CON JULIO EN MONTPARNASSE
Por Manuel Pereira
Desde la puerta entreabierta te vi dormir. Todo empenumbrado. Hundido en la almohada. Eras más barba que cara, durmiendo cuan largo eras. Entonces recordé lo que en una ocasión me dijo Lezama: "Julio padece una envidiable enfermedad llamada “efebicia” que lo mantiene joven al precio de que sus huesos crecen desmesuradamente."
Cuando te lo conté, sonreíste con esos dientes separados que te daban un aire de niño malévolo. "Ése es otro de los mitos del gordo cósmico", dijiste, ya no recuerdo si en la Bodeguita del Medio o viajando al centro de la tierra en las minas de oro de Siuna, o en algún café del Quartier Latin.
Pensando en la anorexia de Gide- me habían dicho que no tenías apetito, que no querías probar nada que tuviera sabores- salí del hospital de Saint-Lazare. Descendí por el faubourg hasta llegar a un arco y desembocar en una calle estrecha como una cuchillada. Calle de carteristas y alunados, en cuyas esquinas hay mujeres con cadenitas en los tobillos enseñando los muslos con ligas rojas o negras, que son los colores de moda para este invierno. Tristes cariátides en venta, en ese París que tu Rayuela me enseñó a adivinar. La bofetada de la pianista. Las escaleras que huelen a cebolla. Los paraguas negros. Los puentes sobre el Sena. El humo azul de los Gauloises.
Paris estaba ahí, vibrando, aunque tú durmieras en el hospital, o más bien por eso mismo, pues ya para siempre esa ciudad será la más acabada escenografía de tu mejor sueño. Queso gruyère, hay un Paris subterráneo, el que más tú amabas. Delirante dédalo de los metros, vertiginosa rayuela. Se mete uno por un agujero y sale por otro. Así me perdí la tarde en que supe la noticia de tu muerte, y me encaminé a tu apartamento de la rue Martel donde estabas tendido. Un ataúd en medio de tu alcoba. Muchos amigos sentados en la sala. No sabía yo que en París velaban a los difuntos en sus casas.
Entrando, a derecha y a izquierda, tus libreros trepando por las paredes. El I 'Ching y algunos libros sobre boxeo. Y un anaquel dedicado a Cuba donde conviven, entre otros, Paradiso de Lezama Lima, Calibán de Retamar, Las mil vidas del caminante, de Luis Rogelio Nogueras, De peña pobre, de Cintio Vitier... En la sala está la discoteca (hay en tu casa más discos que libros) y al lado de tu sillón de cuero, un ejemplar sin abrir de la última edición de Marelle.
Tus últimos momentos parecían sacados de uno de esos cuentos tuyos en los que siempre reconociste la huella necrofílica de Poe. Entonces la ciudad soñada por ti empezó a fluir hacia el cementerio de Montparnasse en lo que fue la mañana más fría de esta temporada. El primero en aparecer fue Oliveira, seguido de Charlie Parker, que llega arrastrando un saxo. El Señor de los Anillos salió de debajo de un sauce llorón. Sheridán Le Fanú aterrizó en su dragón volador. Melmoth, el Errabundo, se desenroscó de la flecha de la Sainte-Chapelle trayendo en hombros al bebé Rocamadour.
Mientras tanto, a orillas del Quai des Grands Augustins, casi debajo del Puente Nuevo (aunque es el más viejo) emergió el Nautilus chorreando agua, y el capitán Nemo saltó a tierra para acudir a tu entierro. Del submarino salieron también Arthur Gordon Pym y Robison Crusoe con su Viernes, su papagayo y su arcabuz. Corrieron, buscando el sur, por tus calles favoritas (la rue de l'Hirondelle y Git-le-coeur) sin oír las versiones disparatadas de los "bouquinistes" que -de tanto libro viejo que leen- creyeron que la Ile de la Cité se había transformado en el Barco Ebrio, siendo así que el Square du Vert-Galant semejaba una proa cubierta de algas y Notre-Dame, una popa cuyos arbotantes eran remos fenicios.
Algo más emerge del Sena para asombro de turistas: es Alejandro Dumas escribiendo en una bañera alrededor de la cual los tres mosqueteros cruzan sus aceros con Nemo, Pym, Crusoe y Viernes, porque quieren llegar antes a la cita contigo. Detrás viene una mujer despacio, una mujer que no proyecta sombra, y se llama Nadja.
