mayo 24, 2018
EL BIG BANG DE WELLS
EL
BIG BANG DE WELLS
Por Manuel Pereira
Inaugurado
por Julio Verne, el género de ciencia ficción adquirió su mayoría de edad con el
escritor inglés Herbert George Wells (1866-1946) quien escribió más de ochenta
libros. Los más memorables son La máquina del tiempo (1895), La isla del Dr. Moreau (1896), El
hombre invisible (1897) y La
guerra de los mundos (1898).
H.
G. Wells estudió biología, pero debido a diversas estrecheces económicas tardó
varios años en licenciarse. Sin embargo, tuvo suerte, pues logró obtener una
beca que le permitió ser alumno del eminente biólogo darwinista Thomas Huxley.
A
los 32 años -y a pesar de su origen humilde-, ya había publicado los cuatro
clásicos antes mencionados dejando para siempre su nombre grabado en el mapa de
la literatura universal.
Gran
parte del éxito de H. G. Wells se debió a sus convicciones ideológicas. Defendía
la posibilidad de una sociedad utópica, y reprendió duramente a políticos y
mandatarios, sobre todo en lo concerniente a conflictos bélicos. Ya en la
Segunda Guerra Mundial criticaba los “individualismos nacionalistas”.
Debido
a ese posicionamiento lo tildaron de utopista izquierdista, unas recriminaciones
que se incrementaron cuando entrevistó a Lenin en 1920 y a Stalin en 1934. Era
lógico que el sueño bolchevique ejerciera sobre Wells una fascinante atracción,
pues al llegar a Moscú seguramente se sintió como su personaje el Viajero del
Tiempo. Es fácil adivinar que estaba viviendo en carne propia la aventura futurista
de su mítico protagonista. Seguramente se sintió bajando de su prodigiosa “máquina
del tiempo” en la Plaza Roja para asistir por anticipado al futuro de la
civilización. Para él tuvo que ser una emoción única, trascendental, poder
entrevistar cara a cara a los principales demiurgos de ese porvenir que se
anunciaba como un paraíso en la tierra.
H.
G. Wells era “fabiano” al igual que otros connotados intelectuales de entonces,
por ejemplo Bernard Shaw y la anarquista Charlotte Wilson. Por tanto, soñaba
con “el estado mundial” o un mundo mejor. Además, creía que por medios
genéticos podría lograrse una raza de seres intelectualmente superiores. Era
pacifista y criticó el racismo afroamericano en Estados Unidos. No era un
simple narrador, sino, ante todo, un pensador.
La
paradoja es que Wells fue más utopista en su vida que en su obra. Lo que él despliega
en sus libros son distopías, es decir, utopías frustradas, visiones
apocalípticas del futuro, como en su famosa ficción de la máquina capaz de
navegar hacia adelante y hacia atrás en el Río del Tiempo.
Ese
Viajero en el Tiempo regresa de un remoto porvenir con una flor. Heredera de la
flor onírica de Coleridge, la malva blanca de Wells parece simbolizar la
esperanza de un futuro mejor. Sin embargo, está marchita. La descripción de ese
“paraíso” -situado en el año 802, 701- demuestra que es todo lo contrario a un
edén. Allí, lejos de haber desaparecido la división de clases, ésta se ha
recrudecido salvajemente. Los abominables Morlocks
habitan bajo tierra donde realizan tareas industriales. Personifican al
proletariado. Estos seres infrahumanos devoran a los “burgueses”, es decir, a los
apacibles Eloi que viven arriba, en la superficie.
Si
en la época del autor la burguesía explotaba al proletariado, en el futuro será
el proletariado quien explote y devore a los burgueses. Esa inversión de la
perspectiva histórica plantea una incongruencia inquietante. ¿Vale la pena
luchar tanto para al final descubrir que realmente nada ha cambiado sino que
tan solo se han invertido los polos? Si en el futuro la sociedad sigue siendo
desigual entonces estamos ante una especie de fatalismo histórico, lo cual se
ha verificado tanto en las utopías de izquierda como en las de derecha, ya que
sólo han dado lugar a regímenes dictatoriales.
Pareciera
entonces que Wells ha deslizado una sutil jocosidad darwinista, algo así como
que vamos de la revolución a la involución. La utopía wellsiana con sus tintes
pesimistas es una especie de gatopardismo avant
la lettre, pues “todo ha cambiado para que nada cambie”, como diría
Lampedusa.
En
otra de sus utopías al revés (La guerra
de los mundos), una invasión de
marcianos con sus gigantescas máquinas se alimentan de la sangre de los
terrícolas. Este atroz factor nutritivo se reitera en El alimento de los dioses (1904),
donde unas aves de corral comen una sustancia inventada por un par de
científicos británicos “sin escrúpulos”, como los define el autor.
