LA BELLA Y LA BESTIA
La Bella y la Bestia no es un invento de Disney -como muchos piensan-, sino un cuento de madame Leprince de Beaumont (1756) que en 1946 saltó a las pantallas gracias al poeta Jean Cocteau. Otra mujer (Mary Shelley) fue la creadora del abominable Frankenstein (1818).
¿Por qué una bella se siente atraída por un monstruo? ¿Acaso el instinto maternal es una fuerza tan poderosa que incluye la pasión o la ternura por un engendro? ¿Cuál es la fuente más remota de este drama universal? Sin duda, el mito de Galatea y Polifemo, donde el cíclope se enamora de una hermosa nereida. Una fábula minoica nos cuenta que la princesa Pasifae se enamoró de un toro blanco con quien engendró al Minotauro. Otras zoofilias mitológicas evocan a Zeus transformado en toro para raptar a la fenicia Europa o convertido en cisne para copular con la reina Leda…
Esta radiante teratología tendrá su correspondencia cinematográfica a partir de 1922 con Nosferatu, de Murnau. Los filmes de vampiros seduciendo a las jóvenes más agraciadas se multiplican rápidamente y, aunque todo esto proviene de Drácula, ya un cuarto de siglo antes de la famosa obra de Bram Stoker, la bestia adoptaba la forma de una vampira lésbica en Carmilla, de Sheridan Le Fanu: novela inspirada en las verídicas atrocidades de la condesa húngara Báthory, quien se bañaba en la sangre de sus víctimas para mantenerse joven. Por cierto, Carmilla, llevada al cine por Dreyer en 1932, también influyó en el cine mexicano con Alucarda (1978), de Juan López Moctezuma.
Los monstruos siguen pasando de las letras al cine. En la última obra de Shakespeare asistimos al intento de Calibán de violar a Miranda. En Nuestra señora de París, Víctor Hugo describe la pasión del jorobado Quasimodo por la gitana Esmeralda, argumento que se renueva con El fantasma de la Ópera, novela de Gastón Leroux, y que reaparece en la película original King Kong(1933), además de en secuelas y remakes.
¿Amor o lástima? ¿No será que la compasión es el camino más rápido y directo al amor? Hay mucho de surrealismo onírico en este bestiario, pero también hay erotismo, como demuestra una xilografía japonesa de Hokusai (1820) donde una pescadora es poseída por un pulpo voluptuoso.
En esos avatares libidinosos no puede faltar Freaks (Tod Browning, 1932) donde Hans se enamora de la trapecista Cleopatra, quien se dejará querer sólo para quedarse con la fortuna heredada por el enano. En El monstruo de la laguna negra (Jack Arnold, 1954) una criatura anfibia se encapricha con la joven Kay (Julie Adams). La relación erótica del enorme batracio con la joven nadadora es un clásico injustamente olvidado. “Es una pena que acabe así el monstruo” dice Marilyn Monroe en La comezón del séptimo año (Billy Wilder, 1955), poco antes de que una ráfaga de aire expulsada por la rejilla del metro le levante la falda. Entonces Tom Ewell comenta: “¿Y qué quería, que el monstruo se casara con la chica?”. Ella explica: “daba la impresión de que es malo, pero en el fondo no es tan malo. Le faltaba un poco de afecto, es decir, saberse amado, deseado, necesitado”. Aquí Marilyn da de lleno en el clavo: sublimación del instinto maternal desplazado hacia el amor al monstruo.
Pareciera que esta genealogía de monstruos quiere redimirse a través del amor. Pero el denominador común de estas historias -salvo excepciones que confirman la regla- es el amor imposible o frustrado. Por ejemplo, en La novia de Frankenstein, (James Whale, 1935) Elsa Lanchester grita cuando Karloff le acaricia la mano. El feo asusta a la fea en un eficaz golpe de humor negro. Claro que ella será siempre menos fea que él, a pesar de sus cicatrices y de su gótica cabellera electrizada.
En El hombre elefante, (David Lynch, 1980), una actriz visita al hombre de cabeza deformada, lo besa y le dice: “usted no es el hombre elefante, usted es Romeo”. Lo mismo ocurre cuando Kim se enamora de El joven manos de tijera (Tim Burton, 1990). En El gabinete del Doctor Caligari (Robert Wiene, 1919), el sonámbulo Cesare está a punto de matar a la joven que duerme, pero cuando descubre su belleza, suelta el cuchillo y decide que es mejor raptarla.
¿Quién es el monstruo en El ángel azul, de Josef von Sternberg? ¿La cantante (Dietrich) o el adiposo Profesor Basura? En La mosca (tanto en la original de 1958 como en el remake de 1986) dos bellas -esposa y novia respectivamente- están abrumadas porque el hombre al que aman se ha convertido en un insecto tecnológico. En la película sueca Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008) la bestia es una niña deliciosamente atroz.
Por último, un consejo para los feos: no pierdan las esperanzas, nunca se sabe.
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(Publicado en Letras Libres, número de febrero de 2015)
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