mayo 24, 2018

NUEVA NOVELA PRONTO A LA VENTA


EL BIG BANG DE WELLS


EL BIG BANG DE WELLS
Por Manuel Pereira

Inaugurado por Julio Verne, el género de ciencia ficción adquirió su mayoría de edad con el escritor inglés Herbert George Wells (1866-1946) quien escribió más de ochenta libros. Los más memorables son La máquina del tiempo (1895), La isla del Dr. Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898). 
H. G. Wells estudió biología, pero debido a diversas estrecheces económicas tardó varios años en licenciarse. Sin embargo, tuvo suerte, pues logró obtener una beca que le permitió ser alumno del eminente biólogo darwinista Thomas Huxley.
A los 32 años -y a pesar de su origen humilde-, ya había publicado los cuatro clásicos antes mencionados dejando para siempre su nombre grabado en el mapa de la literatura universal.
Gran parte del éxito de H. G. Wells se debió a sus convicciones ideológicas. Defendía la posibilidad de una sociedad utópica, y reprendió duramente a políticos y mandatarios, sobre todo en lo concerniente a conflictos bélicos. Ya en la Segunda Guerra Mundial criticaba los “individualismos nacionalistas”.
Debido a ese posicionamiento lo tildaron de utopista izquierdista, unas recriminaciones que se incrementaron cuando entrevistó a Lenin en 1920 y a Stalin en 1934. Era lógico que el sueño bolchevique ejerciera sobre Wells una fascinante atracción, pues al llegar a Moscú seguramente se sintió como su personaje el Viajero del Tiempo. Es fácil adivinar que estaba viviendo en carne propia la aventura futurista de su mítico protagonista. Seguramente se sintió bajando de su prodigiosa “máquina del tiempo” en la Plaza Roja para asistir por anticipado al futuro de la civilización. Para él tuvo que ser una emoción única, trascendental, poder entrevistar cara a cara a los principales demiurgos de ese porvenir que se anunciaba como un paraíso en la tierra.
H. G. Wells era “fabiano” al igual que otros connotados intelectuales de entonces, por ejemplo Bernard Shaw y la anarquista Charlotte Wilson. Por tanto, soñaba con “el estado mundial” o un mundo mejor. Además, creía que por medios genéticos podría lograrse una raza de seres intelectualmente superiores. Era pacifista y criticó el racismo afroamericano en Estados Unidos. No era un simple narrador, sino, ante todo, un pensador.
La paradoja es que Wells fue más utopista en su vida que en su obra. Lo que él despliega en sus libros son distopías, es decir, utopías frustradas, visiones apocalípticas del futuro, como en su famosa ficción de la máquina capaz de navegar hacia adelante y hacia atrás en el Río del Tiempo.
Ese Viajero en el Tiempo regresa de un remoto porvenir con una flor. Heredera de la flor onírica de Coleridge, la malva blanca de Wells parece simbolizar la esperanza de un futuro mejor. Sin embargo, está marchita. La descripción de ese “paraíso” -situado en el año 802, 701- demuestra que es todo lo contrario a un edén. Allí, lejos de haber desaparecido la división de clases, ésta se ha recrudecido salvajemente. Los abominables Morlocks habitan bajo tierra donde realizan tareas industriales. Personifican al proletariado. Estos seres infrahumanos devoran a los “burgueses”, es decir, a los apacibles Eloi que viven arriba, en la superficie.
Si en la época del autor la burguesía explotaba al proletariado, en el futuro será el proletariado quien explote y devore a los burgueses. Esa inversión de la perspectiva histórica plantea una incongruencia inquietante. ¿Vale la pena luchar tanto para al final descubrir que realmente nada ha cambiado sino que tan solo se han invertido los polos? Si en el futuro la sociedad sigue siendo desigual entonces estamos ante una especie de fatalismo histórico, lo cual se ha verificado tanto en las utopías de izquierda como en las de derecha, ya que sólo han dado lugar a regímenes dictatoriales.
Pareciera entonces que Wells ha deslizado una sutil jocosidad darwinista, algo así como que vamos de la revolución a la involución. La utopía wellsiana con sus tintes pesimistas es una especie de gatopardismo avant la lettre, pues “todo ha cambiado para que nada cambie”, como diría Lampedusa.
En otra de sus utopías al revés (La guerra de los mundos), una invasión de marcianos con sus gigantescas máquinas se alimentan de la sangre de los terrícolas. Este atroz factor nutritivo se reitera en El alimento de los dioses (1904), donde unas aves de corral comen una sustancia inventada por un par de científicos británicos “sin escrúpulos”, como los define el autor.
