enero 20, 2016

Oftalmicultura

OFTALMICULTURA
Por Manuel Pereira

Nada tan asombroso como la antigua maldición de la oftalmología cultural. Homero era ciego. Tiresias tampoco veía, aunque gracias al don de la profecía, veía el futuro. Edipo se destrozó las pupilas con la hebilla del cinturón de Yocasta y exclamó: “¡Ah, oscuridad, mi luz!”. Demócrito también se arrancó los ojos para que la contemplación del mundo exterior no interrumpiera sus meditaciones. Odín, principal dios nórdico, sacrificó un ojo a cambio de la sabiduría y la clarividencia.

En la dimensión mítico-poética, las patologías y traumatismos oculares generan poderes sobrenaturales o formas superiores del conocimiento. Tal vez eso explique el predominio de la ceguera en la literatura empezando por el astuto ciego del Lazarillo de Tormes. El autor de Os Lusiadas, Luís de Camões, era tuerto. Milton no sólo perdió El paraíso perdido sino también la vista en 1652. En las novelas de Benito Pérez Galdós abundan los ciegos y el escritor acabó igual que sus personajes, víctima de una inefable afinidad o de un acto de justicia poética.

El padre de Borges, su abuela materna y su bisabuelo eran ciegos: regalo genético que el escritor adquirió progresivamente. Pero ahí no para la cosa. El misterio se incrementa cuando a Borges lo nombran director de la Biblioteca Nacional, pues asume un cargo ostentado 26 años atrás por Paul Groussac, otro invidente que, a su vez, había heredado ese mismo sillón de José Mármol, quien también perdió la vista. ¡Durante más de un siglo, tres gigantes gestionaron novecientos mil volúmenes sin poderlos leer! Parece un cuento salido de la pluma de otro ciego argentino, Ernesto Sabato, quien escribió tanto sobre bastones blancos -El túnel (1941), Informe sobre ciegos (1961)- que sus pesadillas le merecieron un epígono: Saramago con su Ensayo sobre la ceguera (1995).

Acaso de tanto inspirarse en la Odisea, Joyce se contagió de la enfermedad homérica y terminó usando un parche de pirata. Otra parcheada famosa es la bella Princesa de Éboli, a quien mucho favorece su defecto, a diferencia de las dos amantes de Baudelaire: la bizca (“Louchette”) y la mulata hemipléjica que murió ciega.

La ceguera es el estigma ancestral del Séptimo Arte cuya historia empezó en 1902 con un cohete clavado en el ojo de la Luna de Georges Méliès, continuó con la abuela de las gafas astilladas y ensangrentadas en El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) y siguió con la navaja de Buñuel cortando el ojo de una mujer en Un perro andaluz (1929). En 1945 Hitchcock y Dalí prolongaron esas mutilaciones oculares en la escena onírica de Recuerda donde un hombre corta con una enorme tijera los ojos que decoran una cortina. En Los pájaros (1963) aparece un cadáver con las cuencas vacías y sanguinolentas mientras en otra secuencia una niña que huye despavorida cae de bruces y vemos en primer plano sus anteojos de miope con los cristales astillados: homenaje del cineasta británico a la anciana de las gafas rotas de Eisenstein. En Blade Runner (Ridley Scott, 1982) los ingenieros genéticos fabrican ojos para replicantes y los asesinos matan hundiendo ojos con los pulgares… tanta acumulación no puede ser casualidad y devino maleficio o mal de ojo que persiguió a ilustres directores tuertos: John Ford, Fritz Lang, Raoul Walsh, André de Toth, Nicholas Ray…

Guerreros: A Filipo, padre de Alejandro Magno, le faltaba un ojo, y el condotiero y duque de Urbino, Federico da Montefeltro, perdió el derecho en un torneo, por lo cual se hizo cortar el puente de la nariz para poder ver en la batalla hacia ambos lados con un solo ojo, tal como lo vemos de perfil en varios retratos del siglo XV. Rembrandt pintó a Claudio Civilis sin un ojo y empuñando su espada, casi como un trasunto del Odín de los vikingos.

Exquemelin fue un filibustero y cirujano francés a quien debemos un excepcional libro olvidado: Piratas de América (Amsterdam, 1678). Allí detalla las recompensas que obtenían los piratas del Caribe cuando perdían algún miembro en sus abordajes: “…por la pérdida de un brazo derecho, 600 pesos o seis esclavos… por una pierna derecha, 500 pesos o cinco esclavos… por un ojo, cien pesos o un esclavo…”

Más allá de militares y bucaneros, es evidente que algunos ciegos y tuertos son “Videntes”, en el sentido poético revelado por Rimbaud. De modo que en el país de los que creen ver sin ver nada, los tuertos y los ciegos son Reyes.
                                            


(*) Publicado en LETRAS LIBRES en el número de enero de 2016, pág. 87.

enero 18, 2016

La Guerra de las Niñas

LA GUERRA DE LAS NIÑAS
Por Manuel Pereira

La escritora canario-cubana Nivaria Tejera falleció en París el pasado 6 de enero.