Ese
experimento alimenticio en la granja avícola hace que los animales crezcan
desmesuradamente. Al romperse el equilibrio ecológico, los animales gigantes se
multiplican y destruyen las ciudades, ratas del tamaño de perros atacan a otros
animales más pequeños y también los pollos se comen a algunos seres humanos.
Avispas y escarabajos gigantes zumban por doquier, casi como helicópteros.
Ese
nuevo nutriente llega a los bebés y nace una raza de gigantes humanos. Las
personas de tamaño “normal” deciden enfrentarse a las ratas gigantes que salen
por las noches sembrando el terror en las zonas rurales inglesas. La batalla
está servida y el desenlace es dudoso.
Semejantes
pollos ciclópeos no son huérfanos literarios, pues descienden de un linaje muy
europeo: el francés François Rabelais (con su Gargantúa y Pantagruel) y el irlandés Jonathan Swift con Los viajes de Gulliver (1726).
A
partir de esos dos clásicos surgieron nociones como gigantismo, enanismo,
liliputienses, distorsiones volumétricas, etc. ¿Y qué es el gargantuismo por
alimentación artificial sino otra forma de invasión marciana? Todo en Wells es
rabelaisiano y gulliveriano. O sea, el autor es coherente a pesar de (o gracias
a) su obstinada pasión por las asimetrías.
Los
avances genéticos vinculados a desenlaces teratológicos, o los progresos
científicos asociados a dilemas morales, es una línea temática que también
reaparece en otra obra de Wells: La Isla
del Dr. Moreau, (1896). Aquí asistimos al
entusiasmo de Wells por la teoría de la evolución, un darwinismo poco optimista
ya que, como se ve en la novela, lo mismo puede avanzar como retroceder.
Volviendo
a El alimento de los dioses (motivo
de este prólogo), ya hacia 1904 a algunas personas les asustaba el progreso de
la ciencia en materia de alimentación. En eso Wells fue profético. Hoy lo más
cercano a ese miedo a los riesgos de la ciencia serían los alimentos
transgénicos que tanta polémica despiertan. No olvidemos los bebés a la carta,
o la creación de embriones de laboratorio para parejas infértiles. En 1986, cuando
tuvo lugar el accidente nuclear de Chernóbil, en Alemania muchas personas
dejaron de comprar y consumir lechugas porque habían estado expuestas a la
lluvia radioactiva. Hoy se habla mucho de la “comida chatarra”.
Por
si fuera poco, el argumento de El
alimento de los dioses generó filmes de terror mediocres, el mejor de los
cuales fue La Tarántula (Jack Arnold,
1955) donde una araña gigante se escapa de un laboratorio en el desierto de
Arizona. Pareciera que el camino al infierno está empedrado de buenas
intenciones, como podemos comprobar en otra película, de 1976, dirigida por
Bert I. Gordon, tan apegada a la obra de Wells que lleva título homónimo. Las
aventuras salidas de la imaginación de nuestro autor han tenido gran resonancia
en otros medios, bastaría mencionar la famosa versión radiofónica de Orson Welles
inspirada en La guerra de los mundos
que puso a Estados Unidos al borde de la histeria colectiva en 1938. Otro eco sería
la fábula distópica Rebelión en la granja(1945),
de George Orwell, donde los animales en vez de comerse a los humanos se rebelan
contra ellos para instaurar la dictadura del proletariado en un potrero.
Otras
subtramas se entremezclan en El alimento
de los dioses: ambiciones de políticos, el fanatismo, la religión, la
codicia, el dinero, el oportunismo para aprovecharse de los gigantes… haciendo
del libro, aparte de un relato de ficción, una sátira social.
Wells
supo pronosticar estas y otras situaciones con décadas de antelación. Ello se
debe a que fue consciente de su época. Las ficciones wellsianas nacen
directamente del contexto histórico que le tocó vivir. Él vivió y escribió en
la bisagra entre dos siglos, cuando muchas cosas cambiaron abruptamente en un
giro copernicano de 180 grados.
Recordemos
algunos hechos trascendentales: durante el siglo
XIX el ferrocarril despertó muchas críticas y fobias, incluso algunos se
preguntaban si las mujeres embarazadas no sufrirían abortos por las sacudidas.
En 1895 el capitán Alfred Dreyfus fue degradado y condenado a la isla del
Diablo. Ese mismo año los Hermanos Lumière proyectan la primera película. Freud
y Breuer: Estudio sobre la histeria.
En 1896 se descubren los rayos X. En 1897: Primera
exposición personal de Picasso. William McKinley anuncia la intervención estadounidense en Cuba.
Guerra entre Grecia y el Imperio Otomano. Bram Stoker publica Drácula. 1898: Estados Unidos ocupa las islas
de Hawái. Antonio Gaudí: Parque
Güell. Pierre y Marie Curie descubren
el radio. Max Planck descubre
el fotón.