Ese experimento alimenticio en la granja avícola hace que los animales crezcan desmesuradamente. Al romperse el equilibrio ecológico, los animales gigantes se multiplican y destruyen las ciudades, ratas del tamaño de perros atacan a otros animales más pequeños y también los pollos se comen a algunos seres humanos. Avispas y escarabajos gigantes zumban por doquier, casi como helicópteros.
Ese nuevo nutriente llega a los bebés y nace una raza de gigantes humanos. Las personas de tamaño “normal” deciden enfrentarse a las ratas gigantes que salen por las noches sembrando el terror en las zonas rurales inglesas. La batalla está servida y el desenlace es dudoso.
Semejantes pollos ciclópeos no son huérfanos literarios, pues descienden de un linaje muy europeo: el francés François Rabelais (con su Gargantúa y Pantagruel) y el irlandés Jonathan Swift con Los viajes de Gulliver (1726). 
A partir de esos dos clásicos surgieron nociones como gigantismo, enanismo, liliputienses, distorsiones volumétricas, etc. ¿Y qué es el gargantuismo por alimentación artificial sino otra forma de invasión marciana? Todo en Wells es rabelaisiano y gulliveriano. O sea, el autor es coherente a pesar de (o gracias a) su obstinada pasión por las asimetrías.
Los avances genéticos vinculados a desenlaces teratológicos, o los progresos científicos asociados a dilemas morales, es una línea temática que también reaparece en otra obra de Wells: La Isla del Dr. Moreau, (1896). Aquí asistimos al entusiasmo de Wells por la teoría de la evolución, un darwinismo poco optimista ya que, como se ve en la novela, lo mismo puede avanzar como retroceder.
Volviendo a El alimento de los dioses (motivo de este prólogo), ya hacia 1904 a algunas personas les asustaba el progreso de la ciencia en materia de alimentación. En eso Wells fue profético. Hoy lo más cercano a ese miedo a los riesgos de la ciencia serían los alimentos transgénicos que tanta polémica despiertan. No olvidemos los bebés a la carta, o la creación de embriones de laboratorio para parejas infértiles. En 1986, cuando tuvo lugar el accidente nuclear de Chernóbil, en Alemania muchas personas dejaron de comprar y consumir lechugas porque habían estado expuestas a la lluvia radioactiva. Hoy se habla mucho de la “comida chatarra”.
Por si fuera poco, el argumento de El alimento de los dioses generó filmes de terror mediocres, el mejor de los cuales fue La Tarántula (Jack Arnold, 1955) donde una araña gigante se escapa de un laboratorio en el desierto de Arizona. Pareciera que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, como podemos comprobar en otra película, de 1976, dirigida por Bert I. Gordon, tan apegada a la obra de Wells que lleva título homónimo. Las aventuras salidas de la imaginación de nuestro autor han tenido gran resonancia en otros medios, bastaría mencionar la famosa versión radiofónica de Orson Welles inspirada en La guerra de los mundos que puso a Estados Unidos al borde de la histeria colectiva en 1938. Otro eco sería la fábula distópica Rebelión en la granja(1945), de George Orwell, donde los animales en vez de comerse a los humanos se rebelan contra ellos para instaurar la dictadura del proletariado en un potrero.
Otras subtramas se entremezclan en El alimento de los dioses: ambiciones de políticos, el fanatismo, la religión, la codicia, el dinero, el oportunismo para aprovecharse de los gigantes… haciendo del libro, aparte de un relato de ficción, una sátira social.
Wells supo pronosticar estas y otras situaciones con décadas de antelación. Ello se debe a que fue consciente de su época. Las ficciones wellsianas nacen directamente del contexto histórico que le tocó vivir. Él vivió y escribió en la bisagra entre dos siglos, cuando muchas cosas cambiaron abruptamente en un giro copernicano de 180 grados.
Recordemos algunos hechos trascendentales: durante el siglo XIX el ferrocarril despertó muchas críticas y fobias, incluso algunos se preguntaban si las mujeres embarazadas no sufrirían abortos por las sacudidas. En 1895 el capitán Alfred Dreyfus fue degradado y condenado a la isla del Diablo. Ese mismo año los Hermanos Lumière proyectan la primera película. Freud y Breuer: Estudio sobre la histeria. En 1896 se descubren los rayos X. En 1897: Primera exposición personal de Picasso. William McKinley anuncia la intervención estadounidense en Cuba. Guerra entre Grecia y el Imperio Otomano. Bram Stoker publica Drácula. 1898: Estados Unidos ocupa las islas de Hawái. Antonio Gaudí: Parque Güell.  Pierre y Marie Curie descubren el radio. Max Planck descubre el fotón.
Con estos dos últimos hallazgos llegamos a la segunda obra que aquí prologamos: El fantasma inexperto (1902), porque con Curie y Planck el mundo entró en un universo de espíritus radioactivos extraviados entre partículas atómicas. Así que Wells no podía dejar de escribir un cuento de fantasmas en la tradición anglosajona de los cuentos orales narrados por los abuelos a sus nietos a la lumbre del hogar y con los copos de nieve cayendo al otro lado de la ventana.