Allá por el siglo VII (a.C.) una niña griega de 6 años llamada Safo perdió a su padre en la guerra entre Lesbos y Atenas. Entonces le dijo a su madre Kleis: “puesto que papá murió, desde ahora seré tu esposo y el padre de mis hermanos”.
Así nació una brillante tradición literaria que gira en torno a la guerra, incluyendo la muerte o ausencia del progenitor, todo ello visto a través del prisma de niñas a quienes algún acontecimiento bélico convirtió en mujeres antes de tiempo.
Ese linaje se prolonga en El Diario de Ana Frank escrito por una niña judía alemana entre 1942 y 1944 en su escondite de Ámsterdam donde, por un tiempo, eludió la persecución nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
De esa joven escritora clandestina la herencia pasa a la extraordinaria mexicana Nellie Campobello con Cartucho (1931): una colección de relatos sobre la lucha en el Norte durante la revolución mexicana, narrados en primera persona por una niña con una prosa depurada y espléndida.
A esa genealogía -que ya deviene constelación- se suma Primera memoria, la estupenda novela  de Ana María Matute, publicada en 1959, y ambientada en la Guerra Civil Española: la visión de una niña llena de rabia alejada de su padre por los azares de la contienda.
Ese mismo año tan crucial -y para nuestro orgullo- ingresa en esa pléyade otra estrella rutilante: una escritora cienfueguera, la cubana-canaria Nivaria Tejera, recientemente fallecida en París.
En su vasta producción literaria, el libro que más publicaciones y traducciones ha conocido es la novela El Barranco, primera edición cubana en 1959, gracias al magnífico Samuel Feijóo. De nuevo, el telón de fondo es la Guerra Civil Española durante la cual el padre de Nivaria fue hecho prisionero y más tarde desterrado cuando ella tenía 7 años, un caso muy parecido al de Safo con su papá Skamandar.
Estas obras que voy engarzando como perlas son auténticos bildungsromans dentro de una línea que me atrevo a bautizar “la guerra con ojos de niña”. El personaje infantil femenino siempre experimenta un abrupto proceso de crecimiento, un camino de formación interior que lo hace madurar apresuradamente.
La literatura deviene así un exorcismo de los horrores de la guerra y, al mismo tiempo, una desgarradora forma de aprendizaje. Doble crueldad: una niña pierde al padre y, además, no puede vivir su niñez plenamente. Infancias truncadas. Se trata de todo un género con sus rasgos y contenidos bien definidos.
Siempre son niñas las que relatan, acaso con la excepción que confirma la regla del Oscar Matzerath de El Tambor de Hojalata, de Günter Grass, también publicada en 1959, que parece haber sido el año más propicio para esta narrativa concebida desde el punto de vista infantil.
El denominador común de esas joyas es que un padre desaparece o muere en el transcurso de una guerra, lo cual impacta a la huérfana, quien decide relatar su historia. No siempre son testimonios directos, a veces se trata de autobiografía novelada o ficcional, y todas son creaciones que alcanzan una elevada textura poética, emocional, ética y estética.
Otras sorprendentes afinidades: Safo se enfrentó a dos tiranos, igual que Tejera desafió a Fulgencio Batista y a Fidel Castro. La griega sufrió destierro por sus ideales políticos, igual que Nivaria, que ha sido la eterna exiliada. Primero regresa a su isla natal huyendo de la represión de Franco, luego se traslada a París durante la dictadura de Batista; en 1959, ilusionada con la revolución, regresa a La Habana. La nombran agregada cultural en Roma, pero en 1965 renuncia a su cargo y rompe con el gobierno verde olivo. De nuevo viaja a París, donde se estableció definitivamente. Esos peregrinajes recuerdan los sucesivos exilios de otra grande ligada a Cuba: María Zambrano. Son mujeres que han pagado muy caro el precio de la libertad, que es un lujo del espíritu. Un lujo que no sólo han defendido para ellas, sino también para nosotros, con más coraje que muchos hombres. Mi conclusión al final de esta sucinta taxonomía literaria es que la guerra se ve mejor a través de las lágrimas de una niña.