Con estos dos últimos hallazgos llegamos a la segunda
obra que aquí prologamos: El fantasma
inexperto (1902), porque con Curie y Planck el mundo entró en un universo
de espíritus radioactivos extraviados entre partículas atómicas. Así que Wells
no podía dejar de escribir un cuento de fantasmas en la tradición anglosajona
de los cuentos orales narrados por los abuelos a sus nietos a la lumbre del
hogar y con los copos de nieve cayendo al otro lado de la ventana.
Los fantasmas ingleses ya estaban presentes en la época
victoriana, pero este relato de Wells añade un elemento nuevo en esa estirpe de
apariciones ectoplasmáticas. Me refiero a que aquí es un ser humano vivo quien
le enseña al fantasma a ser fantasma. Esa contradicción tan absurda coincide plenamente
con las revelaciones más recientes de la física cuántica, pues se trata, nada
menos, que de la materia enseñando a la antimateria.
El fantasma de Wells no sabe qué tiene que hacer para
desaparecer del club de caballeros ingleses donde lo han atrapado. Lo intenta
sin éxito. Y entonces Clayton es quien lo instruye en el arte de esfumarse
haciendo girar los brazos.
Los científicos descubrieron hace poco que cuando un bloque de materia primigenia se toca con su
opuesto, se desintegra dejando tras de sí un rastro de radiación. ¿Y qué es “un
rastro de radiación” sino un fantasma matemático? De hecho, la ciencia hoy
define al neutrino como “una partícula fantasmagórica”.
Wells resultó profético incluso en mecánica
cuántica, lo cual es realmente asombroso. Con él, los tradicionales fantasmas
ingleses ya no solo remiten a la niebla londinense o a las mesas voladoras en
sesiones espiritistas, sino que ahora también emanan de la ciencia más pura y
avanzada. Por eso en el Mermaid Club, frente a una chimenea, Clayton narra su extraña
historia ante un grupo de amigos boquiabiertos.
Este breve relato -teñido de flemático humor
inglés- conecta además con uno de sus clásicos: El hombre invisible (1897), lo cual demuestra que ya
Wells estaba obsesionado con lo inmaterial desde cinco años antes, tal vez
inspirado en los rayos X.
En rigor, estamos ante un cuento de neutrinos y
antineutrinos dialogando en una desconcertante asimetría universal. En Wells todo es desmesura, la clave para entenderlo a
fondo es que todo lo ve como en un asimétrico espejo al revés. Es el Big Bang
de Wells.
México, 16 agosto, 2017.
(*) Publicado en el facebook del autor, 18 mayo 2018.
LA SANGRE EN LA NIEVE
LA SANGRE EN LA NIEVE
Por Manuel Pereira
La literatura rusa llegó
con retraso al escenario cultural europeo por diversas causas: las invasiones
tártaras, que provocaron una dilatada decadencia, la ocupación turca, que hizo
que los rusos perdieran contacto con la cultura bizantina, y la férrea censura
de los zares quienes enviaban a los escritores a la remota Siberia.
Semejante aislamiento intelectual
tuvo varios efectos negativos, entre otros, que la primera universidad rusa se
fundara en Moscú en 1755 mientras que la de Oxford ya existía desde 1096, la de
Salamanca desde 1218 y la Sorbona desde 1257.
Tanta incomunicación cultural empezó
a evaporarse en 1703 cuando el zar Pedro I inició el traslado de la capitalidad
desde Moscú hasta San Petersburgo. En su afán de “occidentalización”, el zar buscaba
una salida al mar para modernizar el país. De resultas, esa bella ciudad se
convirtió en la más abierta a la civilización europea (en particular, Francia).
Esa urbe -que luego se llamó Petrogrado, más tarde Leningrado, y en 1991 otra
vez San Petersburgo- también tuvo muchos apodos, entre otros: “La ventana a
Europa”.
Alli vivió Dostoievski desde 1878
hasta su muerte en un departamento convertido en museo que atesora su
escritorio, su sombrero de copa, los candelabros, el comedor y otras
pertenencias que ilustran sus últimos años de vida.
Nuestro autor nació en Moscú, pero
vivió la mayor parte de su vida en San Petersburgo. Sin embargo nunca fue un
“occidentalista” puro y duro, pues compartía los ideales de los “eslavófilos”,
quienes salvaguardaban una Rusia rural, folclórica, nacionalista, identificada
con la religión ortodoxa, y evitaban la contaminación con las ideas
occidentales.
Los admiradores de Dostoievski que
acuden en masa a la majestuosa San Petersburgo con sus fachadas barrocas y
neoclásicas, los que tienen la suerte de entrar en el dorado Teatro Mariinski
(también conocido como “Kirov”), quienes pasean por la orilla del río Neva con
sus mágicos puentes, o recorren el Palacio de Invierno (Museo del Hermitage
desde 1917) o la avenida Nevski con sus cuatro kilómetros de largo; los
lectores que han tenido la oportunidad de deslumbrarse ante la fortaleza de San
Pedro y San Pablo, o ante la suntuosa catedral de San Isaac… pueden darse el
lujo de comprender a fondo la novela Crimen
y Castigo (1866).