Los fantasmas ingleses ya estaban presentes en la época victoriana, pero este relato de Wells añade un elemento nuevo en esa estirpe de apariciones ectoplasmáticas. Me refiero a que aquí es un ser humano vivo quien le enseña al fantasma a ser fantasma. Esa contradicción tan absurda coincide plenamente con las revelaciones más recientes de la física cuántica, pues se trata, nada menos, que de la materia enseñando a la antimateria.
El fantasma de Wells no sabe qué tiene que hacer para desaparecer del club de caballeros ingleses donde lo han atrapado. Lo intenta sin éxito. Y entonces Clayton es quien lo instruye en el arte de esfumarse haciendo girar los brazos.
Los científicos descubrieron hace poco que cuando un bloque de materia primigenia se toca con su opuesto, se desintegra dejando tras de sí un rastro de radiación. ¿Y qué es “un rastro de radiación” sino un fantasma matemático? De hecho, la ciencia hoy define al neutrino como “una partícula fantasmagórica”.
Wells resultó profético incluso en mecánica cuántica, lo cual es realmente asombroso. Con él, los tradicionales fantasmas ingleses ya no solo remiten a la niebla londinense o a las mesas voladoras en sesiones espiritistas, sino que ahora también emanan de la ciencia más pura y avanzada. Por eso en el Mermaid Club, frente a una chimenea, Clayton narra su extraña historia ante un grupo de amigos boquiabiertos.
Este breve relato -teñido de flemático humor inglés- conecta además con uno de sus clásicos: El hombre invisible (1897), lo cual demuestra que ya Wells estaba obsesionado con lo inmaterial desde cinco años antes, tal vez inspirado en los rayos X.
En rigor, estamos ante un cuento de neutrinos y antineutrinos dialogando en una desconcertante asimetría universal. En Wells todo es desmesura, la clave para entenderlo a fondo es que todo lo ve como en un asimétrico espejo al revés. Es el Big Bang de Wells.


México, 16 agosto, 2017.
(*) Publicado en el facebook del autor, 18 mayo 2018. 

LA SANGRE EN LA NIEVE

LA SANGRE EN LA NIEVE
Por Manuel Pereira


La literatura rusa llegó con retraso al escenario cultural europeo por diversas causas: las invasiones tártaras, que provocaron una dilatada decadencia, la ocupación turca, que hizo que los rusos perdieran contacto con la cultura bizantina, y la férrea censura de los zares quienes enviaban a los escritores a la remota Siberia.
Semejante aislamiento intelectual tuvo varios efectos negativos, entre otros, que la primera universidad rusa se fundara en Moscú en 1755 mientras que la de Oxford ya existía desde 1096, la de Salamanca desde 1218 y la Sorbona desde 1257.
Tanta incomunicación cultural empezó a evaporarse en 1703 cuando el zar Pedro I inició el traslado de la capitalidad desde Moscú hasta San Petersburgo. En su afán de “occidentalización”, el zar buscaba una salida al mar para modernizar el país. De resultas, esa bella ciudad se convirtió en la más abierta a la civilización europea (en particular, Francia). Esa urbe -que luego se llamó Petrogrado, más tarde Leningrado, y en 1991 otra vez San Petersburgo- también tuvo muchos apodos, entre otros: “La ventana a Europa”.
Alli vivió Dostoievski desde 1878 hasta su muerte en un departamento convertido en museo que atesora su escritorio, su sombrero de copa, los candelabros, el comedor y otras pertenencias que ilustran sus últimos años de vida.
Nuestro autor nació en Moscú, pero vivió la mayor parte de su vida en San Petersburgo. Sin embargo nunca fue un “occidentalista” puro y duro, pues compartía los ideales de los “eslavófilos”, quienes salvaguardaban una Rusia rural, folclórica, nacionalista, identificada con la religión ortodoxa, y evitaban la contaminación con las ideas occidentales.
Los admiradores de Dostoievski que acuden en masa a la majestuosa San Petersburgo con sus fachadas barrocas y neoclásicas, los que tienen la suerte de entrar en el dorado Teatro Mariinski (también conocido como “Kirov”), quienes pasean por la orilla del río Neva con sus mágicos puentes, o recorren el Palacio de Invierno (Museo del Hermitage desde 1917) o la avenida Nevski con sus cuatro kilómetros de largo; los lectores que han tenido la oportunidad de deslumbrarse ante la fortaleza de San Pedro y San Pablo, o ante la suntuosa catedral de San Isaac… pueden darse el lujo de comprender a fondo la novela Crimen y Castigo (1866).
