EL JARDÍN DE CELULOIDE QUE SE BIFURCA
Por Manuel Pereira
En el horizonte del paisajismo universal sobresalen algunos árboles cuyas
curiosas ramificaciones han llegado hasta el Séptimo Arte. El
árbol de los cuervos, pintado en 1822 por Caspar David Friedrich, reaparece
más de un siglo después en Lo que el viento se llevó (Fleming, 1939). Cuando
Scarlett O’Hara jura ante Dios que no volverá a pasar hambre, la cámara
retrocede y descubrimos que la silueta de Vivien Leigh está enmarcada por un árbol
de torturadas ramas que se alzan al cielo enrojecido como dedos sarmentosos. Es
el romántico roble alemán propagando una atmósfera trágica. Sólo faltan los
cuervos.
En su Jardín de ciruelos en Kameido (1857)
Hiroshige nos regala una rama torcida que irrumpe en primer plano cortando en
diagonal la estampa. La repercusión de esta imagen fue tan vasta que tres décadas
más tarde Van Gogh hacía un pastiche de esa obra confesando que “con ojos
japoneses se ve más”. Poco después, en La visión tras el sermón, Paul
Gauguin introducía
ese mismo tronco inclinado dividiendo en dos la escena.
Lejos de ser una rama decorativa, estamos ante un recurso cinematográfico avant
la lettre. Es como si Gauguin, valiéndose del tronco atravesado, quisiera
contarnos dos historias paralelas: la lucha del hombre con el ángel en el ángulo
superior y, abajo, un grupo de bretonas que rezan tocadas con cofias blancas
almidonadas. Este último plano es real mientras que el de arriba es imaginario.
Como indica el título, se trata de una “visión”. Gracias a la interposición de
la rama del manzano, las fervorosas campesinas asisten a una puesta en escena a
lo divino. Para mayor japonismo, el forcejeo de Jacob con el ángel está
inspirado en Luchadores de sumo, de Hokusai, quien además pintó en 1839 a un
flautista que contempla el monte Fuji encaramado en un sauce torcido cuyo
tronco también corta el paisaje en diagonal.
En este bosque de imágenes que se bifurcan no podía faltar el Pino
luna (1857) de Hiroshige. La
conífera se llama así porque una de sus ramas se enrosca formando un círculo,
como la luna llena, aunque también evoca el ojo de una cámara a través del cual
vemos la orilla de enfrente del estanque del actual Parque Ueno.
Para estos artistas oblicuos, el alma del mundo reside en un árbol en primer
plano. Un árbol que además nos enseña a mirar, colocándonos en una temprana
perspectiva fotográfica. La visión arbórea de estos insólitos paisajistas pasó
al cine occidental adoptando aires sombríos, como en una terrible teofanía.
En el minuto 51 de Fresas salvajes (Bergman, 1957), el Profesor Isak
Borg sueña con un árbol sobrevolado por una bandada de pájaros nocturnos que
remiten a los cuervos de Friedrich. Sentada en la hierba, Sara -la prima del médico-
insiste en enfrentarlo a un espejo para que vea cuán viejo se ha puesto. Todo
este flash-back oníricamente
proustiano es humillante. De ahí que no sea casual que detrás de Sara veamos
una tétrica rama seca: descendiente directa del tronco atravesado de Hiroshige
reinterpretado por Van Gogh y recreado por Gauguin. Esa rama ya no es un
ciruelo en flor, porque en Occidente este símbolo vegetal siempre aparecerá
como algo seco, muerto. La prima del profesor corre por el bosque para mimar a
un bebé que llora en una cuna debajo de un árbol. Carga al niño y detrás tenemos
otra rama tenebrosa. Ella se lleva al bebé a su casa y al poco rato llega el
doctor para asomarse a la cuna vacía. La cámara se mueve hacia arriba enfocando
la rama seca que ha presidido esta pesadilla.
En 1960 Bergman volvió a echar mano de esa rama caída o inclinada en El
manantial de la doncella. Poco antes de la violación, la criada Ingrid
observa, sin hacer nada, cómo los cabreros acosan lujuriosamente a Karin, y lo
hace escondida detrás de un tronco que atraviesa en diagonal la pantalla. Cada
vez que vemos ese tronco torcido sabemos que anuncia alguna desgracia. En el
escenario bucólico donde tiene lugar la violación otras ramas ladeadas se
interponen en las secuencias. En el minuto 40, cuando los pastores desvisten a
la doncella muerta, una larga rama caída cruza toda la toma. Surgen más gajos
delante de la cámara mientras los asesinos patean y rompen los cirios y, poco
después, cuando el niño le echa tierra al cadáver de la muchacha violada. El
director sueco, que no deja al azar ningún detalle, se ha servido de esta
nefasta vegetación para metaforizar la caída. El árbol caído simboliza el
pecado en que incurren los cabreros.
Prolongando este funesto acervo botánico, Hitchcock nos muestra al final de Los
pájaros un árbol lleno de
cuervos que es aquel roble alemán de marras devenido algo siniestro, estirando
sus ramas, queriendo atraparnos, como ocurre en Polstergeist (1982) cuando un gajo rompe el cristal
de la ventana aterrorizando al niño durante la tormenta.
Esta antología de árboles trágicos desemboca en Madre
e hijo (Sokurov, 1997) cuando
el joven saca a pasear a su madre moribunda. La lleva en brazos hasta un banco
donde la acuesta a la sombra de un tronco curvado que enmarca la escena como un
arco vegetal que presagia el aciago desenlace.
¿Será que árbol que nace torcido jamás su tronco endereza?
(*) Publicado en Letras Libres N° 182, pág. 88, febrero del 2014.
¡Excelente! Siempre he admirado tu increíble manera de asociar! Como si tuvieras esos ojos japoneses de los que hablaba Van Gogh. saludos. CristinaF.
ResponderEliminarEs un placer leerte y escucharte. Te defines como un volcán en erupción, si, si, yo te recuerdo de esa manera, nos aspergeabas con tu energía, una suerte conocerte. Desde Ciudad Rodrigo muchos besos.
ResponderEliminar¿Quién eres? Sin duda eres familia. Por ahí tengo una foto en la puerta de una iglesia y creo que eres tú. Por favor, deja algún email o correo electrónico, gracias... M.P.
EliminarDisfruté mucho la lectura de su artículo. Espero ansiosamente el próximo.
ResponderEliminarvejo que tem muito gosto pelo cinema, e por isso escreve associando essas imagens.............em portugues o ditado diz assim:-"pau que nasce torto, nunca se endireita"
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