré de su muerte volando hacia la provincia de Oriente; leí en el periódico Granma que repartían en el avión una breve nota, muy poco destacada”.
No considera necesario escribir más sobre el taumaturgo, pero “en aquellos siete tomos de Proust que él me regaló, había notas de Lezama y empecé a tomar nota de las notas. Va a salir un ensayito de unas 20 páginas, donde sí voy a hacer más crítica literaria viendo qué hay en Lezama de Proust. Se ha hablado mucho de esto pero sin pruebas documentales, y yo tengo el tesoro documental. A los críticos yo los leo y me río, porque van como dando tumbos, a oscuras, adivinando. A veces aciertan, pero yo tengo el tesoro de Tutankamón”.
La editorial Textofilia publicará pronto la novela de Manuel Pereira El beso esquimal.
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