El primer esplendor intelectual
ruso tuvo mucho que ver con San Petersburgo y empezó con Aleksandr Pushkin (1799-1837).
El autor de la genial novela en verso Eugenio
Oneguin (1825) fundó la literatura de su país propiciando una explosión
creativa que entró pisando fuerte y dando zancadas de gigante en el ya
consolidado mapa de las letras europeas. Se trata del único caso en la
cartografía cultural mundial donde primero se verificó un gran retraso y más
tarde súbitamente un grandioso despegue literario.
Ese “boom” dio lugar a una pléyade
de talentos (Gógol, Turguénev, Chéjov…). Dentro de esa constelación de
celebridades, el más brillante es el que hoy presentamos: Fiódor Dostoievski,
cuyas narraciones tienen el sello incuestionable de un gran clásico, por
ejemplo: Recuerdos de la casa de los
muertos (1861), Memorias del subsuelo
(1864), El jugador, (1866), Los endemoniados (1870), El idiota (1868), Noches blancas (1848)… Si bien todas sus creaciones son impecables,
ante las dos que hoy prologamos hay que quitarse el sombrero.
Dostoievski nunca dejó de ser extraordinario a pesar de haber sucumbido
a la ludopatía, pese a sufrir ataques epilépticos y haber estado cuatro años preso
en Siberia por actividades revolucionarias. No en vano es considerado el máximo
representante de la “novela de ideas” y ya en su estilo realista se advierten
algunos rasgos de modernidad.
Crimen y castigo
(1866) y Los hermanos Karamasov
(1880) tienen en común una mancha de sangre que se expande a lo largo de estas
páginas como una pena infamante. Son historias distintas, pero con un
denominador común: el asesinato. Ambas obras se destacan por la profundidad
psicológica de sus personajes y por la intrincada relación entre ellos.
Crimen y castigo es
más corta y, al parecer, se lee más fácil, mientras que la lectura de Los Karamazov
(que el autor consideraba su obra maestra) pudiera resultar más ardua, ya que
tiene más personajes y páginas.
Durante décadas se ha debatido acerca
de cuál de las dos es la mejor. Es un debate ocioso, o ejercicio académico, que
no conduce a ninguna parte, pues tanto de una como de la otra emana el alma
atormentada de este escritor fuera de serie.
En la primera, el estudiante
Raskolnikov mata con un hacha a una vieja usurera y a su hermana mientras que
en Los Karamazov tres hijos asesinan
a su padre. Para Freud, ésta última era “la más magnífica novela jamás escrita”
y Kafka decía que él era “un pariente de sangre” de Dostoievski.
Raskolnikov no es un delincuente
vulgar, pues se compara nada menos que con Napoleón. En su delirante
megalomanía se pregunta por qué una vieja prestamista tiene más dinero que él,
un dinero que él necesita para continuar sus estudios y llegar a ser un genio
de fama internacional. Raskolnikov es un estudiante brillante, sin embargo la
vieja no tiene una gran misión que cumplir en este mundo, por tanto, la
considera poco más que un insecto y, como tal, la mata para robarle y así
culminar su ambiciosa meta de agregar una letra en el alfabeto universal de los
inmortales. Obviamente su afán es fáustico y su sanguinaria manía de grandeza pronto
se transformará en arrepentimiento a tal punto que sentirá el deseo de confesar
su crimen al inspector que lo investiga como sospechoso.
El tema de Los Karamasov aparentemente es menos filosófico. Todos los hijos
del padre asesinado comparten diversos grados de complicidad y -en una escala
más metafísica- encontramos el drama espiritual de un conflicto moral, así como
la relación del hombre con Dios. El telón de fondo es el libre albedrío y una
especie de maldición que cae sobre la familia entre dudas y contradicciones.
En ese parricidio, Dostoievski
introduce un sutil ingrediente autobiográfico, pues su padre fue asesinado por
un grupo de campesinos cuando él tenía 18 años. Este hecho lo marcó, ya que él
sintió ese crimen como suyo por haberlo deseado inconscientemente. Hay que
decir que el padre del autor era un médico despótico, brutal y alcohólico.
Ambas obras han
alcanzado tanto reconocimiento mundial que el séptimo arte también se ha hecho
eco de sus calidades literarias. Crimen
y castigo ha sido llevada al cine en múltiples ocasiones, ya sea en
versiones fieles, en adaptaciones o en reinterpretaciones: Pickpocket, (1959) de Robert Bresson, Match Point,
(2005), de Woody Allen, y la película mexicana Crimen y Castigo (1951)
de Fernando de Fuentes con la actuación de Roberto Cañedo… En cuanto a Los
hermanos Karamasov, se distinguen las películas homónimas de Richard Brooks
(1951) y la dirigida por Kirill Lavrov en 1969.
