UN CINE FLUVIAL
Por Manuel Pereira
Una confusión categorial bastante difundida afirma que
el road movie es ante todo norteamericano pues empezó con Bonnie y
Clyde (Arthur Penn, 1967) y con Easy Rider (Dennis Hopper, 1969)
bajo la influencia de On the Road (En el camino, 1957), de
Jack Kerouac. Se trata de una generalización apresurada, pues diez años antes
nada menos que Steinbeck publicaba El ómnibus perdido (1947), cuya
versión cinematográfica dirigida por Victor Vicas se estrenó en 1957, mismo año
en que salió a la luz la novela de Kerouac. Incluso hay una “película de
carretera” anterior a la de Vicas: Sucedió una noche (Frank Capra, 1934)
donde Clark Gable y Claudette Colbert se desplazan desde Miami hasta Nueva York
en autobuses, a pie, en carro y haciendo autoestop.
Por otra parte, la verdadera fuente de inspiración de Easy
Rider no fue Kerouac, sino La escapada (Il Sorpasso, 1962)
donde Dino Risi convierte a Gassman y a Trintignant en dos juerguistas a ritmo
de twist cuya aventura -al igual que en el filme de Hopper- culmina en desastre
para ambos amigos.
Para mayor incoherencia en la arqueología del road
movie casi ningún crítico menciona Fresas Salvajes (Bergman, 1957).
Pareciera que el doble viaje -físico y espiritual- del Doctor Borg no
clasifica, sea porque la banda sonora no es roquera o porque el anciano no pisa
a fondo el acelerador. Sin embargo, esta obra maestra sueca tiene todos los
ingredientes de la temática: carretera, destino, reencuentro, tres jóvenes con
una guitarra, un accidente, la muerte al final. Por si fuera poco, Fresas
se adelantó diez años a las dos cintas consideradas fundacionales del
género: su estreno coincidió con la publicación de la novela de Kerouac. Tal
vez la mayoría de los críticos consideran a Bergman demasiado contemplativo
para catalogarlo en un género que muchos perciben como acción, rock
trepidante, velocidad y puñetazos un poco a la manera de Faster, Pussycat!
Kill, Kill! (Russ Meyer, 1965).
El tan poco beatnik y demasiado proustiano
protagonista de Fresas queda así relegado mientras algunos analistas
llegan a incluir en las listas de los road movies a La Strada (Fellini,
1954) que para mí es una combinación de neorrealismo -que es estilo y no
género- con la tradición circense que bebe en las fuentes del Coliseo Romano,
pasando por el Renacimiento, hasta llegar al circo Chiarini, bien conocido en
el México de la segunda mitad del siglo XIX. Si cada vez que un objeto
rodante se pone en movimiento ya es un road movie, entonces habría que
incluir en el género las caravanas de gitanos y las diligencias de los cowboys.
Para Jorge Manrique “nuestras vidas son los ríos que
van a dar en la mar, que es el morir”, según Heráclito: “nadie puede bañarse
dos veces en el mismo río” y Antonio Machado nos avisa que “no hay camino, se
hace camino al andar”. Si el final del trayecto es la tumba, si el río y
nosotros cambiamos incesantemente y si, encima, no hay camino, entonces… ¿dónde
está el viaje? Estamos entrampados en una aporía eleática de la que escapamos
remontando el río del tiempo hasta la noción del viaje iniciático que comienza
en la Odisea homérica y en Simbad el Marino. Ya estamos flotando en el
agua. La familia de parónimos compuesta por río, rambla, rúa, rue,
rius -del latín rivus- sugiere que muchas vías de comunicación
fueron cauces que permanecieron secos, o con poco caudal, durante miles de años,
hasta devenir senderos, como el desfiladero que conduce a la ciudad de Petra.
Cuando paseamos por las Ramblas de Barcelona deambulamos sobre un largo
cadáver acuático. De manera que si, latente y metafóricamente, las carreteras
son como ríos de asfalto fluyendo entre arboledas en ambas orillas,
comprendemos mejor por qué el road movie es el género más difícil de
definir en el mapa categorial cinematográfico, entre otras razones, porque
suele entrecruzarse con temas tan diversos como el western, las películas
de gángsters, el cine circense…
Saltar del asfalto al río no es tan descabellado como
pudiera parecer a primera vista. Tal vez todo empezó con Río sin retorno (Otto
Preminger, 1954), con Robert Mitchum mostrando pecho y una Marilyn Monroe
siempre empapada. Eso se prolongó con Aguirre o la cólera de Dios (1972),
donde Herzog narra la demencial expedición hacia El Dorado, y siguió con Fitzcarraldo
(1982), donde el mismo director alemán relata la quimérica empresa de
construir un teatro de ópera en la selva amazónica. Estos viajes por río se
afianzaron con Apocalypse Now (Coppola, 1979) -basada en El corazón
de las tinieblas, de Conrad- y prosiguieron con La costa de los
mosquitos (Peter Weir, 1986) y Anaconda (Luis Llosa, 1997). Basta
con estos ejemplos para inaugurar un subgénero que llamaré “cine fluvial” o “river
movie”.
Por último, un cine tan acelerado y con tantos occisos
-no olvidemos Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991)- hubiera tenido su crítico más
feroz en Pascal, quien decía: “Todos los problemas de la humanidad proceden de
la incapacidad del hombre para permanecer sentado, en silencio, a solas en una
habitación.”
(*) Publicado en Letras Libres, número 190, página 99,
octubre 2014.
Felicidades Manuel, me parece interesante incluir al río como un modo de camino que ciertamente ha sido tomado y retomado como una metáfora de la vida misma.
ResponderEliminarHasta pronto