El primer esplendor intelectual ruso tuvo mucho que ver con San Petersburgo y empezó con Aleksandr Pushkin (1799-1837). El autor de la genial novela en verso Eugenio Oneguin (1825) fundó la literatura de su país propiciando una explosión creativa que entró pisando fuerte y dando zancadas de gigante en el ya consolidado mapa de las letras europeas. Se trata del único caso en la cartografía cultural mundial donde primero se verificó un gran retraso y más tarde súbitamente un grandioso despegue literario.
Ese “boom” dio lugar a una pléyade de talentos (Gógol, Turguénev, Chéjov…). Dentro de esa constelación de celebridades, el más brillante es el que hoy presentamos: Fiódor Dostoievski, cuyas narraciones tienen el sello incuestionable de un gran clásico, por ejemplo: Recuerdos de la casa de los muertos (1861), Memorias del subsuelo (1864), El jugador, (1866), Los endemoniados (1870), El idiota (1868), Noches blancas (1848)… Si bien todas sus creaciones son impecables, ante las dos que hoy prologamos hay que quitarse el sombrero.
Dostoievski nunca dejó  de ser extraordinario a pesar de haber sucumbido a la ludopatía, pese a sufrir ataques epilépticos y haber estado cuatro años preso en Siberia por actividades revolucionarias. No en vano es considerado el máximo representante de la “novela de ideas” y ya en su estilo realista se advierten algunos rasgos de modernidad.
Crimen y castigo (1866) y Los hermanos Karamasov (1880) tienen en común una mancha de sangre que se expande a lo largo de estas páginas como una pena infamante. Son historias distintas, pero con un denominador común: el asesinato. Ambas obras se destacan por la profundidad psicológica de sus personajes y por la intrincada relación entre ellos.
Crimen y castigo es más corta y, al parecer, se lee más fácil, mientras que la lectura de Los Karamazov (que el autor consideraba su obra maestra) pudiera resultar más ardua, ya que tiene más personajes y páginas.
Durante décadas se ha debatido acerca de cuál de las dos es la mejor. Es un debate ocioso, o ejercicio académico, que no conduce a ninguna parte, pues tanto de una como de la otra emana el alma atormentada de este escritor fuera de serie.
En la primera, el estudiante Raskolnikov mata con un hacha a una vieja usurera y a su hermana mientras que en Los Karamazov tres hijos asesinan a su padre. Para Freud, ésta última era “la más magnífica novela jamás escrita” y Kafka decía que él era “un pariente de sangre” de Dostoievski.
Raskolnikov no es un delincuente vulgar, pues se compara nada menos que con Napoleón. En su delirante megalomanía se pregunta por qué una vieja prestamista tiene más dinero que él, un dinero que él necesita para continuar sus estudios y llegar a ser un genio de fama internacional. Raskolnikov es un estudiante brillante, sin embargo la vieja no tiene una gran misión que cumplir en este mundo, por tanto, la considera poco más que un insecto y, como tal, la mata para robarle y así culminar su ambiciosa meta de agregar una letra en el alfabeto universal de los inmortales. Obviamente su afán es fáustico y su sanguinaria manía de grandeza pronto se transformará en arrepentimiento a tal punto que sentirá el deseo de confesar su crimen al inspector que lo investiga como sospechoso.
El tema de Los Karamasov aparentemente es menos filosófico. Todos los hijos del padre asesinado comparten diversos grados de complicidad y -en una escala más metafísica- encontramos el drama espiritual de un conflicto moral, así como la relación del hombre con Dios. El telón de fondo es el libre albedrío y una especie de maldición que cae sobre la familia entre dudas y contradicciones.  
En ese parricidio, Dostoievski introduce un sutil ingrediente autobiográfico, pues su padre fue asesinado por un grupo de campesinos cuando él tenía 18 años. Este hecho lo marcó, ya que él sintió ese crimen como suyo por haberlo deseado inconscientemente. Hay que decir que el padre del autor era un médico despótico, brutal y alcohólico.
Ambas obras han alcanzado tanto reconocimiento mundial que el séptimo arte también se ha hecho eco de sus calidades literarias.  Crimen y castigo ha sido llevada al cine en múltiples ocasiones, ya sea en versiones fieles, en adaptaciones o en reinterpretaciones: Pickpocket, (1959) de Robert Bresson, Match Point, (2005), de Woody Allen, y la película mexicana Crimen y Castigo (1951) de Fernando de Fuentes con la actuación de Roberto Cañedo… En cuanto a Los hermanos Karamasov, se distinguen las películas homónimas de Richard Brooks (1951) y la dirigida por Kirill Lavrov en 1969.