Las dos novelas tienen elementos de suspense, como si fueran
resonancias euroasiáticas del género policíaco iniciado 25 años antes por el
norteamericano Edgar Allan Poe con Los
crímenes de la calle Morgue. Pero Dostoievski no se conforma con un
investigador que descifra un enigma detectivesco, lo que el ruso desea es
trazar el retrato psicológico de los personajes y seducirnos con planteamientos
filosóficos. Raskolnikov es un
asesino filosófico. Más allá de las
anécdotas, a Dostoievski le interesa explorar los laberintos
de la sangre derramada.
No es casual esta obsesión dostoievskiana por el
crimen. Aparte de ser el país más grande del mundo, y además de sus muchas
virtudes, Rusia oculta un rasgo sombrío que suelo llamar “el estigma de la
sangre en la nieve”. Es un riachuelo rojo que se pierde en el hielo
coagulándose sin cesar, al menos tanto en la época zarista como en la etapa
soviética.
Para rastrear esa larga tradición de homicidios
tan particularmente rusa tal vez debamos remontarnos a la aristócrata Daria Saltykova
(1730-1801) que pertenecía a un antiguo linaje de boyardos y ha pasado a la
historia con el apodo de Saltychija. Hasta los 25 años fue una mujer devota, pero
tras la muerte de su marido experimentó un brusco cambio. De pronto empezó a
golpear a los criados por cualquier tontería. Sus víctimas eran sobre todo
mujeres jóvenes y de mediana edad y era especialmente cruel con las que
planeaban casarse.
Saltykova era una asesina bestial: clavaba a su víctima en un leño
o la cogía por el pelo y estrellaba su cabeza contra la pared. A las que
quedaban vivas, las mataba de hambre o las dejaba desnudas en medio en la
escarcha hasta que se congelaban. En total mató a 38 personas.
Otro asesino en serie de la Rusia zarista fue Nikolái Radkevich: un
auténtico psicópata. De joven hizo el amor con una mujer mucho mayor que, tras
abandonarlo, le dejó de recuerdo una sífilis. Decidió entonces que su misión en
el mundo era limpiarlo de mujeres perversas.
En 1909, en Petersburgo, Radkevich mató a tres prostitutas y trató
de asesinar a la mucama de un hotel al grito de “¡Muerte a las mujeres
bellas!”. A sus víctimas les asestaba numerosas puñaladas. Al propio Radkevich
lo mataron unos delincuentes de camino al presidio.
En 1916 ocurrió la famosa e increíble muerte de
Rasputín. Los conspiradores lo invitaron a comer pastas con cianuro, y él
siguió comiendo tranquilamente. Incluso tocó guitarra, así que los asesinos
creyeron que era inmortal. Entonces le dispararon varias veces por la espalda,
Rasputín cayó al parecer muerto, pero poco más tarde cogió fuertemente por el
hombro a uno de los conspiradores,
quienes pensaron que había resucitado. El místico monje logró escapar por
una puerta del palacio, corrió por la nieve, le dispararon de nuevo tres veces,
dos balas fallaron, pero una le desgarró el hombro, Rasputín cayó en el patio
nevado. Le dieron el tiro de gracia en la cabeza. Lo dieron por muerto y lo
lanzaron al congelado río Neva. Más tarde, cuando encontraron el cadáver y le
hicieron la autopsia se descubrió que Rasputín no había muerto por los balazos
ni por el cianuro, sino porque se ahogó en el río.
Se suponía que con la Revolución bolchevique de 1917 surgiría la
nueva sociedad soviética, más humanitaria e igualitaria, sin propiedad privada,
ni clases sociales, donde por fuerza se extinguirían los delincuentes. No fue
así. Con la llegada del comunismo, el clima de violencia revolucionaria se
incrementó y la sangre en Rusia manó a raudales. Lo más curioso es que también
aparecieron asesinos en serie.
En 1921 empezaron a encontrar sacos con cadáveres en Moscú. Los
cuerpos estaban atados en posición fetal, así ocupaban menos espacio. El
desconocido asesino recibió el apodo de “El empaquetador”. Lo buscaron durante
más de dos años. Al final la policía dio con el apartamento de Vasili Komarov,
quien confesó que tras asesinar a sus víctimas con un martillo rezaba toda la
noche “por el descanso del alma” de los inmolados.
Su esposa también rezaba junto con el Empaquetador, y al día
siguiente le ayudaba a trasladar el cadáver. Esta pareja de “arrepentidos” recuerdan
tanto a Raskolnikov que uno diría que Crimen
y Castigo era su libro de cabecera.
A Komarov lo acusaron del asesinato de 29 personas. El juicio tuvo
un gran eco mediático y contó con la presencia del célebre autor de El maestro y Margarita, Mijaíl Bulgákov
(1891-1940), quien escribió un ensayo sobre el caso, confirmando así -por si
hiciera falta- que la literatura rusa de altos vuelos siempre ha estado
salpicada de sangre.
