EL CINE QUE MECE LA CUNA
Por Manuel Pereira
La cuna que se mece sin fin es un poema de Walt Whitman que
Griffith usó como leitmotiv en Intolerancia (1916) para
entrelazar cuatro historias: la caída de Babilonia, la muerte de Jesucristo, la
matanza de los hugonotes en Francia y una huelga obrera en 1914.
El poema concluye con el océano
susurrándole al poeta: “muerte, muerte, muerte”… Y lo hace “hablando como una
vieja nodriza al mecer la cuna” para establecer el símil entre el vaivén y el
rumor de las olas con una canción de cuna.
Griffith recurre al poema para
decirnos que también la historia es un océano, una sucesión de acontecimientos
que se repiten, yendo y viniendo, como olas impregnadas de intolerancia.
El filme empieza con una mujer
meciendo una cuna que se intercala como un ritornelo a lo largo de la tetralogía.
Este corsi e ricorsi no sólo alude al eterno oleaje de Whitman, sino
también a El nacimiento de una nación. Y eso no es casual, ya que Intolerancia
fue la respuesta de Griffith a las acusaciones de racismo que recibió su película
anterior.
Detrás de la madre que mece la cuna
vislumbramos tres sombrías figuras femeninas que recuerdan a las brujas de
Macbeth. Mensaje indirecto de Griffith: esa mujer que mece la cuna también está
alumbrando a una nación en la atmósfera fatídica que irradian las tres Parcas o
Moiras.
Pero esa cuna -que ha saltado de la
poesía a la pantalla- no se quedará ahí. Reaparece en Fresas salvajes
(Bergman, 1957) durante el segundo sueño del doctor Borg. En esta cuna onírica
hay un niño llorando que Sara acuna en sus brazos, consolándolo. Ella se lleva
al bebé asustado “por el viento, los pájaros y las olas del mar” (otra vez el
eterno oleaje whitmaniano). Poco después, Isak Borg se acerca a la cuna vacía y
la observa con el mismo gesto de extrañeza como cuando miró dentro del sarcófago
en el primer sueño. Recordemos que en aquella pesadilla se le acercaba una carroza
fúnebre tirada por caballos. Tras chocar con un farol, el coche se balancea
-como una cuna- con un chirrido acompasado similar a un bebé chillando. Un ataúd
cae a la calle. Cuando el anciano Borg se aproxima para ver dentro de la caja
entreabierta descubre que el muerto es él mismo. Las asociaciones entre el féretro
y la cuna, así como entre el llanto del bebé y el chirrido del carruaje balanceándose,
sugieren que toda cuna es una prefiguración del sarcófago. Cambian las
dimensiones, los colores, el diseño, pero la función de ambos muebles
acolchados es siempre la misma: mantenernos dormidos el mayor tiempo posible.
Así llegamos a la cuna satánica de El
bebé de Rosemary (Polanski, 1968), es completamente negra, con un dosel
cayendo como velo de novia enlutada y un crucifijo colgando al revés. Mia
Farrow se acerca empuñando un cuchillo, separa las gasas y abre espantada los
ojos llevándose una mano a la boca: “¿qué le hicieron a sus ojos?”, grita a los
presentes, todos brujos. Sin embargo, poco después ella terminará
meciendo amorosamente la cuna de su hijo con Satanás.
Cinco años después del poema de
Whitman, William Ross Wallace publicó “La mano que mece la cuna es la mano que
domina el mundo”, unos versos que inspiraron La mano que mece la cuna
(Curtis Hanson, 1992), donde asistimos a los desmanes de una niñera vengativa.
O sea, otra cuna rodeada de maldad.
En el siglo IV la cuna a lo divino
apareció pintada en las catacumbas romanas. San Francisco de Asís montó una
representación viviente del pesebre en una cueva italiana durante la Nochebuena
de 1223. Introdujo en la gruta una mula y un buey. El niño era un muñeco
articulado.
A partir de ahí los belenes se
propagaron enriqueciéndose con otros animales y personajes. Giotto, El Greco,
Fragonard, Monet, Berthe Morisot, Van Gogh y el mexicano Manuel Ocaranza, entre
otros, se ocuparon de este tema desde distintas perspectivas, tanto la humana
maternal como la celestial.
El moisés más perturbador se oculta
en El Ángelus (1857), de Jean-François Millet. Gracias al
paranoico Dalí y a los rayos X, sabemos que debajo del cesto de papas yace
latente un ataúd infantil. El bucólico francés pintó una pareja campesina
rezando ante una cesta con un niño muerto depositada en el surco. Luego se
arrepintió y repintó esa parte del lienzo. Así, el pequeño sarcófago devino
canasta de patatas. Lo luctuoso se tornó aun más piadoso cuando añadió una
iglesia al fondo y tituló el óleo.
Si la cuna atesora una poderosa
tradición iconográfica, el cine no podía quedarse atrás. Pero las cunas antológicas
del Séptimo Arte suelen ser aciagas, salvo la que improvisa Chaplin en El
Chicuelo (The Kid, 1921), que cuelga del techo con cuatro cuerdas
incluyendo una ingeniosa cafetera convertida en biberón. Es la cuna de la
esperanza, la misma que resurge al final de Rashomon (Kurosawa, 1950).
Con el llanto del bebé abandonado en un derruido templo japonés, deja de
llover. Las sombras se retiran y sale el sol. La vida recomienza más allá
de la oscuridad.
(*) Publicado en Letras Libres, abril
de 2014, página 94.
Lo dicho, cada vez que leo a Manuel Pereira, me quedo con deseos de leer con entusiasmo, su próximo artículo
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