EL CINE QUE NOS MIRA
Por Manuel Pereira
Fotograma de Nosferatu (Murnau, 1922)
Paradójicamente un arte tan
retiniano como el cine nació en conflicto con el ojo: el cohete de Méliès deja
tuerta a la Luna, la navaja de Buñuel corta un ojo, en la escalinata de Odessa
(Eisenstein, 1925) una señora recibe un balazo en sus lentes ensangrentados,
para Dziga Vertov la cámara era un ojo fílmico más perfecto que el humano…
finalmente Porter termina El gran robo al tren (1903) con un cowboy
ceñudo que dispara su revólver directamente a cámara -o sea a nuestros ojos-
rompiendo así, por primera vez, la cuarta pared.
A partir de ahí se desplegará una
estirpe de ojos endiablados que nos acechan ya desde Los vampiros (Feuillade,
1915), en particular con Musidora, la musa de los surrealistas. Esas miradas
hipnóticas se prolongan en el sonámbulo Cesare y su siniestro amo, el doctor
Caligari (Robert Wiene, 1919), en las pobladas cejas de Nosferatu
(Murnau, 1922), en las macabras cuencas de Lon Chaney interpretando El
fantasma de la Ópera (1925) y en la penetrante mirada de Béla Lugosi (Drácula,
1931).
Pero hacía falta una mirada más
humanizada para que el Séptimo Arte se reconciliara con su naturaleza visual,
lo cual logra Chaplin al final de Luces de la Ciudad (1931). El inmortal
vagabundo sabe que la florista (Virginia Cherrill) puede verlo por primera vez
descubriendo que está muy lejos de ser el millonario que ella soñaba. “Yes,
I can see now”. Los ojos de Charlot brillan intensamente en la pantalla.
Con la flor en la mano y el índice pueril entre los dientes, su dicha, su
vergüenza y su timidez son inolvidables. Toda la poesía del mundo cabe en ese
minuto de cine que siempre me remite a Antonio Machado: “El ojo que ves no es /
ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve.”
Después vendrá la mirada ensimismada
de Ingrid Bergman en Casablanca (Curtiz, 1942). “Play it Sam,
Play As Time Goes By”. El pianista empieza a cantar y ella se queda
pensativa, mirando al infinito o al vacío, como ausente, con la mirada vuelta
hacia el interior de sí misma.
Disculpen el lugar común: los ojos
son el espejo del alma, la zona más blanda de nuestro cuerpo donde se diluyen
las más disímiles emociones en una evanescente acuosidad metafísica. Ninguna
otra forma de arte ha conseguido retratar tanta fugacidad espiritual como el
cine.
Pero de vez en cuando los ojos
retornan a su vocación maligna. Al final de Sunset Boulevard (Billy
Wilder, 1950), Gloria Swanson baja la escalera acercándose a la cámara con su
mirada de loca sublime. En Psicosis (Hitchcock, 1960), Marion Crane
apuñalada nos mira desde el suelo del baño. La cámara se regodea en el ojo de
Janet Leigh que inunda la pantalla. Es la muerte de una mujer hermosa, como le
hubiera gustado a Poe. Una mirada yerta que nos recuerda a Pavese: “Vendrá la
muerte y tendrá tus ojos”.
Hay otras formas de mirar: frías e
implacables. La mirada victoriana de Judith Anderson, ama de llaves en Rebeca
(Hitchcock, 1940), reaparecerá al año siguiente en Agnes Moorehead, la madre de
El Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) y más tarde en la tiránica
enfermera de Alguien voló sobre el nido del cuco, (Milos Forman, 1975)
cada vez que espía al desenfadado Jack Nicholson. En Rashomón (1950)
Kurosawa nos impresiona con la mirada de desprecio que el samurái amarrado le
dedica a su esposa.
Un verano con Mónica (Bergman, 1953) nos depara la mirada más sensual del
Séptimo Arte. Harriet Andersson mira directamente a cámara, nos seduce y nos
perturba mientras rompe la cuarta pared una vez más en la historia del cine. Lo
mismo ocurre cuando la mirada despistada del protagonista se congela en
pantalla al final de Los cuatrocientos golpes (Truffaut, 1959). La
antítesis de esos desamparados ojos de Antoine Doinel la veremos un año después
en el plano final de La Dolce Vita. Al igual que el director francés,
Fellini sitúa la escena en la playa, con ruido de olas al fondo, para
mostrarnos la mirada risueña de la muchacha enamorada de Mastroianni. De
pronto, esos ojos optimistas se vuelven ligeramente hacia el espectador,
rompiendo de nuevo la cuarta pared que es la pantalla.
Pero hay otras paredes en riesgo,
como en la película 1984, de Michael Radford, cuando un cuadro se
desprende del clavo y los asustados personajes descubren que detrás hay una
cámara oculta que los ha estado vigilando todo el tiempo.
Nuestra civilización tan
frenéticamente óptica ha suplantado el ojo de Dios por el ojo ciclópeo del Big
Brother: un panóptico que nos acecha incluso en dictaduras disfrazadas de
democracias.
(Publicado en Letras Libres, número de julio de
2014, pp 88-89).
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