Para colmo de ironías, a Komarov y a su mujer los fusiló un
“ejecutor” del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) llamado
Piotr Mago, que en sus años de servicio acabó con la vida de más de diez mil personas.
En la era soviética también fue notorio Andréi Chikatilo. Para colmo,
este psicópata era miembro del Partido Comunista, ingeniero, ostentaba títulos
académicos en marxismo-leninismo así como en Lengua y literatura rusa. ¡Todo un
ejemplar del homo sovieticus diseñado
por los ingenieros sociales de la utopía bolchevique! Chikatilo se
especializaba en mutilar menores, practicando con ellos actos de canibalismo.
Entre 1978 y 1990 violó y asesinó a 52 mujeres
y niños.
Pudiéramos seguir agregando asesinos, pero basta
con mencionar a Stalin, cuyo cementerio particular cuenta con 23 millones de
muertos entre purgas y otras acciones gubernamentales. Su larga mano se
extendió desde Moscú hasta México para asesinar a Trotski.
¿Era Dostoievski potencialmente un asesino, o acaso
sus novelas inspiraban a otros para que perpetraran crímenes? De ninguna manera.
Lo que él hacía era registrar, reflejar y recrear artísticamente los datos que
recibía de su realidad. La culpa del crimen no la tiene Dostoievski, sino el
contexto histórico y sociocultural en el que vivió y escribió. Ese espejo atroz,
que se adentra en el alma rusa, es lo que ahora tiene en sus manos el lector.
¡Bienvenido al universo gélido y tenebroso de Dostoievski!
México, 21 de abril de 2017.
(*) Publicado en el facebook del autor, 8 mayo 2018.
MARK TWAIN: EL ESCRITOR SECUESTRADO POR LAS ESTRELLAS
MARK TWAIN: EL ESCRITOR SECUESTRADO POR LAS ESTRELLAS
Por Manuel Pereira
Mark
Twain (1835-1910) es un escritor y
humorista norteamericano secuestrado por el cometa Halley.
Su labor literaria es tan extensa como la cabellera luminosa
de ese astro celeste. Las aventuras de
Tom Sawyer -donde describe en tono autobiográfico la infancia en un pueblo
a orillas del Mississippi- sigue siendo su libro más famoso. Su secuela, Las aventuras de Huckleberry Finn, también
perdura. En esencia el autor describe el picaresco candor bucólico anterior a la Guerra Civil en
oposición a la pesadilla de la era industrial, mucho menos poética.
Twain
atesora muchas más obras, por ejemplo Vida en el Mississippi, donde narra sus experiencias como piloto en
vapores de ruedas en ese mítico río. De todo lo escrito por él también
destacamos Un yanqui en la corte del Rey
Arturo (1889) donde satiriza la opresión en la Inglaterra feudal valiéndose
de un recurso asombroso que se ha prestado a más de una confusión académica.
El viaje en el tiempo que tiene lugar en Un yanqui encierra una fórmula parecida
a la que usaría seis años después nada menos que H. G. Wells con su clásico de
ciencia-ficción La máquina del tiempo.
Lo cual no convierte a Twain en un autor de fantaciencia, pues lo que él
despliega es una ucronía en clave humorística. Mientras que Wells recurre a una
máquina -artilugio científico o tecnológico- para trasladarse a diferentes
épocas, el personaje de Twain (Morgan) recibe un golpe en la cabeza, de
resultas del cual experimenta un viaje a través del tiempo desde el siglo XIX
hasta la época del Rey Arturo. Si la exploración del tiempo entraña en Wells un
acto deliberado y erudito, el salto hacia atrás de Morgan no es ni lo uno ni lo
otro, pues un golpe en la cabeza no es un hecho intelectual ni cultural sino simplemente
un traumatismo craneal. Luego entonces Twain no se adelantó a Wells en el
género de ciencia-ficción, aunque sí creó la primera ucronía cuyas
consecuencias se prolongarían desde la Teoría de la Relatividad de Einstein
hasta la actual literatura de universos paralelos. He aquí uno de los tantos
méritos de Twain apenas reconocido.
Y ahora viene lo más misterioso.
¿Por qué afirmé antes que Mark Twain fue secuestrado
por un cometa? La concepción de su relato ucrónico -con el yanqui Morgan
introduciendo modernidades tecnológicas en la Camelot del rey Arturo y en el
bosque del Mago Merlín- fue sin duda
fruto de la pasión de Twain por la ciencia y la tecnología.
