LA PATRIA ACÚSTICA
Por Manuel Pereira
Mapa de países en los que se habla español. |
La patria (al menos para los escritores) es mucho más que un trozo de tierra, es también la lengua, sobre todo, el lenguaje. Eso lo descubrí en 1978, tras un viaje a la Unión Soviética. Al cabo de un par de semanas chapurreando y desempolvando los dos años de ruso que estudié de niño, volé de regreso a Cuba con una escala en Madrid. Llevaba tantos días sin oír mi propio idioma que al escuchar a todos hablando español en Barajas experimenté una especie de iluminación auditiva. Pasar de la lengua de Pushkin a la de Cervantes en cinco horas de vuelo fue una epifanía en la Trompa de Eustaquio. Acababa de aterrizar en la Patria Acústica.
Cuando oí a los camareros en la cafetería del aeropuerto, o a los guardias civiles con sus tricornios negros, sentí una alegría tan indecible que estuve a punto de abrazarlos. Recuperar la lengua materna, sumergirme de nuevo en el castellano, fue una experiencia casi metafísica, como si el avión que despegó de Moscú, en vez de transportarme por los cielos babélicos de las Europas, me hubiera catapultado hacia la reminiscencia en una inefable transmigración de las palabras.
Pasaron los años y vino el destierro: me fui a vivir a España. Y entonces empecé a descubrir las diferencias entre el español insular y el peninsular. Por mi trabajo de traductor, tuve que adaptarme al castellano castizo y renunciar, en parte, a mi léxico saturado de cubanismos. Fue una conmoción semántica. Por ejemplo, en vez de “jugo” tuve que acostumbrarme a decir “zumo”, o de lo contrario me miraban como si yo fuera un extraterrestre y no aceptaban mis traducciones en las editoriales. Si decía o escribía “máquina” o “carro”, también me miraban perplejos; había que decir “coche” (aunque me sonara a carruaje tirado por caballos). No podía decir “botar”, sino “tirar” o “arrojar”. Prohibido decir “¿ustedes quieren café?”, pues se imponía “vosotros queréis café?”... y así sucesivamente con un sinfín de giros, frases, modismos, palabras, que fueron invadiendo mi vocabulario (no la dicción ni el dejo habanero) a lo largo de trece años de exilio en España.
Pero todo eso cambió cuando a finales de 2004 llegué a México, donde empecé a rescatar del olvido ciertas palabras. Por ejemplo aquí dicen “plomero” -igual que en Cuba- y no “fontanero”, como en Madrid, ni mucho menos “lampista”, como en Barcelona.
Obviamente, al acercarme geográficamente a mi tierra natal, me aproximaba también a mi primera patria acústica. Aquí por fin podía volver a decir “jugo” recobrando un fragmento fonético de infancia. Por eso, cada vez que pronuncio esa palabra, la saboreo con más fruición que el jugo en sí. Comemos y bebemos recuerdos de la niñez en una restitución culinaria. De hecho, aquí consumo más jugos de naranja de los que se me antojan, acaso porque soy incapaz de diferenciar el apetito físico del espiritual, tal vez para desquitarme de todos los años que estuve obligado a decir y escribir “zumo”. Aquí, por fin, regresé al “ustedes” y me liberé del arcaico “vosotros” que me hacía pensar que estaba castigado en secundaria recitando a Zorrilla o protagonizando una obra de Lope de Vega.
En México felizmente puedo decir “botar” en vez de tirar. Aquí exhumé vocablos y giros entrañables, medio olvidados, recolectándolos como perlas extraviadas en el fondo del mar. Así, cambié el exótico “chaval” por el más consabido y jovial “chamaco”. Prescindí de la secuencia preposicional “a por” que tan anómala me parecía y me sigue pareciendo. En vez de “voy a por pan” ahora podía decir “voy por pan” o “a comprar pan”. Aquí puedo decir “carro” sin ningún problema. Sobre todo me encanta haber reconquistado el delicioso verbo “jalar”, que me recibe rotulado en muchas puertas, lo mismo en los supermercados que en los bancos. Jalar: verbo náutico, al igual que “botar”, porque las Antillas fueron colonizadas por navegantes, piratas, bucaneros, filibusteros, negreros, contrabandistas y otras gentes de mar, razón por la cual la jerga marinera impregna nuestras formas de expresión orales y escritas. No se trata solamente de variantes coloquiales, no es mera cuestión gramatical, porque la lengua, el lenguaje, es el alma. Por algo será que el Verbo es la segunda persona de la Santísima Trinidad, y no en vano dijo Juan: “En el principio era el Verbo”.
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