Todos van hacia Montparnasse. Y ese “todos” son tantos que se embotella el tráfico y la ciudad deviene un estruendo de bocinazos y silbatos. Dos automóviles chocan, de uno se apea Monzón y del otro, Boutier -ambos en pantalones cortos y con guantes- intercambiando trompadas. Un locutor de radio se queja de que el mestizo estropee la cara tan bella del francés. Todos los teléfonos empiezan a sonar. Los perros a ladrar. Los gatos a maullar. Las palomas a zurear. Las gaviotas a chillar.
Los cronopios siempre duermen la mañana, pegados a las sábanas. Es por eso que sólo con semejante escándalo han comenzado a desperezarse, asomándose a las claraboyas, trepándose en los techos abovedados, contemplando el fascinante espectáculo de diez mil automóviles inmovilizados, y es tanta la gente que desesperada se mete en el metro que también estos acaban por atascarse y todo París se paraliza. Hasta el humo de las chimeneas se cristaliza en el aire; los cronopios más listos -entre los que están los clochards- se han percatado enseguida de que algo ocurre en el sur, hacia Montparnasse. Tus dos boxeadores predilectos han dejado de pelear y ahora corren hacia donde tú estás.
Todo fluye hacia ti, la ciudad entera ha invertido su diseño radiado y ahora todas las rues conducen a Montparnasse. Hasta las ráfagas de viento van en ese rumbo, arrastrando consigo a las gaviotas del Sena, y a las palomas de la Place de la Concorde. Algunos cronopios, perezosos o ingeniosos -que es casi lo mismo- en vez de bajarse de los tejados prefieren tender tablones de ventana a ventana, y así van pasando de un edificio a otro, hasta llegar a Montparnasse.
Todavía hay un metro que funciona: la línea 6, dirección Nation. Funciona porque pasa por Montparnasse Bienvenue. En la estación de Trocadero entran Cemí, Foción y Fronesis -cual de los tres más gordos-; pero están tan trocados -en Blanco y Trocadero- que en vez de ir directo hacen correspondencia en La Motte-Picquet, yendo a parar a Odeon, en la línea 10 dirección Gare D’Orléans-Austerlitz. El más sabio de los tres, que es José Cemí, decide tomar la línea 4, dirección Porte D’Orléans General-Leclerc (“¡otra vez Orléans!”, protestan Foción y Fronesis. “No es lo mismo Porte que Gare”, aclara erudito Cemí). Así lo hacen y salen a la superficie por la boca de metro de Raspail. Los tres resollando llegan al mismo tiempo que Dumas en su bañera pensativa, los dos boxeadores, los tres mosqueteros y los náufragos del Nautilus.
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Manuel Pereira y Julio Cortázar. La Habana, 1980 |
En ese momento ocurre lo inesperado. Llegan les siete locos disputándose navaja en mano un juguete rabioso. Hay un hombre mirándolos, desde una esquina rosada, su mejilla decorada por una cicatriz rencorosa. El juguete rabioso tiene vida, y salta entre los contendientes, escapándoseles entre las piernas, toda vez que los siete locos miran boquiabiertos al cielo de donde desciende un globo que se posa crujiendo y desinflándose sobre unos plátanos deshojados. De la barquilla se descuelga Phileas Fogg cargando dos gatos, uno que habla alemán y se llama Teodoro W. Adorno; y otro que habla griego y se llama Demóstenes. El juguete rabioso -que carece de contornos precisos- se dilata hasta transfigurarse en un gordo coronado. Todos lo miran perplejos y exclaman algo así como “Hubo un rey” o “Ubu Rey”.
Otra mujer, “sola solita”, deambula por el Boulevard Saint Germain. Se le cae el bolso, se le cae la piel del zorro que cazó su abuelo en Lituania en el siglo XIX, se le cae la fosforera, todo se le cae; es un milagro ambulante. Se sienta a libar un whisky en el Deux-Magots. Es tan maga la Maga que nadie se explica todavía cómo estando tomándose un whisky en el Deux-Magots puede estar al mismo tiempo en Montparnasse, dando paseos ensimismados entre las tumbas.
Hay otra mujer apartada, que se apoya en un ángel de mármol con ganas de sollozar, ¿será Glenda, a quien tanto queremos?