Twain fue amigo de Nikola Tesla y en 1909 Thomas
Alva Edison lo visitó en su casa de Connecticut. Por si fuera poco, el escritor
patentó tres inventos: una “Mejora de correas ajustables y desmontables para la
ropa”, un juego sobre anécdotas históricas y un libro de fotos autoadhesivas. Además,
inventó una máquina diseñada para sustituir al tipógrafo humano en las
imprentas, un complicaco aparato que asombró a todos, pero cuya inversión ni
siquiera pudo recuperar. Lo mismo le sucedió con otras empresas, todas
condenadas a fracasar: una editorial que fundó, su minería del oro, la herencia
de su esposa…
Twain no tenía talento para administrar sus finanzas,
así que a pesar de sus inventos y sus derechos de autor, todo ese dinero lo
invirtió mal y terminó en la quiebra. Se recuperó medianamente gracias a un
buen amigo, Henry Rogers. Siguió impartiendo conferencias y publicando, pero de
nuevo las calamidades se abatieron sobre él con la muerte de su esposa, de su
hija pequeña y de su gran amigo Rogers.
Entre otras peripecias de su vida, Twain fue
impresor, periodista y escribió historias humorísticas como La célebre rana saltarina del condado de
Calaveras (1865), que fue su
primer éxito literario. Y como si eso no fuera suficiente, también fue orador y amigo de presidentes estadounidenses, además de
granjearse la amistad de artistas, industriales y aristócratas europeos.
Obviamente Twain fue muy aventurero. Su períplo
por Europa y Oriente Medio produjo una popular colección de cartas que en 1869
compiló bajo el título de Los inocentes en el extranjero. De un
segundo viaje a Europa nació otro libro en 1880: Un vagabundo en el
extranjero.
Es fácil conjeturar que la biografía de Twain tiene
suficientes ingredientes para componer un best-seller.
Sin ir más lejos, él es esa clase de escritor que al final resulta ser más personaje
que autor.
En 1907 su estrella brilló más que nunca cuando
recibió el título de Doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. Lo
merecía sobradamente, pues Twain es el
mejor retratista de la sociedad de su país a mediados del siglo XIX y es considerado
“el Dickens norteamericano”.
Algunos atribuyen el inmenso talento de Twain al
paso del cometa Halley, y no sería descabellado admitirlo, ya que nació y murió
entre dos visitas del famoso cometa. Sobre ese enigmático tema él
mismo dijo un año antes de morir:
“Vine
al mundo con el cometa Halley en 1835. Vuelve de nuevo el próximo año, y espero
marcharme con él. Será la mayor desilusión de mi vida si no me voy con el
cometa Halley. El Todopoderoso ha dicho, sin duda: 'Ahora están aquí estos dos
fenómenos inexplicables; vinieron juntos, juntos deben partir'. ¡Ah! Lo espero
con impaciencia.” (1909)
Twain
falleció exactamente un día antes del regreso del recurrente cometa que ya se
dejaba ver en el tapiz de Bayeux (1066)
y que también pintaría Giotto en su fresco “La adoración de los Reyes Magos”
(circa 1303-1305).
Esa increíble coincidencia en la vida de Mark Twain es
tan mágica que, por si sola, ya resulta un hecho literario. Es como si ese
astro de cola luminosa hubiera traido al bebé Twain a este mundo sacándolo
luego de su tumba para hacerlo reencarnar en otra persona, en un país diferente,
cuando pasó por nuestro cielo la última vez en 1986.
Si así hubiera sido, Twain tendría ahora 31 años y
andaría entre nosotros sin percatarnos de su presencia. Mientras hilvano este
prólogo, Twain pudiera ser un ingeniero de ojos rasgados en Tokio, o una
brasileña ya entrada en carnes bailando una samba ardorosa. Quizá ahora esté
hablando en París a través de un tablero de ouija, o tal vez el cometa se lo
llevó en 1910 para pasearlo alrededor del Sol y traerlo de nuevo en posición
fetal en el año 2061. Casi como en una inquietante ucronía.
¿Se quiere un destino más poético para un escritor? ¿Acaso
todo escritor de raza no persigue alguna forma de eternidad? Pues eso Twain lo
tenía garantizado antes de ponerse a escribir, nada más nacer.
Un novelista como él, predestinado a viajar entre
las estrellas, puede permitirse el lujo de no ser un estilista, puede prescindir de inaugurar corrientes
o escuelas literarias, puede incluso ser comercial y escribir libros de factura
infantil y juvenil. ¿Qué le importa a un escritor así que ahora lo censuren y
hasta lo prohiban por haber usado la palabra nigger (negro) en sus obras? Ni siquiera le afecta que el gran Harold
Bloom apenas lo mencione en El canon
occidental. Nada ni nadie podrá ya arrebatarle a Mark Twain el cetro de la
inmortalidad.
Y así llegamos a la novela que prologamos aquí. El príncipe y el mendigo (1881)
es una de sus alhajas, pero ante todo es la prueba desconcertante de que Twain
ha vivido y sigue viviendo en la desconocida dimensión de los dobles y los mundos
paralelos. De nuevo el cometa Halley está presente en esta amena ficción mediante
la extraña dualidad de Twain, alguien tan señalado por la duplicidad que ni siquiera
se llamaba Mark Twain sino Samuel Langhorne Clemens.