Las dos novelas tienen elementos de suspense, como si fueran resonancias euroasiáticas del género policíaco iniciado 25 años antes por el norteamericano Edgar Allan Poe con Los crímenes de la calle Morgue. Pero Dostoievski no se conforma con un investigador que descifra un enigma detectivesco, lo que el ruso desea es trazar el retrato psicológico de los personajes y seducirnos con planteamientos filosóficos. Raskolnikov es un asesino filosófico. Más allá de las anécdotas, a Dostoievski le interesa explorar los laberintos de la sangre derramada.
No es casual esta obsesión dostoievskiana por el crimen. Aparte de ser el país más grande del mundo, y además de sus muchas virtudes, Rusia oculta un rasgo sombrío que suelo llamar “el estigma de la sangre en la nieve”. Es un riachuelo rojo que se pierde en el hielo coagulándose sin cesar, al menos tanto en la época zarista como en la etapa soviética.
Para rastrear esa larga tradición de homicidios tan particularmente rusa tal vez debamos remontarnos a la aristócrata Daria Saltykova (1730-1801) que pertenecía a un antiguo linaje de boyardos y ha pasado a la historia con el apodo de Saltychija. Hasta los 25 años fue una mujer devota, pero tras la muerte de su marido experimentó un brusco cambio. De pronto empezó a golpear a los criados por cualquier tontería. Sus víctimas eran sobre todo mujeres jóvenes y de mediana edad y era especialmente cruel con las que planeaban casarse.
Saltykova era una asesina bestial: clavaba a su víctima en un leño o la cogía por el pelo y estrellaba su cabeza contra la pared. A las que quedaban vivas, las mataba de hambre o las dejaba desnudas en medio en la escarcha hasta que se congelaban. En total mató a 38 personas.
Otro asesino en serie de la Rusia zarista fue Nikolái Radkevich: un auténtico psicópata. De joven hizo el amor con una mujer mucho mayor que, tras abandonarlo, le dejó de recuerdo una sífilis. Decidió entonces que su misión en el mundo era limpiarlo de mujeres perversas.
En 1909, en Petersburgo, Radkevich mató a tres prostitutas y trató de asesinar a la mucama de un hotel al grito de “¡Muerte a las mujeres bellas!”. A sus víctimas les asestaba numerosas puñaladas. Al propio Radkevich lo mataron unos delincuentes de camino al presidio.
En 1916 ocurrió la famosa e increíble muerte de Rasputín. Los conspiradores lo invitaron a comer pastas con cianuro, y él siguió comiendo tranquilamente. Incluso tocó guitarra, así que los asesinos creyeron que era inmortal. Entonces le dispararon varias veces por la espalda, Rasputín cayó al parecer muerto, pero poco más tarde cogió fuertemente por el hombro a uno de los conspiradores,  quienes pensaron que había resucitado. El místico monje logró escapar por una puerta del palacio, corrió por la nieve, le dispararon de nuevo tres veces, dos balas fallaron, pero una le desgarró el hombro, Rasputín cayó en el patio nevado. Le dieron el tiro de gracia en la cabeza. Lo dieron por muerto y lo lanzaron al congelado río Neva. Más tarde, cuando encontraron el cadáver y le hicieron la autopsia se descubrió que Rasputín no había muerto por los balazos ni por el cianuro, sino porque se ahogó en el río.
Se suponía que con la Revolución bolchevique de 1917 surgiría la nueva sociedad soviética, más humanitaria e igualitaria, sin propiedad privada, ni clases sociales, donde por fuerza se extinguirían los delincuentes. No fue así. Con la llegada del comunismo, el clima de violencia revolucionaria se incrementó y la sangre en Rusia manó a raudales. Lo más curioso es que también aparecieron asesinos en serie.
En 1921 empezaron a encontrar sacos con cadáveres en Moscú. Los cuerpos estaban atados en posición fetal, así ocupaban menos espacio. El desconocido asesino recibió el apodo de “El empaquetador”. Lo buscaron durante más de dos años. Al final la policía dio con el apartamento de Vasili Komarov, quien confesó que tras asesinar a sus víctimas con un martillo rezaba toda la noche “por el descanso del alma” de los inmolados.
Su esposa también rezaba junto con el Empaquetador, y al día siguiente le ayudaba a trasladar el cadáver. Esta pareja de “arrepentidos” recuerdan tanto a Raskolnikov que uno diría que Crimen y Castigo era su libro de cabecera.
A Komarov lo acusaron del asesinato de 29 personas. El juicio tuvo un gran eco mediático y contó con la presencia del célebre autor de El maestro y Margarita, Mijaíl Bulgákov (1891-1940), quien escribió un ensayo sobre el caso, confirmando así -por si hiciera falta- que la literatura rusa de altos vuelos siempre ha estado salpicada de sangre.