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enero 17, 2016

Beethoven y violencia

BEETHOVEN Y VIOLENCIA
Por Manuel Pereira

La habitación de Alex DeLarge en La Naranja Mecánica, de Kubrick.

Al final de Psicosis (Hitchcock, 1960), la hermana de la desaparecida Marion registra la siniestra mansión que está detrás del motel. Sube la escalera, entra en el cuarto infantil de Norman Bates y ve un muñeco, un carrito de bomberos, un peluche, una camita revuelta… hasta que repara en un tocadiscos que llama poderosamente su atención. Se acerca curiosa al aparato donde descubre un disco de Beethoven: la Heroica, inicialmente dedicada a Napoleón.

El Maestro del Suspense sugiere que esa composición pudo fomentar la violencia del psicópata con personalidad múltiple. Norman Bates creció oyendo esa sinfonía, incluso sigue oyéndola, pues la camita revuelta revela que aún duerme allí a pesar de ser ya un adulto.

La violencia de esa música no es solamente romántica, sino que es el mito revolucionario musicalizado. Beethoven admiraba a Napoleón, lo consideraba el “liberador” de Europa, pero cuando el corso se autoproclamó Emperador, el compositor montó en cólera, rompió un lápiz y borró a Bonaparte del título de la obra gritando: “¡Ahora sólo... obedecerá a su ambición, se elevará más alto que los demás, se convertirá en un tirano!”.

En La Naranja mecánica, (Kubrick, 1971) de nuevo la música de Beethoven interviene en la conducta del sociópata Alex. La Novena Sinfonía es la favorita del violento y carismático protagonista. Las agresivas imágenes que esta obra suscita en la mente de Alex están secuenciadas en el filme. La señorita Weathers -la pelirroja de los muchos gatos- a quien Alex acosa y asesina, se defiende golpeándolo con un busto de Beethoven.

A pesar de la pavloviana “técnica Ludovico”, cuando en el hospital le ponen a Alex la música del tormentoso Beethoven, pone cara de loco y alucina: pronto volverá a hacer de las suyas. El paciente no se ha curado. ¡Sería una pena que para curarse tenga que renunciar a Beethoven!

Máximo Gorki cuenta que Lenin, después de oír la Appassionata, dijo que esa sonata de Beethoven le gustaba y no le gustaba, porque “no puedo escuchar música a menudo; me altera los nervios. Me dan ganas de decir cosas amables y estúpidas, y dar palmaditas en la cabeza a la gente que, viviendo en este sucio infierno, pueden crear tanta belleza. Actualmente no se puede acariciar la cabeza de nadie. Te podrían arrancar la mano de un mordisco. Hay que golpear esas cabezas sin piedad.” Exactamente fue lo que hizo, empezando con el fusilamiento del zar y su familia junto con el médico de cabecera, los sirvientes, el cocinero y hasta el perro del zarevich.

Es cuando menos curiosa la relación de Beethoven (deliberada o no) con la violencia. Dicen que al interpretar ciertos movimientos, llegó a romper las cuerdas del piano.

En 1956 la violencia se volvió contra el músico alemán cuando Chuck Berry irrumpió con su canción Roll over, Beethoven. Este título es tan difícil de traducir que abundan las versiones, todas aproximativas y no exentas de violencia: Arrolla a Beethoven, por ejemplo. Otros han sugerido “revuélcate en tu tumba, Beethoven”, o bien: “Ríndete, Beethoven”, y así hasta llegar a la interpretación más suave: “échate a un lado, Beethoven”, donde el alemán debe abandonar el sillín del piano para que Berry toque su música moderna, alegre y juvenil.

Cuenta el compositor en su autobiografía que su “hermana mayor estudiaba para cantante de ópera y tocaba música seria en el piano de la casa mientras que él no podía encender la radio para escuchar blues rhythm & blues”.

Aunque Berry la canta en tono juguetón, la polémica está servida pues plantea la espinosa, elástica -y a veces ociosa- cuestión de las diferencias entre la música clásica y la popular. Pareciera que la violencia del rock intenta sustituir, o desplazar, al estruendoso Beethoven. Es como si Berry dijera que el rock llegó para quedarse. Tal vez sea un acto de justicia poética, aunque yo creo que ambas formas de hacer música son complementarias y enriquecen, con su diversidad, nuestro universo acústico.