Siguen llegando las criaturas de tu sueño interminable, tus más íntimos amigos, entre los que se mezclan autores y personajes en esta especie de huelga contra la muerte. Alguien (o alguienes) que anda(n) por ahí, son Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Llega en la máquina del tiempo Wells con una flor en la mano. Llega, en una máquina negra -que parece un murciélago-, Fantomás. Llega en otra maquinaria aún más inverosímil -porque es sutilmente inútil- Raymond Roussel con el afán de contarte sus impresiones de África.
Otros no tuvieron que venir de tan lejos, porque ya estaban allí esperándote desde años atrás: Maupassant -que no era santo de tu devoción- se aleja con su Bola de Sebo y un corito de famas. Huysmans se para de cabeza, es decir, al revés. Pero, sobre todo, están allí Tzara con su cara de hombre aproximativo y Baudelaire con su albatros.
Al lado de este último -competencia de raras avis- está Poe con su cuervo, haciendo muecas de epiléptico. De pronto aparece César Vallejo, cuya lápida reza: “Nací un día que Dios estuvo enfermo”. Un tal Lucas se desliza al fondo de este grupo. Cocteau llega tarde, envuelto en una nube de humo indescifrable, el gabán desflecado. Desde Nicaragua llega Rubén Darío vestido de mariscal.
Entre los que no han tenido que venir a verte -porque ya estaban allí- aparece la frágil silueta de Carol Dunlop -cámara en mano-, compañera de tu última aventura en la cosmopista que conduce a Marsella, que conduce a la vida, donde ahora estás, Julio, con todos tus invitados, en la gran fiesta de la imaginación. Otros irán llegando…
(*) Escrito en París, después del entierro de Julio Cortázar, el 29 de febrero de 1984.
Publicado en la Revista mexicana Día Siete (número 456), suplemento de
El Universal, 17 mayo 2009.
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Encuentro casual, no casual
(Breve historia de una fotografía encontrada en Rayuela)
Por Gabriel Mtz
Manuel Pereira en el entierro de su amigo Julio Cortázar.
"El azar concurrente": fotografía encontrada en la edición de Cátedra
de Rayuela.
Comenzaba el sexto capítulo de Rayuela cuando me abordó una extraña curiosidad. Un rumor en mi mente trataba de encontrar a alguien conocido dentro de la historia. Un destello, un reflejo, una sombra. Tuve la sensación de estar sumergido en esas calles parisinas tan escrupulosamente descritas y trazadas. Decidí seguir leyendo en el orden del segundo libro. De pronto, mi compañero de viaje me preguntó si quería salir aquella noche a algún bar de la ciudad. Tuve que suspender la lectura y distraído, cometí la indiscreción de meter un dedo en la página equivocada. Cuando quedó resuelto que saldríamos en media hora a caminar por el centro en busca de cualquier lugar abierto en miércoles, volví al libro. Lo abrí sin sospechar de mi extravío, y fue ese error el que me permitió ver la fotografía del entierro de Julio Cortázar. Se cavaba la tumba en medio de la solemnidad del cementerio de Montparnasse, y al fondo, los finos árboles retorciéndose igual que delgadas manos de ancianas, anunciaban el atroz invierno parisino. Mis ojos regresaron al primer plano de la imagen. A la derecha, la presencia de un hombre alto, parado de perfil, que llevaba las manos en los bolsillos de un viejo gabán, hizo que me interesara en los detalles de su vestimenta. Más espectro que humano, llevaba el cuello levantado a lo James Dean, y el cabello largo ochentero. Era Manuel Pereira, mi maestro, en una foto de hace 26 años. Más tiempo del que yo tengo de vida, y sin embargo, comprendí que era otro juego de Julio Cortázar, era otro brazo que extendía Rayuela sobre la realidad del siglo XXI, otro brinco sobre una pierna en un azaroso 3 ó 5, un improvisado trompetazo de Coleman Hawkins; y me convencí de que este "encuentro casual era lo menos casual [...] y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico". [1] Era el eco de la amistad que no se desvanecía a pesar de la distancia en espiral entre la vida y la muerte, era un guiño –sin papel rayado– entre Julio y Manuel.
[1] Julio Cortázar. Rayuela. Cátedra: Madrid, 2007, p. 120.