Para colmo de ironías, a Komarov y a su mujer los fusiló un “ejecutor” del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) llamado Piotr Mago, que en sus años de servicio acabó con la vida de más de diez mil personas.
En la era soviética también fue notorio Andréi Chikatilo. Para colmo, este psicópata era miembro del Partido Comunista, ingeniero, ostentaba títulos académicos en marxismo-leninismo así como en Lengua y literatura rusa. ¡Todo un ejemplar del homo sovieticus diseñado por los ingenieros sociales de la utopía bolchevique! Chikatilo se especializaba en mutilar menores, practicando con ellos actos de canibalismo. Entre 1978 y 1990 violó y asesinó a  52 mujeres y niños.
Pudiéramos seguir agregando asesinos, pero basta con mencionar a Stalin, cuyo cementerio particular cuenta con 23 millones de muertos entre purgas y otras acciones gubernamentales. Su larga mano se extendió desde Moscú hasta México para asesinar a Trotski.
¿Era Dostoievski potencialmente un asesino, o acaso sus novelas inspiraban a otros para que perpetraran crímenes? De ninguna manera. Lo que él hacía era registrar, reflejar y recrear artísticamente los datos que recibía de su realidad. La culpa del crimen no la tiene Dostoievski, sino el contexto histórico y sociocultural en el que vivió y escribió. Ese espejo atroz, que se adentra en el alma rusa, es lo que ahora tiene en sus manos el lector. ¡Bienvenido al universo gélido y tenebroso de Dostoievski!

México, 21 de abril de 2017.
(*) Publicado en el facebook del autor, 8 mayo 2018.

MARK TWAIN: EL ESCRITOR SECUESTRADO POR LAS ESTRELLAS


MARK TWAIN: EL ESCRITOR SECUESTRADO POR LAS ESTRELLAS
Por Manuel Pereira


Mark Twain (1835-1910) es un escritor y humorista norteamericano secuestrado por el cometa Halley.
Su labor literaria es tan extensa como la cabellera luminosa de ese astro celeste. Las aventuras de Tom Sawyer -donde describe en tono autobiográfico la infancia en un pueblo a orillas del Mississippi- sigue siendo su libro más famoso. Su secuela, Las aventuras de Huckleberry Finn, también perdura. En esencia el autor describe el picaresco candor bucólico anterior a la Guerra Civil en oposición a la pesadilla de la era industrial, mucho menos poética.
Twain atesora muchas más obras, por ejemplo Vida en el Mississippi, donde narra sus experiencias como piloto en vapores de ruedas en ese mítico río. De todo lo escrito por él también destacamos Un yanqui en la corte del Rey Arturo (1889) donde satiriza la opresión en la Inglaterra feudal valiéndose de un recurso asombroso que se ha prestado a más de una confusión académica.
El viaje en el tiempo que tiene lugar en Un yanqui encierra una fórmula parecida a la que usaría seis años después nada menos que H. G. Wells con su clásico de ciencia-ficción La máquina del tiempo. Lo cual no convierte a Twain en un autor de fantaciencia, pues lo que él despliega es una ucronía en clave humorística. Mientras que Wells recurre a una máquina -artilugio científico o tecnológico- para trasladarse a diferentes épocas, el personaje de Twain (Morgan) recibe un golpe en la cabeza, de resultas del cual experimenta un viaje a través del tiempo desde el siglo XIX hasta la época del Rey Arturo. Si la exploración del tiempo entraña en Wells un acto deliberado y erudito, el salto hacia atrás de Morgan no es ni lo uno ni lo otro, pues un golpe en la cabeza no es un hecho intelectual ni cultural sino simplemente un traumatismo craneal. Luego entonces Twain no se adelantó a Wells en el género de ciencia-ficción, aunque sí creó la primera ucronía cuyas consecuencias se prolongarían desde la Teoría de la Relatividad de Einstein hasta la actual literatura de universos paralelos. He aquí uno de los tantos méritos de Twain apenas reconocido.
Y ahora viene lo más misterioso.
¿Por qué afirmé antes que Mark Twain fue secuestrado por un cometa? La concepción de su relato ucrónico -con el yanqui Morgan introduciendo modernidades tecnológicas en la Camelot del rey Arturo y en el bosque del Mago Merlín-  fue sin duda fruto de la pasión de Twain por la ciencia y la tecnología.