enero 04, 2016

El Fuego Invisible

EL FUEGO INVISIBLE
Por Manuel Pereira


En Otras inquisiciones, Jorge Luis Borges explicó que el emperador Shih Huang Ti quemó todos los libros anteriores a él. Su megalomanía costó tres mil años de sabiduría china que nunca vamos a recuperar. Los que escondieron algún ejemplar fueron marcados con hierro candente y condenados a construir la Gran Muralla.
      En Occidente la piromanía como culto a la ignorancia la inició en 292 el emperador Diocleciano cuando redujo a cenizas los manuscritos de alquimia de la Biblioteca de Alejandría por temor a que aprendieran a hacer oro devaluando así la moneda acuñada por él. Treinta años después, Constantino condenó a la hoguera los escritos de Arrio, porque sus doctrinas heréticas negaban la divinidad de Jesucristo.
     A partir de ahí, la cremación de libros se incrementó durante los diez siglos que duró la Edad Media. En 1480 el inquisidor Torquemada quemó el Talmud y mucha literatura árabe. Posteriormente el monje Savonarola estrenó en Florencia sus “hogueras de vanidades” donde ardieron instrumentos musicales, espejos, cosméticos, indumentarias lujosas, libros “licenciosos” -como el Decamerón, de Boccaccio- y hasta cuadros mitológicos de Botticelli.
    En 1559 la iglesia católica instituyó el “Índice de libros prohibidos” (Index Librorum Prohibitorum) proscribiendo, entre otros, a Rabelais, a Copérnico, a Galileo, a Descartes, a Montesquieu… hasta llegar a Kant, Darwin, Flaubert y Sartre.
Durante el siglo XVI mexicano los obispos Diego de Landa y Juan de Zumárraga incineraron códices prehispánicos de incalculable valor.    En el capítulo sexto de Don Quijote de la Mancha un cura, el barbero, una sobrina y el ama queman parte de la biblioteca del ingenioso hidalgo. El argumento de los pirómanos cervantinos es que esos libros volvieron loco al caballero andante. Esta excusa cínica se repetirá, con ligeras variaciones, hasta nuestros días. Los censores -siempre tan paternalistas- quieren salvarnos de nosotros mismos. Para conseguir ese edificante propósito son capaces de matar, como presagió Heinrich Heine: “Ahí donde se queman libros se acaba quemando también a seres humanos”.
          En efecto, el fuego depurador reapareció en Berlín en 1933 cuando los nazis quemaron millares de volúmenes. Pretendían “purificar y sanar a la nación” entregando al fuego “libros degenerados”. En las piras alemanas humearon ejemplares de Thomas Mann, Heinrich Mann, Emil Ludwig, Bertolt Brecht, Jack London, Max Brod, Hemingway, Stefan Zweig… Al saber que habían calcinado sus obras, Freud comentó: “¡Cuánto ha avanzado el mundo: hace 300 años me hubieran quemado a mí, hoy sólo queman mis libros!”.
          Los estalinistas no necesitaron recurrir a las llamas, porque en la sociedad comunista, donde todas las imprentas son estatales, basta con un riguroso filtro editorial para abortar en secreto cualquier obra sin que importe su calidad. Los soviéticos inventaron el fuego invisible. Menos espectacular que las fogatas, esa estratagema tiene la ventaja de aparentar que no existe la censura. ¡Quién sabe cuántos Bulgákovs y Pasternaks nos hemos perdido! Aún recuerdo, allá por 1980, a García Márquez en Moscú, muy disgustado cuando supo que habían suprimido algunos pasajes de la traducción rusa de Cien años de soledad.
          En 1950 la China maoísta invadió el Tíbet y se destruyeron innumerables monasterios que atesoraban joyas literarias, artísticas y espirituales que no podemos ni adivinar.
          Tres años después apareció Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, donde los bomberos, en vez de apagar incendios, queman libros con lanzallamas y persiguen a los lectores. No fue un azar que esa novela coincidiera con el macarthismo, cuando muchos libros fueron prohibidos o retirados de las bibliotecas, incluyendo clásicos comoRobin Hood y Espartaco, de Fast.
          Los soldados de Pinochet quemaron libros sobre Cubismo creyendo que se referían a Cuba. Lo mismo sucedió con la “Serie Roja”, un libro de medicina sobre los glóbulos rojos.
          Hoy los principales incendiarios son los enemigos de Internet: Correa en Ecuador, los comunistas chinos, la dinastía norcoreana, los hermanos Castro…
          En junio de 1961 Cuba adoptó el invento soviético del fuego invisible. No hacía falta quemar libros, bastó que Fidel Castro pronunciara en la Biblioteca Nacional su consigna “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada” para incendiar todas las bibliotecas de la isla. Por cierto, esa frase lapidaria se la robó a Mussolini, quien dijo: “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”.

En Pañales

EN PAÑALES
Por Manuel Pereira

Alegoría del Mal Gobierno, de los hermanos Lorenzetti (Siglo XIV).