Esa
duplicación de Twain se refleja vivamente en estas páginas cuando un niño pobre
intercambia sus ropas con un heredero al trono de Inglaterra. Que dos niños parecidos
físicamente permuten sus roles convirtiéndose el rico en pobre y el mendigo en
príncipe, ¿no es acaso algo parecido a lo que hace el famoso cometa con Twain
llevándolo a vivir sucesivos avatares mediante viajes astrales?
La
acción transcurre en el siglo XVI inglés. Se ha dicho que es su primera “novela
histórica” aunque en el exordio Twain afirma que se trata de un relato oral
transmitido de generación en generación durante “más de trescientos años”. Se
me antoja más bien novela costumbrista con ciertos destellos de documentación histórica,
si bien el mismo autor matiza: “pudiera ser una leyenda aunque ... tal vez pudo
haber ocurrido”. Tanta ambigüedad impide clasificarla como “novela histórica”. Supongo
que Twain eludió definir con claridad esta ficción para así disponer de mayor libertad
a la hora de desarrollar sus personajes, tramas y subtramas. Sabiamente evitó
la camisa de fuerza de una excesiva historicidad.
Resumiendo:
nace un heredero al trono de Inglaterra y ese mismo día nace un niño en los
bajos fondos de Londres. Se llama Tom Canty, y con el paso del tiempo, pide
limosnas sin atreverse a robar. Aprende a leer gracias a un espléndido anciano.
Mientras tanto, al príncipe lo educan, tanto física como intelectualmente, para
ser un pretendiente al trono. Tom experimenta curiosidad por la vida cortesana y
merodea en las inmediaciones del palacio. Los guardias lo arrestan y lo llevan
ante el príncipe quien -cansado de los adulones palaciegos- se siente atraído
por Tom, pues le gustaría iniciar una relación más franca con los humanos. Los
dos niños empiezan jugando a los bolos. Pronto se hacen buenos amigos a pesar
de sus abismales diferencias económicas. Lógicamente el príncipe enseguida quiere
vivir una aventura lejos del estricto control a que está sometido en palacio.
Intercambian ropas y durante unas horas el príncipe sale a vivir la vida de Tom
fuera de la pompa y el boato. Nadie se da cuenta del cambio de identidades.
En
el barrio marginal, el príncipe tendrá que soportar a un “padre” borracho, diabólico
y ladrón mientras que Tom disfruta la prestada vida del príncipe. Pasa el tiempo
sin que el príncipe regrese y Tom se inquieta. Confiesa que no es el Principe.
Nadie le hace caso, ni siquiera “su” padre. Mientras tanto, el niño aristócrata
sigue viviendo la vida atroz que le correspondería a Tom.
Aquí
se desencadenan numerosos incidentes, entre otros las fugas del padre apócrifo
del príncipe, ya que lo buscan para ahorcarlo... Finalmente el príncipe evitará
que entronicen a Tom. Gracias a su honestidad, el mendigo será nombrado con un
cargo vitalicio en la corte, lo cual le permite sacar de la miseria a su madre
y hermanas.
Este
esquema twainesco remite a un clásico del parangón: Vidas Paralelas, de Plutarco, donde se registran nada menos que 23
pares de biografías de personajes históricos célebres, comparando las de 23
romanos con las de 23 griegos.
Las
comparaciones, los intercambios y los equívocos ya estaban presentes en las Metamorfosis, de Ovidio, así como en las
comedias de Plauto, donde abundan las confusiones entre gemelos y las bodas
entre personas de clases sociales diferentes; también Shakespeare recurrió a
situaciones confusas en Sueño de una
noche de verano, y esa apasionante tradición literaria llegó hasta el siglo
XX con Thomas Mann en Las cabezas
trocadas.
Lo
curioso en el caso de Twain es que el intercambio de roles lo experimentó en
carne propia con las dos visitas del famoso cometa. El príncipe y el mendigo es el mejor autorretrato astral de Mark
Twain. La novela es también un
hermoso canto a la amistad.
Twain es el escritor reencarnado en sucesivas
vidas pasadas y futuras. Jack London pensó en él cuando escribió su última
novela El vagabundo de las estrellas
(1915). Faulkner consideró a Twain “el padre de la literatura norteamericana”
poniéndolo a la altura de gigantes como Henry David Thoreau, Herman Melville,
Edgar Allan Poe y Walt Whitman.
Twain prefiguró a escritores del gótico sureño
como el mencionado Faulkner, Carson Mc Cullers, Truman Capote… Otra
contribución de este hombre con cejas de águila y canas alborotadas,
es haber humanizado con sus obras a una humanidad cada vez menos humana. Pero,
sin duda, su mayor hazaña fue crear un personaje inmortal de las letras
universales: él mismo.
Lo que el lector tiene en sus manos es mucho más
que un libro, es una astilla radiante caída desde una estrella.
México, 31 agosto 2017
(*) Publicado en el facebook del autor, 3 mayo 2018.
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