Twain fue amigo de Nikola Tesla y en 1909 Thomas Alva Edison lo visitó en su casa de Connecticut. Por si fuera poco, el escritor patentó tres inventos: una “Mejora de correas ajustables y desmontables para la ropa”, un juego sobre anécdotas históricas y un libro de fotos autoadhesivas. ​Además, inventó una máquina diseñada para sustituir al tipógrafo humano en las imprentas, un complicaco aparato que asombró a todos, pero cuya inversión ni siquiera pudo recuperar. Lo mismo le sucedió con otras empresas, todas condenadas a fracasar: una editorial que fundó, su minería del oro, la herencia de su esposa…
Twain no tenía talento para administrar sus finanzas, así que a pesar de sus inventos y sus derechos de autor, todo ese dinero lo invirtió mal y terminó en la quiebra. Se recuperó medianamente gracias a un buen amigo, Henry Rogers. Siguió impartiendo conferencias y publicando, pero de nuevo las calamidades se abatieron sobre él con la muerte de su esposa, de su hija pequeña y de su gran amigo Rogers.
Entre otras peripecias de su vida, Twain fue impresor, periodista y escribió historias humorísticas como La célebre rana saltarina del condado de Calaveras (1865), que fue su primer éxito literario. Y como si eso no fuera suficiente, también fue orador y amigo de presidentes estadounidenses, además de granjearse la amistad de artistas, industriales y aristócratas europeos.
Obviamente Twain fue muy aventurero. Su períplo por Europa y Oriente Medio produjo una popular colección de cartas que en 1869 compiló bajo el título de Los inocentes en el extranjero. De un segundo viaje a Europa nació otro libro en 1880: Un vagabundo en el extranjero.
Es fácil conjeturar que la biografía de Twain tiene suficientes ingredientes para componer un best-seller. Sin ir más lejos, él es esa clase de escritor que al final resulta ser más personaje que autor.
En 1907 su estrella brilló más que nunca cuando recibió el título de Doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. Lo merecía sobradamente, pues Twain es el mejor retratista de la sociedad de su país a mediados del siglo XIX y es considerado “el Dickens norteamericano”.
Algunos atribuyen el inmenso talento de Twain al paso del cometa Halley, y no sería descabellado admitirlo, ya que nació y murió entre dos visitas del famoso cometa. Sobre ese enigmático tema él mismo dijo un año antes de morir:
“Vine al mundo con el cometa Halley en 1835. Vuelve de nuevo el próximo año, y espero marcharme con él. Será la mayor desilusión de mi vida si no me voy con el cometa Halley. El Todopoderoso ha dicho, sin duda: 'Ahora están aquí estos dos fenómenos inexplicables; vinieron juntos, juntos deben partir'. ¡Ah! Lo espero con impaciencia.” (1909)
Twain falleció exactamente un día antes del regreso del recurrente cometa que ya se dejaba ver en el tapiz de Bayeux (1066) y que también pintaría Giotto en su fresco “La adoración de los Reyes Magos” (circa 1303-1305).
Esa increíble coincidencia en la vida de Mark Twain es tan mágica que, por si sola, ya resulta un hecho literario. Es como si ese astro de cola luminosa hubiera traido al bebé Twain a este mundo sacándolo luego de su tumba para hacerlo reencarnar en otra persona, en un país diferente, cuando pasó por nuestro cielo la última vez en 1986.
Si así hubiera sido, Twain tendría ahora 31 años y andaría entre nosotros sin percatarnos de su presencia. Mientras hilvano este prólogo, Twain pudiera ser un ingeniero de ojos rasgados en Tokio, o una brasileña ya entrada en carnes bailando una samba ardorosa. Quizá ahora esté hablando en París a través de un tablero de ouija, o tal vez el cometa se lo llevó en 1910 para pasearlo alrededor del Sol y traerlo de nuevo en posición fetal en el año 2061. Casi como en una inquietante ucronía.
¿Se quiere un destino más poético para un escritor? ¿Acaso todo escritor de raza no persigue alguna forma de eternidad? Pues eso Twain lo tenía garantizado antes de ponerse a escribir, nada más nacer.
Un novelista como él, predestinado a viajar entre las estrellas, puede permitirse el lujo de no ser un estilista, puede prescindir de inaugurar corrientes o escuelas literarias, puede incluso ser comercial y escribir libros de factura infantil y juvenil. ¿Qué le importa a un escritor así que ahora lo censuren y hasta lo prohiban por haber usado la palabra nigger (negro) en sus obras? Ni siquiera le afecta que el gran Harold Bloom apenas lo mencione en El canon occidental. Nada ni nadie podrá ya arrebatarle a Mark Twain el cetro de la inmortalidad.
Y así llegamos a la novela que prologamos aquí. El príncipe y el mendigo (1881) es una de sus alhajas, pero ante todo es la prueba desconcertante de que Twain ha vivido y sigue viviendo en la desconocida dimensión de los dobles y los mundos paralelos. De nuevo el cometa Halley está presente en esta amena ficción mediante la extraña dualidad de Twain, alguien tan señalado por la duplicidad que ni siquiera se llamaba Mark Twain sino Samuel Langhorne Clemens.