Decía Bernard Shaw: "A los políticos y a los pañales hay que cambiarlos a menudo...  y por las mismas razones."  El pueblo venezolano, en un acto de coraje y sabiduría, decidió cambiar los pañales.
        A los populistas no les gusta cambiar pañales. Lo notamos en varios gobiernos latinoamericanos. Esa obstinada renuencia se advierte también en el tan cacareado “deshielo” Cuba-USA, que no ha salido de su era glacial, al menos no para el cubano de a pie.
         La democracia en diversas regiones de América Latina sigue en pañales, muchos de sus políticos son como eternos lactantes, les faltan muchas noches de biberón. Tal es el caldo de cultivo idóneo para que se incrementen las tentaciones totalitarias.
            Ya en 1960 Fidel Castro dio la pauta en su discurso: “¿Elecciones para qué?”.
        Al sentirse elegidos por la Historia, los populistas devienen intransigentes, se arrogan una superioridad moral que les impide aceptar derrotas electorales, aspiran al poder vitalicio, igual que los papas y los monarcas, a la manera de la familia Duvalier y la dinastía norcoreana. Se aferran al poder, como los niños malcriados a su peluche o a su almohada, y por cualquier motivo arman un berrinche.
            Ya lo dijo Francisco de Miranda cuando fue arrestado por Bolívar en la Guaira:
“¡Bochinche, bochinche, esta gente no es capaz de hacer sino bochinche!”.
            “Esta gente” equivale ahora al chavismo y sus replicantes en otros países.
            Todo esto no es más que realismo mágico mezclado con subdesarrollo. Es lo Real Maravilloso cuando se transmuta en lo Real Horroroso. Para Carpentier “lo maravilloso (…) surge de una alteración de la realidad (el milagro)”
            En política ese “milagro” suele conducir a dictaduras implacables. En el Caribe pululan esas taras supersticiosas: Noriega con sus calzoncillos rojos, Trujillo escondiéndose de los relámpagos, la necrofilia política en torno al cadáver de Bolívar y al de Chávez, Maduro hablando con pajaritos o multiplicando los penes, la paloma en el hombro de Fidel Castro y otros disparates buenos para hacer literatura pintoresca, pero pésimos para dirigir el destino de millones de seres humanos.
            Volviendo a la frase de Bernard Shaw: ¿se imaginan cómo huele el gobierno cubano tras más de medio siglo sin cambiar los pañales?
            Víctor Hugo lo tenía claro: “Los reyes son para aquellas naciones que están en pañales”.
            Otro síntoma de deterioro democrático es la palabrería ociosa de los populismos latinoamericanos. Me refiero a todo ese invento de “bolivariano” y “socialismo del Siglo XXI”.
            El socialismo, el comunismo -o como quieran llamarle- es una invención decimonónica y siempre lo será. Es un sistema anticuado y fracasado. De nada vale intentar resucitarlo poniéndole etiquetas rimbombantes y nuevas fechas de caducidad cuando ya el producto está podrido a ojos vistas.
            Los populistas son duchos en galimatías, no producen ni un tornillo, pero fabrican sofismas sin cesar. Aparte de ser una falacia, es una jerigonza cantinflesca eso de pretender ser bolivariano y socialista a la vez.
            Bolívar no tuvo nada que ver con el socialismo. Para Marx, Bolívar era “el Napoleón de las retiradas”,  un “cobarde, tirano, resentido, mezquino y mentiroso”, también lo consideró traidor por entregar a Francisco de Miranda.
            Saltan a los ojos la incoherencia y la demagogia del chavismo: ese engendro sin duda concebido en La Habana donde ya intentaron hace años asociar pensamientos tan incompatibles como el de Martí y el de Marx.
            Todo lo tergiversa “esta gente”. Al embargo le llaman bloqueo, por todas partes ven golpes de estado, se quejan de una “guerra económica” que ellos mismos provocaron…
            Por otra parte, el caciquismo, el caudillismo y el patriarcado feudal son atavismos hispánicos muy difíciles de extirpar. Bien lo sabía Valle-Inclán cuando escribió su esperpéntica ficción Tirano Banderas (1926) con la cual inauguró un subgénero latinoamericano de temática dictatorial.
            La secuela valleinclaniana incluye El señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, El gran Burundún Burundá ha muerto (1952), de Jorge Zalamea,  Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos; El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier,El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez,  La fiesta del Chivo (2000), de Mario Vargas Llosa.
            La proliferación de este subgénero literario no es casualidad, ni obedece a una moda, sino que es el reflejo telúrico, idiosincrásico y ancestral de una parte importante de nuestra realidad continental.