Esa duplicación de Twain se refleja vivamente en estas páginas cuando un niño pobre intercambia sus ropas con un heredero al trono de Inglaterra. Que dos niños parecidos físicamente permuten sus roles convirtiéndose el rico en pobre y el mendigo en príncipe, ¿no es acaso algo parecido a lo que hace el famoso cometa con Twain llevándolo a vivir sucesivos avatares mediante viajes astrales?
La acción transcurre en el siglo XVI inglés. Se ha dicho que es su primera “novela histórica” aunque en el exordio Twain afirma que se trata de un relato oral transmitido de generación en generación durante “más de trescientos años”. Se me antoja más bien novela costumbrista con ciertos destellos de documentación histórica, si bien el mismo autor matiza: “pudiera ser una leyenda aunque ... tal vez pudo haber ocurrido”. Tanta ambigüedad impide clasificarla como “novela histórica”. Supongo que Twain eludió definir con claridad esta ficción para así disponer de mayor libertad a la hora de desarrollar sus personajes, tramas y subtramas. Sabiamente evitó la camisa de fuerza de una excesiva historicidad.
Resumiendo: nace un heredero al trono de Inglaterra y ese mismo día nace un niño en los bajos fondos de Londres. Se llama Tom Canty, y con el paso del tiempo, pide limosnas sin atreverse a robar. Aprende a leer gracias a un espléndido anciano. Mientras tanto, al príncipe lo educan, tanto física como intelectualmente, para ser un pretendiente al trono. Tom experimenta curiosidad por la vida cortesana y merodea en las inmediaciones del palacio. Los guardias lo arrestan y lo llevan ante el príncipe quien -cansado de los adulones palaciegos- se siente atraído por Tom, pues le gustaría iniciar una relación más franca con los humanos. Los dos niños empiezan jugando a los bolos. Pronto se hacen buenos amigos a pesar de sus abismales diferencias económicas. Lógicamente el príncipe enseguida quiere vivir una aventura lejos del estricto control a que está sometido en palacio. Intercambian ropas y durante unas horas el príncipe sale a vivir la vida de Tom fuera de la pompa y el boato. Nadie se da cuenta del cambio de identidades.
En el barrio marginal, el príncipe tendrá que soportar a un “padre” borracho, diabólico y ladrón mientras que Tom disfruta la prestada vida del príncipe. Pasa el tiempo sin que el príncipe regrese y Tom se inquieta. Confiesa que no es el Principe. Nadie le hace caso, ni siquiera “su” padre. Mientras tanto, el niño aristócrata sigue viviendo la vida atroz que le correspondería a Tom. 
Aquí se desencadenan numerosos incidentes, entre otros las fugas del padre apócrifo del príncipe, ya que lo buscan para ahorcarlo... Finalmente el príncipe evitará que entronicen a Tom. Gracias a su honestidad, el mendigo será nombrado con un cargo vitalicio en la corte, lo cual le permite sacar de la miseria a su madre y hermanas.
Este esquema twainesco remite a un clásico del parangón: Vidas Paralelas, de Plutarco, donde se registran nada menos que 23 pares de biografías de personajes históricos célebres, comparando las de 23 romanos con las de 23 griegos.
Las comparaciones, los intercambios y los equívocos ya estaban presentes en las Metamorfosis, de Ovidio, así como en las comedias de Plauto, donde abundan las confusiones entre gemelos y las bodas entre personas de clases sociales diferentes; también Shakespeare recurrió a situaciones confusas en Sueño de una noche de verano, y esa apasionante tradición literaria llegó hasta el siglo XX con Thomas Mann en Las cabezas trocadas.
Lo curioso en el caso de Twain es que el intercambio de roles lo experimentó en carne propia con las dos visitas del famoso cometa. El príncipe y el mendigo es el mejor autorretrato astral de Mark Twain. La novela es también un hermoso canto a la amistad.
Twain es el escritor reencarnado en sucesivas vidas pasadas y futuras. Jack London pensó en él cuando escribió su última novela El vagabundo de las estrellas (1915). Faulkner consideró a Twain “el padre de la literatura norteamericana” poniéndolo a la altura de gigantes como Henry David Thoreau, Herman Melville, Edgar Allan Poe y Walt Whitman.
Twain prefiguró a escritores del gótico sureño como el mencionado Faulkner, Carson Mc Cullers, Truman Capote… Otra contribución de este hombre con cejas de águila y canas alborotadas, es haber humanizado con sus obras a una humanidad cada vez menos humana. Pero, sin duda, su mayor hazaña fue crear un personaje inmortal de las letras universales: él mismo.
Lo que el lector tiene en sus manos es mucho más que un libro, es una astilla radiante caída desde una estrella.

México, 31 agosto 2017
(*) Publicado en el facebook del autor, 3 mayo 2018.